Inquietantes casos sin resolver
Estos siete inquietantes misterios han obsesionado a detectives, académicos e investigadores durante años. ¿Las respuestas están ahí fuera?
En diciembre de 2016, un funcionario de la Agencia Central de Investigaciones (CIA, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos acudió al centro de salud de la embajada estadounidense en La Habana, Cuba, porque padecía náuseas, jaqueca y mareo. Unos días después, dos funcionarios más de la CIA reportaron síntomas similares. Para finales de 2018, la cifra aumentó a 26 estadounidenses y 13 canadienses con náuseas, pérdida auditiva, vértigo, hemorragias nasales y problemas de concentración.
En todos los casos, las víctimas afirmaron que los síntomas fueron producto de un ruido raro que habían escuchado en sus hogares o habitaciones de hotel. Una dijo que este era agudo. Otra lo describió como “un haz sonoro apuntado a nuestros cuartos”. Algunos insistían en que era similar al de las canicas rodando por el suelo.
Los malestares sorprendieron a los expertos médicos. Los galenos de la Universidad de Pennsylvania que examinaron a algunos de los aquejados diagnosticaron síntomas similares a la conmoción, pero no hallaron indicios de que la hubieran sufrido.
Sabemos lo que debes estar pensando. El gobierno cubano se trae algo entre manos, ¿cierto? Los cubanos niegan categóricamente su participación y varios investigadores estadounidenses les creen, sobre todo porque aún no saben quién o qué enfermó a los afectados.
¿Fue algún tipo de arma nueva?
La CIA afirma que no conoce armamento alguno que pueda provocar dichos efectos. ¿Ultrasonido? Una teoría sostiene que un par de dispositivos espías, colocados muy cerca uno de otro por agentes cubanos, podría haber provocado, sin reparar en ello, tal reacción, como la retroalimentación auditiva que se oye cuando alguien se para muy cerca del micrófono. No obstante, la Agencia Federal de Investigaciones no ha dado con evidencias que corroboren la teoría. De hecho, el ultrasonido está por encima del alcance del oído humano.
Las grabaciones de los ruidos efectuadas por algunas de las víctimas solo aumentan la confusión. Dos científicos que estudiaron las grabaciones creen que captaron el sonido de grillos machos con mal de amores. Uno de los especialistas, Alexander Stubbs, de la Universidad de California en Berkeley, dice que estos son increíblemente ruidosos. “Los puedes oír a bordo de un camión que va a 65 kilómetros por hora”. Sin embargo, los científicos no tienen idea de por qué esto podría afectar a los humanos.
Tal vez solo fueron los nervios. “Cuba es un entorno de alto riesgo, de mucha tensión”, explicó un exdiplomático a propublica.org. Se les advierte que “se les vigilará, que espiarán su casa y, con seguridad, su auto. Esto provoca una mentalidad de angustia en algunas personas, una expectativa de alto riesgo.”
Cierto… pero entonces, ¿cómo se explica lo que sucedió en China? En mayo de 2018 se le diagnosticó la misma enfermedad misteriosa a un estadounidense destacado en el consulado en Cantón. Como haya sido, se evacuó a 15 estadounidenses.
Si bien la causa, en apariencia aerotransportada, de estas lesiones sigue siendo un misterio, las consecuencias son evidentes. Estados Unidos retiró al 60 por ciento de sus diplomáticos y expulsaron a 15 de sus contrapartes cubanos de Washington. Los enigmáticos sonidos también podrían ser los tiros iniciales de una nueva guerra fría.
Era muy común encontrar chatarra en la bahía de Guanabara, Brasil, pero lo que Robert Marx descubrió allí en 1982 eran objetos extraños inusuales. En un sector submarino del tamaño de 3 canchas de tenis, ubicado a 24 kilómetros de la costa, yacen los restos de unas 200 jarras de cerámica romanas, algunas intactas.
A decir de Marx, buscador de tesoros profesional, los cántaros parecen ser ánforas de doble asa como en las que se transportaban granos o vino en el siglo III. Pero ¿cómo llegaron allí? Los primeros europeos no pusieron un pie en Brasil sino hasta 1500.
Los romanos comerciaban principalmente en los puertos del Mediterráneo y de Medio Oriente, así que no tenían mayor incentivo para invertir en barcos que pudieran cruzar el océano. No obstante, sí alcanzaron la India. Tal vez algún capitán inexperto se perdió en una tormenta. ¿O quizá una tripulación amotinada llevó el barco al oeste?
Probablemente nunca lo sabremos. Tampoco será posible hacer más hallazgos. En 1983, Brasil prohibió las pesquisas en la bahía de Cántaros con el ánimo de impedir saqueos, según dijeron las autoridades.
Marx afirma que el gobierno no quería que se explorara el sector, pues encontrar artefactos de la era romana allí significaría que los portugueses no fueron los primeros europeos en llegar al país, lo cual contradice la historia oficial de Brasil. ¿Y la verdad? Se halla 30 metros bajo el mar.
Las gemelas Gillian y Jennifer Pollock nacieron el 4 de octubre de 1958 en el seno de una familia golpeada por la tragedia. La mañana de un domingo de mayo de 1957, sus hermanas mayores, Jacqueline, de 6, y Joanna, de 11, murieron al ser atropelladas por un auto mientras caminaban de la mano a la iglesia en la pequeña villa inglesa de Hexham. Cuando las mellizas vinieron al mundo, 17 meses después, su afligido padre, John Pollock, estaba seguro de que sus hijas muertas habían vuelto a nacer. Su madre, Florence Pollock, no creía que fuera así. Entonces empezaron a ocurrir cosas extrañas.
Al comenzar ambas a hablar, pedían los mismos juguetes con los que jugaron sus hermanas… aunque no podían saber que existían porque se habían guardado tiempo atrás. A pesar de que los Pollock dejaron Hexham cuando las chicas tenían menos de un año, al volver por primera vez de visita, las pequeñas, de cuatro años, señalaban sitios que para sus hermanas difuntas significaron mucho, aunque las gemelas nunca los hubieran visto, como la escuela a la que asistieron y su parque de juegos favorito.
Los aparentes “recuerdos” de la muerte de sus hermanas eran más escalofriantes aún
Hasta los 5 años, ambas tuvieron pesadillas recurrentes de ser arrolladas por un auto. En ocasiones, los sueños se convertían en terrores diurnos. Si escuchaban que se encendía un motor en un callejón estrecho, las infantes chillaban: “¡Es el auto! ¡Viene por nosotras!”.
A Florence, escéptica de la reencarnación, no se le ocurría ninguna explicación racional para la representación tan precisa de los últimos momentos agónicos de las niñas: “Te está saliendo sangre por los ojos”, lloraba Gillian, meciendo con ternura la cabeza de su hermana, mientras John y Florence miraban aterrados. “Ahí donde te golpeó el coche”.
En 1963, Ian Stevenson, experto en reencarnación de la Universidad de Virginia, empezó a estudiar el caso de las niñas Pollock. Al no encontrar evidencia de que los recuerdos de una vida pasada hubieran sido elaborados o sugeridos por sus padres, concluyó que era prácticamente imposible no creer que eran una prueba viviente de la reencarnación.
Al llegar a la adolescencia los “recuerdos” se fueron desvaneciendo. Pero por un breve lapso, Gillian, con algo más de 20 años, tuvo una serie de visiones de sí misma de pequeña, jugando en una arenera rodeada de jardines y una huerta. Los Pollock reconocieron su casa en Wickham de inmediato, pueblo en el que vivieron con Joanna antes de que Jacqueline naciera. ¿Lo curioso? Gillian nunca había estado en Wickham.
El 23 de enero de 1959, 9 estudiantes universitarios y su guía, Igor Dyatlov, iniciaron una excursión de 21 días por los montes Urales, en la antigua Unión Soviética. El 2 de febrero, el grupo esquió por el monte Otorten, que significa “no vayas allí”. El 12 de febrero, cuando el grupo debía regresar, solo un integrante, Yuri Yudin, de 21 años, llegó.
Él se separó antes de sus compañeros porque enfermó. Cuando ninguno de los jóvenes regresó a casa, se organizó una cuadrilla de rescate. Con lo que dieron fue aterrador. El 26 de febrero hallaron la carpa de los excursionistas. Estaba cortada desde dentro. Había varias huellas en la nieve, algunas descalzas, que huían de la tienda.
Los primeros dos cadáveres, en ropa interior, se localizaron bajo un cedro muy alto. Tenían las manos desolladas y en carne viva por intentar trepar. Un día después se encontraron dos más y a los seis días, otro. Todos mostraban señales de hipotermia. Uno tenía el cráneo fracturado.
Hubo que esperar hasta el deshielo de la primavera, en mayo, para descubrir los restos de los últimos 4 bajo la nieve, en una quebrada, a 75 metros del árbol. Era evidente que tres de ellos habían muerto de lesiones internas graves (fracturas de cráneo y costillas), propias de un tremendo impacto físico, como producto de un accidente automovilístico; no obstante, ninguno presentaba traumatismos externos visibles.
Era como si una fuerza mortífera los hubiera aplastado sin siquiera tocarlos. Al parecer, todos murieron al undécimo día de su viaje, el 2 de febrero, la última fecha en que escribieron en sus diarios.
La investigación prosiguió y a finales de mayo hubo un giro impactante: las ropas de algunos excursionistas dieron positivo para radiactividad. El 28 de mayo de 1959, un día después de que los militares soviéticos se enteraron de los resultados de las pruebas de radiación, la investigación se cerró de golpe. ¿La conclusión oficial? Los excursionistas fueron sorprendidos por una “fuerza aplastante” que no identificaron.
Naturalmente, aquel anuncio abrupto incrementó la especulación. Las teorías incluyen la explosión de un misil de prueba soviético, el ataque de un ovni, el consumo de drogas alucinógenas e incluso un monstruo como Pie Grande o algo por el estilo.
“Si tuviera la oportunidad de hacerle una sola pregunta a Dios”, dijo Yudin, el esquiador sobreviviente (quien murió en 2013, a los 75 años), “sería la siguiente: ‘¿Qué les pasó a mis amigos aquella noche?’”.
Al menos su recuerdo pervive en el lugar que murieron. Ahora se conoce como el paso Dyatlov.
Entre 1917 y 1928, medio millón de personas contrajeron una enfermedad espantosa que bien podría ser parte de la trama de una película de terror. Las víctimas —vivas y totalmente conscientes— entraron en un estado catatónico inexplicable: sus cuerpos estáticos encarcelaron a sus mentes.
La encefalitis letárgica (EL), también conocida como “la enfermedad del sueño”, apareció primero en Europa y pronto se extendió por todo el planeta. Para 1919 había alcanzado proporciones epidémicas en Norteamérica, Europa y la India. Alrededor de 30 por ciento de quienes la contrajeron murieron. De los sobrevivientes, casi la mitad perdieron la facultad de interactuar físicamente con el mundo que los rodeaba, estando al mismo tiempo plenamente conscientes de su entorno. Si bien a veces eran capaces de hablar de manera limitada, mover los ojos y hasta reírse, por lo general parecían estatuas vivientes, completamente inmóviles durante horas, días, semanas o años.
Aunque se desconoce la causa, una teoría apunta a una inflamación cerebral provocada por una rara cepa de estreptococo, bacteria responsable de muchos dolores de garganta. La mejor conjetura de la ciencia es que la bacteria mutó y provocó que el sistema inmunitario atacara al cerebro, dejando a la víctima indefensa. Nada de ello explica por qué la dolencia desapareció para surgir de forma esporádica ya en Europa en los 50, en China hace una década, cuando una niña de 12 años fue hospitalizada 5 semanas con el padecimiento.
¿Son estos episodios la nueva norma o son indicios de que la EL está incubando algo aun mayor? Un análisis de 20 pacientes con síntomas demasiado similares al padecimiento concluyó que lo que les afecta “todavía prevalece”. Por ello, la llamada enfermedad del sueño sigue siendo una fuente de pesadillas.
La víspera del día de Acción de Gracias de 1971, un hombre de mediana edad en traje de negocios abordó un vuelo comercial que iba de Portland, Oregon, a Seattle. Pidió un whisky con agua mineral y luego, muy tranquilo, le informó a una azafata que tenía una bomba en su maletín. Habiendo captado su atención, dictó el siguiente mensaje para el capitán: “Quiero 200,000 dólares en efectivo para las 5:00 p. m. Colóquenlos en una mochila. Quiero dos paracaídas traseros y dos delanteros. Cuando aterricemos, habrá un camión de combustible listo para reabastecer la nave. Sin trucos o terminaré el trabajo”.
Su boleto estaba a nombre de “Dan Cooper”, pero debido a un error de comunicación, los periódicos lo identificaron con las enigmáticas iniciales “D. B.” Durante las siguientes dos horas, D. B. Cooper nunca se quitó las gafas oscuras. Bebió un segundo trago con calma y esperó, paciente, mientras el avión rodeaba el estrecho de Puget. (“Parecía muy amable”, diría una de las auxiliares de vuelo). En tierra, las autoridades salieron en desbandada a reunir el dinero, los paracaídas y el camión cisterna; en tanto, a los 36 pasajeros abordo se les hizo creer que la demora era completamente rutinaria.
Al aterrizar en Seattle y recibir un morral repleto de billetes de 20 dólares y 4 paracaídas, Cooper liberó a los pasajeros y a la tripulación, salvo a 4. Exigió que lo llevaran a la Ciudad de México, pero antes ordenó que lo dejaran solo en la cabina.
El avión despegó a eso de las 7:40 p. m. con los cuatro miembros de la tripulación apiñados en la cabina de mando. Según instrucciones de Cooper, volaron por debajo de los 10,000 pies, a una velocidad inferior a 200 nudos: demasiado bajo y lento como para que los jets militares pudieran seguirlo de cerca. Solo 20 minutos después, una luz de advertencia titiló, indicando que la puerta trasera estaba abierta y la escalera desplegada. Al aterrizar en Reno, Nevada, para repostar, la cabina estaba vacía. Cooper se lanzó a la noche en paracaídas con el botín. Ni un solo testigo lo vio saltar. Nunca se le volvió a ver. El efectivo, rastreable debido a los números de serie, jamás se usó.
¿Murió Cooper al lanzarse de la aeronave? ¿Sobrevivió, pero perdió la maleta? ¿O habría sido el dinero una ocurrencia de último minuto, un ardid para la prensa… y para la posteridad?
La Agencia Federal de Investigaciones pasó los siguientes 9 años en busca de respuestas
Después, en 1980, un muchacho que acampaba en el sector rural de Washington encontró un fajo de billetes a orillas del río Columbia; la institución lo identificó como parte del rescate. El rastro, sin embargo, se perdió hasta 2018, cuando un hombre llamado Carl Laurin entregó a la agencia una grabación en la que su amigo fallecido, Walter Reca, confesaba ser D. B. Cooper.
Por esa misma época, el director de documentales Thomas Colbert intentaba sustentar la teoría de que Cooper era, en realidad, Robert Rackstraw, de 74 años, antiguo paracaidista de las Fuerzas Especiales y poseedor de 22 seudónimos; al principio se le había investigado, pero fue exonerado en 1979. Colbert se basaba, en parte, en una carta que Cooper, se supone, envió al Washington Post con el número 717171. En Vietnam, Rackstraw sirvió en el regimiento 371 o 3 veces la cifra 71.
Ninguna de estas hipótesis convenció a la agencia, por lo que el caso de D. B. Cooper permanece como el único secuestro aéreo no resuelto en la historia de la aviación estadounidense.
En marzo de 1590, John White finalmente zarpaba del Reino Unido con la misión de rescatar a la colonia Roanoke, el primer asentamiento inglés permanente en América del Norte. White era el gobernador de Roanoke, pero se había marchado casi desde su fundación, en 1587, con objeto de conseguir comida y suministros para el endeble poblado.
La suerte de los habitantes le angustiaba profundamente, y con sobrada razón. Entre quienes había dejado en la isla (parte de lo que hoy son los Bancos Externos de Carolina del Norte) estaban su esposa, su hija y su nieta, la primera inglesa nacida en el Nuevo Mundo.
White regresó a Roanoke el 18 de agosto de 1590… y no encontró nada. El lugar estaba abandonado, las casas y las almenas desmanteladas. Era como si toda la comunidad, de 115 habitantes, se hubiera evaporado.
La única pista dejada por Roanoke era la palabra CROATOAN grabada en el poste de una cerca y las letras C–R–O talladas en un árbol. Debido a que White había ordenado a los pobladores que hicieran una cruz de Malta en un tronco si los reubicaban a la fuerza, el hecho de no encontrar ninguna dio a White la esperanza de que los colonos se hubieran ido a la cercana isla Croatoan, habitada por la amistosa tribu homónima.
Por desgracia para White, nunca descubrió qué le sucedió a los suyos. Poco después de llegar a Roanoke, varias tormentas seguidas golpearon sus barcos y obligaron a los navegantes a volver a Europa al poco tiempo. Con un océano entre él y su familia, un devastado White abandonó Roanoke a su destino incierto.
¿Qué les sucedió a los colonos extraviados
Tal vez fueron secuestrados por indígenas americanos o se unieron a una tribu amistosa tierra adentro. Quizá fueron asesinados por españoles que subían de la Florida o intentaron navegar de regreso al Reino Unido y se perdieron en el mar. Los arqueólogos todavía no han descubierto indicio alguno de la colonia desaparecida… y el tiempo se agota: la erosión de la costa amenaza la isla, haciendo que la suerte de los colonos sea un misterio cada vez mayor.