Parece que la adolescencia no es una etapa difícil para los chicos. Casi todos viven felizmente despreocupados.
Cuando los aspirantes a padres imaginan las alegrías de la paternidad, rara vez anticipan la adolescencia, esa prolongación de la niñez a la que, según Nora Ephron, no se puede sobrevivir sin tener un perro (“para que alguien en casa se alegre de verte”, dice).
Se habrán acabado las primeras sonrisas, las caricias tiernas y los juegos de pelota, y en su lugar habrá prácticas de deporte a las 5 de la mañana, problemas de trigonometría y telefonemas a media noche para ir a recogerlos. Éstos son los rigores que imponen los buenos adolescentes, pero bastan para medio enloquecer a sus padres, lo cual plantea una pregunta clave: ¿es posible que los adultos experimenten la adolescencia de manera distinta que los niños? ¿Que la categoría, de hecho, sea más útil para los padres que para los hijos a los que se propone clasificar?
Laurence Steinberg, psicólogo de la Universidad Temple y quizá la mayor autoridad estadounidense en la materia, cree que las respuestas son afirmativas. “Parece que la adolescencia no es una etapa difícil para los chicos”, dice. “Casi todos viven felizmente despreocupados. No es sino hasta que hablo con los padres cuando oigo: ‘Mi hijo adolescente me está volviendo loco’”.
En la edición de 2014 de su libro de texto más conocido, Adolescence, Steinberg desmiente con mayor energía aún el mito del muchacho quejumbroso. “Los cambios hormonales de la pubertad”, explica, “tienen un mínimo efecto directo en la conducta del adolescente; la rebeldía en la adolescencia no es típica ni normal; pocos adolescentes sufren una crisis de identidad intensa”.
Con los padres no ocurre lo mismo. En 1994 Steinberg publicó Crossing Paths (“Caminos que se cruzan”), uno de los pocos libros sobre cómo afrontan los padres el paso de sus primogénitos por la pubertad, basado en un estudio que él mismo realizó con más de 200 familias. En el 40 por ciento de la muestra hubo deterioro de la salud mental cuando el hijo se hizo adolescente (casi la mitad de las madres y un tercio de los padres). Tanto ellas como ellos dijeron sentirse rechazados, tener disminuidas la autoestima y actividad sexual y padecer más dolores de cabeza, insomnio y malestar estomacal.
Es tentador desechar estos hallazgos considerándolos más un efecto secundario de la edad madura que de la presencia de adolescentes en casa, pero las conclusiones de Steinberg revelan lo contrario. “Podíamos deducir lo que la psique del adulto estaba atravesando”, escribe, “más por el desarrollo del hijo que por la edad del padre”.
En consecuencia, hay mucho más en común, desde el punto de vista psicológico, entre una madre de 43 años y una de 53 si ambas tienen hijos de 14 años que uno de 14 y el otro de siete. Además, según el estudio de Steinberg, es mucho más probable que las madres de los adolescentes padezcan angustia.
Steinberg supone que esto es así porque, en su opinión, los adolescentes exacerban los conflictos, sobre todo aquellos que los padres tienen en el trabajo o entre sí, y a veces ponen al descubierto problemas que los padres llevaban años sin reconocer. Podría decirse que los adolescentes son el equivalente humano de la sal: intensifican el sabor de las mezclas en las que se encuentran.
Steinberg ha llegado al extremo de afirmar que las crisis de la edad madura serían mucho menos graves si no hubiera adolescentes cerca. Aun así, los muchachos tienen la extraña virtud de poner de relieve los problemas, cualesquiera que sean.