La aldea de todos
Mientras el mundo afronta la crisis de los refugiados, en un rincón de Grecia hay una comunidad que está sirviendo de ejemplo de integración solidaria. Fade, un funcionario de telecomunicaciones de 40 años de...
Mientras el mundo afronta la crisis de los refugiados, en un rincón de Grecia hay una comunidad que está sirviendo de ejemplo de integración solidaria.
Fade, un funcionario de telecomunicaciones de 40 años de edad, oriundo de las afueras de Damasco, Siria, está cuidando su huerto en un campamento de refugiados conocido como PIKPA, en la isla griega de Lesbos. “Cultivo verduras en este lugar para los que vengan después de mí”, dice, mientras remueve con cuidado la tierra bajo el sol de la mañana. “Mi familia y yo ya nos habremos marchado cuando estas verduras estén listas para la cosecha, pero los siguientes refugiados que lleguen aquí podrán aprovecharlas.
”Tenía yo tierras y caballos, pero la guerra lo cambió todo. Me encuentro aquí, pero mi pensamiento aún está en Siria, con todos nuestros amigos que no han podido irse. Sabemos que Europa no es un paraíso. Si la guerra termina, volveremos allá. Mi vida está en mi país, pero, mientras tanto, necesitamos sentirnos seguros”.
PIKPAes el nombre de un antiguo campamento de recreo y bienestar social para niños, fundado en 1938 y ubicado en Lesbos, Grecia, a 300 metros del mar Egeo. El lugar llevaba mucho tiempo cerrado cuando, en septiembre de 2012, un grupo de personas y una organización no gubernamental establecieron una red de autoayuda que al principio fue concebida como un antídoto contra la devastación social y económica tras el colapso en 2009 del sistema bancario de Grecia. Llamaron a su agrupación “La aldea de todos”.
Impulsado por valores como la solidaridad y el apoyo a toda la gente, el grupo acudió al alcalde de Mitilene (la ciudad más grande de la isla) a fin de pedir que les permitieran usar el PIKPA para alojar a quienes llegaban a las costas griegas procedentes de países asolados por la guerra como Siria, Afganistán, Irak y otros.
Hoy día La aldea de todos administra este campamento como refugio y centro de hospitalidad bajo el principio de que todas las personas merecen un trato digno. El grupo es autónomo y no recibe financiamiento de Grecia ni de ningún otro país europeo. Cuenta con más de 100 miembros en Lesbos, de los cuales unos 10 o 15 toman las decisiones.
Proporcionan alojamiento a los refugiados más vulnerables. Siempre que resulta posible, se envía al PIKPA a discapacitados, heridos, adultos mayores, mujeres embarazadas, madres solteras y familias con niños muy pequeños. Los voluntarios les ofrecen alimentos, ropa, cuartos de baño, asistencia médica y asesoría legal. Y lo más importante: les dan la más cordial de las bienvenidas.
Efi Latsoudi, residente de Mitilene, lleva mucho tiempo como voluntaria en el PIKPA, y tiene una participación activa en La aldea de todos desde el comienzo. Mientras atiende varias llamadas simultáneas en su teléfono celular y coordina el reparto de ropa seca a los refugiados recién llegados, cuenta: “La semana pasada esto parecía una zona de guerra. Teníamos 20,000 refugiados hambrientos y exhaustos en la isla, y ninguna información por parte del gobierno sobre dónde debían ir y cuál era el procedimiento correcto para su registro (todo refugiado que llega a Grecia se debe registrar como refugiado legal para poder continuar su viaje hacia otros lugares de Europa continental).
”La situación aquí cambia constantemente. La falta de información sólo genera pánico entre estas personas vulnerables. Lo cierto es que se necesita tener un plan bien definido para registrar a todos los refugiados, y después cumplirlo con rigor”.
La isla, que tiene una población de 80,000 habitantes, aún recibe todos los días a unas 1,000 personas que buscan asilo. El final de la oleada no cesará mientras haya guerra en el Oriente Medio. De hecho, Europa está presenciando la mayor migración de personas a su territorio desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Dimitria Ippioty es una enfermera voluntaria de 25 años que permanece de guardia día y noche, los siete días de la semana. “No creo que estas personas hayan dejado su hogar por gusto, sino que no tuvieron alternativa”, dice cuando le preguntan qué la motivó a ayudar. “La causa es la guerra. La única solución es lograr detener esos conflictos, para que la gente pueda volver a casa. Mientras eso no suceda, debemos hacer todo lo que podamos por ayudarlas”.
Mientras examina a un hombre mayor que acaba de llegar, añade: “Muchas personas resultan heridas durante el cruce; se hacen cortaduras en los pies mientras caminan sobre el lecho rocoso del mar hasta llegar a la playa. También es enorme el trauma emocional que les deja lo que han visto y sufrido, como el trato inhumano durante la travesía”.
Para ejemplificar lo que dice menciona el caso de Abdul Masavee, un niño de seis años que llegó a Lesbos con su hermana, sus padres y su abuela materna. Esta familia provenía de Bamiyán, ciudad situada en la zona montañosa del centro de Afganistán. Cruzaron el mar Egeo desde Turquía en una endeble barcaza que un voluntario describió como “un montón de trozos de hule que iban desintegrándose mientras surcaban el mar”. La barcaza estaba tan atiborrada de gente, que Abdul sufrió una fractura de pierna a causa de los pisotones de la multitud hacinada a bordo.
Este día Abdul ha venido a la playa en una silla de ruedas propiedad del PIKPA para disfrutar de una gran experiencia: es la primera vez que su familia y él van a nadar en el mar. Se muestran tan contentos, que parecen olvidarse de las penurias con las que han tenido que lidiar.
Las 7 de la mañana es la hora aproximada en que los primeros barcos del día provenientes de Turquía normalmente comienzan a aparecer en el horizonte. Ése es el motivo por el que Joel Johansson, un director de escuela de 42 años oriundo de Suecia, y Angelos Bilios, un controlador de tráfico aéreo de Atenas, han partido desde Mitilene a las 5 de la mañana hacia un promontorio costero ubicado cerca del pueblo de Metimna, desde el cual los voluntarios avistan las embarcaciones que se avecinan.
Ambos hombres están usando sus días de vacaciones para prestar servicio voluntario al PIKPA. Están parados junto a un pequeño grupo de compañeros que escudriñan el estrecho que separa Grecia de Turquía. Eric y Philippa Kempson, una pareja británica, también han acudido allí, como lo han hecho todas las mañanas en los últimos ocho meses.
Hege Bjomebye y Katrine Vatne, ambas voluntarias de Noruega, ya se encuentran en la playa Limantziki, agitando en alto unos chalecos salvavidas anaranjados de desecho a fin de dar a las embarcaciones un punto de referencia para llegar a tierra. “Esto aparentemente es ilegal”, dice Hege con un atisbo de ironía en la voz, refiriéndose a la ley griega que prohíbe toda clase de ayuda a los refugiados que atraviesan el océano, aunque se trate tan sólo de asistencia en cuestiones de navegación.
Los tres barcos llegan velozmente uno tras otro. Como es habitual, los primeros en ser llevados a tierra firme son los niños; luego se desata el desorden y todos tratan de bajar al mismo tiempo. Joel ya ha empezado a repartir agua e intenta averiguar si alguno de los integrantes de este grupo de sirios y afganos habla inglés. Una vez que encuentra a un interlocutor, le da la información básica para que la transmita al resto del grupo.
Por unos momentos, la escena en la playa es de alegría y alivio. Hassat Abdul Haman, un sirio de 22 años, se arrodilla y agradece a Dios por haber llegado a salvo. Él y su grupo partieron de Siria y atravesaron el Kurdistán y Turquía para llegar aquí. Su padre y su hermano murieron durante la guerra en Siria. Desbordadas por la emoción, otras personas derraman lágrimas de alivio y júbilo.
Hege resume lo que muchos de los voluntarios sienten al ver la escena: “Lo único que hemos hecho es tenderles una mano amistosa, y se muestran muy agradecidos por eso”.
Los refugiados ahora tendrán que caminar unos cuatro kilómetros hasta el primer punto de reunión, donde les repartirán agua, comida y ropa; luego, unos autobuses los trasladarán de allí a Oxi, un punto de reunión más alejado. Este servicio de transporte en realidad es una ayuda nueva, ofrecida por algunos de los principales actores en el mundo del auxilio humanitario, como Action Aid y Médicos sin Fronteras. Antes, todos (hombres, mujeres, niños, discapacitados y heridos) tenían que recorrer a pie 40 kilómetros hasta el campamento Moria para ser registrados, y de allí hasta el puerto de Mitilene para pasar a Grecia continental.
Trágicamente, no todos los barcos llegan a la costa. La Organización Internacional para las Migraciones calcula que de más de un millón de hombres, mujeres y niños que entraron de forma ilegal a Europa en 2015 (la mayoría por mar), 3,692 murieron o desaparecieron. Un testimonio de esta pérdida de vidas se encuentra en el Cementerio de San Pantaleón, situado en lo alto de una ladera en el puerto de Mitilene. Allí se entierran los cadáveres que el agua arrastra hasta las playas de Lesbos.
“Uno de los peores proyectos es el de las tumbas”, explica Efi Latsoudi. “Quisiéramos enterrar esos cuerpos con un mínimo de dignidad. Debido a la situación económica de Grecia, los propios refugiados tienen que cavar las fosas para los que murieron ahogados. Hemos logrado convencer al compasivo dueño de una empresa funeraria para que transporte los cuerpos al cementerio sin cobrar nada, y los refugiados celebran la ceremonia luctuosa que les parece apropiada para las personas fallecidas”.
En la mayoría de las tumbas aparece la inscripción “desconocido”, ya que por lo general no se encuentran documentos junto a los cadáveres hallados en las playas. “Desde 2009 el hospital toma muestras de ADN, por lo que quizá más adelante se puedan identificar”, agrega Efi.
De vuelta en el PIKPA, el ambiente es más alegre. Los niños juegan en los columpios y tiovivos del campamento, mientras los adultos realizan sus tareas y se ocupan de limpiar perfectamente las instalaciones antes de empezar a preparar la cena. Norsarine Masavee, una niña de tres años, hurga entre los montones de juguetes donados y encuentra una caja de música. Cuando levanta la tapa, empieza a sonar la melodía de la “Oda a la alegría”, de Beethoven.
Mientras el sonido de esta composición optimista —que ahora es el himno oficial de la Unión Europea—, inunda el campamento, Joel Johannson sintetiza el sentir universal de quienes están presenciando este éxodo de refugiados de proporciones casi bíblicas: “Realmente estamos todos juntos en esto”.