La casa de Edith

Un contratista de obras se hace amigo de una obstinada mujer mayor, y con ella aprende sobre lo que importa más en la vida.

Era el primer día de aquel trabajo y caminaba yo hacia la casa de Edith Macefield, sintiéndome nervioso. Ya había oído hablar mucho sobre el asunto: unos desarrolladores inmobiliarios habían comprado casi la totalidad de una manzana en Ballard, un suburbio de Seattle, Washington, para construir un centro comercial. Habían conseguido hasta el último metro del terreno que querían, menos esa casita antigua, de modo que iban a construir alrededor de ella. Si alguien intentaba hablar siquiera con la dueña, ella lo ahuyentaba.

Edith estaba muy entretenida cuidando su jardín cuando me acerqué a ella y me presenté.

—Señorita Macefield —le dije en tono respetuoso—, sólo quiero hacerle saber que vamos a estar haciendo mucho ruido y mucho polvo todo el día, así que si necesita algo o tiene algún problema, aquí está anotado mi número telefónico.

—Eso es muy amable de su parte —repuso, tomando mi tarjeta y acercándosela a su ojo bueno—. Será agradable tener compañía.

Como la puerta de entrada de la casa de Edith estaba a sólo 12 metros de mi remolque de contratista, cada vez que la veía salir me acercaba para saludarla y conversar un poco. Luego, una mañana, me llamó al celular y me preguntó si no me importaría llevarla al salón de belleza. Me sorprendió la petición porque parecía valorar su independencia por encima de todo. Cada vez que me acercaba a su puerta para charlar con Edith, tenía que fingir que estaba allí por casualidad; de lo contrario, se enojaba.

A la hora convenida me aparecí junto a su Chevy Cavalier 1989. Era un coche compacto que tenía una abolladura en la parte delantera. En el lado del conductor había un asiento elevador que le permitía ver por encima del volante. Al sentarme en él mi cabeza chocó contra el techo.

—Supongo que es usted un poco más alto que yo —dijo, riendo.

—Sí, y también me hago más ancho cada año —bromeé.

Cuando la dejé afuera de su casa después de cortarse el cabello, me dio las gracias.

—No es nada —le dije—. Por favor, avíseme si necesita cualquier otra cosa. Por cierto, Edith, el cabello le quedó muy bonito.

Al pasar las semanas me resultó cada vez más fácil hablar con ella, sobre el tema que fuera. Pero un día, seis semanas después, cuando iba a llevarla al salón de belleza otra vez, muy enojada me dijo:

—Sólo quiero que sepa que no me gustó la llamada de esta mañana. Ustedes siguen acosándome para que me mude. ¡Pues ahorren saliva!

No tenía yo ni la menor idea de lo que estaba hablando.

—Su amigo, uno de esos desarrolladores, trató de parecer amable, pero yo sé lo que quiere —añadió.

—Escuche —le contesté sin levantar la voz—. Yo trabajo por horas en esta obra y me da igual si se queda usted o se va a otro sitio. Pero déjeme hacerle una pregunta: ¿por qué no quiere irse de aquí?

Edith miró por la ventana.

—¿A dónde podría ir? —respondió—. No tengo familia y ésta es mi casa. Mi madre murió aquí, en este mismo sofá. Regresé de Inglaterra a Estados Unidos para hacerme cargo de ella, y me hizo prometerle que la dejaría morir en su casa y no en un hogar para ancianos. Cumplí mi promesa, y yo también quiero morir aquí, en mi casa, tendida en este sofá.

Parecía tan frágil y tan fuerte al mismo tiempo, tan vulnerable, necesitada y, a la vez, tan ferozmente independiente. Me conmovió lo que me dijo y me sentí extrañamente impulsado a protegerla. Lo que ella deseaba era algo tan sencillo…

En una reunión previa, los desarrolladores le habían ofrecido contratar a alguien para que sacara fotos de su casa y le construyeran una réplica exacta en otro sitio. Mencionaron un millón de dólares, y dijeron que iban a comprarle una casa nueva.

—No estoy segura de que un millón de dólares pudiera servirme —repuso Edith—. Si me enfermo, tal vez no alcanzarían para cubrir los gastos médicos, y si no me enfermo, no los necesitaría. Y dicen ustedes que me van a hacer una casa nueva igual a ésta. Bueno, ésta ya es igual, así que, ¿para qué me molesto?

La casa de Edith, que por principio de cuentas parecía un poco triste y solitaria, cobró un aspecto aún más lúgubre después de que fueron demolidas todas las construcciones que había a su alrededor. Semejaba la última edificación en pie en medio de una aldea bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial.

Al poco tiempo la llevaba yo a sus consultas médicas, además de al salón de belleza, y luego empecé a ocuparme también de concertarle las citas. En uno de nuestros viajes de regreso a casa Edith se preguntó en voz alta qué podría prepararse para almorzar. Le comenté que uno de mis muchachos iba a comprar hamburguesas, y entonces dijo que eso sonaba bien. Pedí que le compraran también un batido de vainilla. Ése fue el día en que me enteré de su afición por las cosas dulces.

Edith se ponía a sorber el batido y no se detenía hasta dejar el vaso vacío. Entonces empezó a telefonearme una vez a la semana para pedir “una hamburguesa y una de esas cosas de vainilla”.

Al cabo de un tiempo ya le preparaba yo también la cena antes de marcharme a casa. Una noche me fijé en una foto que Edith tenía sobre un librero polvoriento en su sala. Era ella; tenía puestos unos anteojos con armazón de alambre y sostenía un clarinete al estilo de Benny Goodman, el gran músico de jazz.

—Edith, ¿qué edad tenía usted cuando empezó a tocar el clarinete? —le pregunté.

—Mi primo Benny me regaló uno de sus viejos clarinetes —contestó—. Así fue como empecé.

Era la segunda vez que mencionaba al músico, y me dejó pensando. ¿Me estaba diciendo la verdad, o se trataba tan sólo de una historia inventada por una anciana fantasiosa? Me puse a buscar entre sus discos de Benny Goodman y, en efecto, encontré uno que estaba dedicado. Decía: “Para mi prima Edith. Con cariño, Benny”.

Cuando el centro comercial empezaba a materializarse, recibí una llamada telefónica de los trabajadores sociales de Edith. Pensaban que no estaba en condiciones de seguir viviendo sola en aquella casa, y querían saber si podría yo convencerla de que se mudara. “¿Y si le pasara algo?”, me dijeron, y yo les contesté que en cualquier otro lugar podría pasarle algo, que estaba yo a sólo 30 segundos de su casa y que podía vigilar que la anciana estuviera bien.

—Pues si le ocurre algo malo, usted será el responsable —me advirtieron.

En ese instante algo se agitó en mí, y me hice consciente por primera vez de lo mucho que Edith me estaba enseñando acerca de envejecer.

—¿Cómo que voy a ser el responsable? —repliqué—. Me voy a cerciorar de que esté bien, pero ella es una mujer adulta y puede tomar sus propias decisiones. Edith es perfectamente capaz de saber lo que puede hacer y lo que no, y si decide correr riesgos con tal de quedarse en su casa, está en todo su derecho. Las personas tienen derechos, ¿saben?

Empezaba yo a entender que mucho de lo que hacemos por las personas mayores es sólo para hacernos más fáciles las cosas nosotros mismos. No siempre escuchamos lo que ellas tratan de decirnos. Cada vez que intentaba yo ayudar a Edith a limpiarse la boca o atar el cordón suelto de uno de sus zapatos, ella me apartaba la mano con enojo y clamaba: “¡Yo puedo hacerlo sola!”

Como nos sucede con los niños, intentamos convencer a los ancianos para que acepten ayuda, no por su bien, sino por el nuestro, sólo para que el día pase un poco más aprisa y se nos haga menos pesado. La dignidad es algo difícil de abandonar, sobre todo para alguien que ha tenido una vida tan emocionante como la que Edith parecía haber tenido.

Cuando llegó el otoño y los días comenzaron a hacerse más cortos, ya había yo renunciado a toda pretensión de que tenía una existencia separada de mi vida con Edith. No pasaba los fines de semana con ella, pero de lunes a viernes entraba y salía de su casa desde que amanecía hasta que caía la noche; le preparaba las comidas, me ocupaba de pagar sus cuentas y de mantener limpia su casa, le hacía las compras, metía su ropa a la lavadora y veía televisión con ella.

Los días que quería yo llegar a casa antes de que oscureciera, Edith me llamaba con el pretexto de tener algún problema, o esgrimía alguna excusa para hacerme regresar. “He tenido un accidente”, decía, o bien, “olvidaste dejarme agua”. Juro que era capaz de tomar la jarra de agua que le dejaba en la mesa y vaciarla en el fregadero sólo para hacerme volver.

Al ver las cosas en retrospectiva, me pregunto cómo se las arreglaba mi esposa, Evie, para lidiar con todo sin mi ayuda; con dos adolescentes en casa, siempre había demasiado trabajo para que lo hiciera una sola persona. Sin embargo, cuando hablé con ella acerca de la situación, lo único que comentó fue que estaba orgullosa de mí. “Se necesita una persona especial para hacer esto”, dijo.

Edith sufrió muchas caídas ese invierno. Con demasiada frecuencia la encontraba yo tendida en el suelo, pero aun así no me dejaba buscar ningún tipo de ayuda para ella y se mostraba más exigente. Cada vez que intentaba alejarme un poco de ella, inventaba algún tipo de crisis.

Una noche me llamó por teléfono a casa para decirme que se había caído otra vez. Evie me dio un termo lleno de chocolate caliente y un beso de despedida antes de que corriera yo hacia la casa de Edith.

—No sabes cuántas veces me he quedado acostada, despierta durante horas, esperando a que amanezca, deseando oír el sonido de tu llave en la puerta —me dijo Edith en una ocasión, al despedirme de ella después de una de esas crisis.

Creo que era la primera vez que intentaba decirme gracias. Me incliné y le di un beso en la frente.

—La quiero mucho, señora. Ahora, vaya a dormir un poco.

Edith parecía más frágil cada día. Seguía bajando de peso, y yo presentía que algo estaba mal. Finalmente, aceptó ir al hospital para que la examinaran. No eran buenas noticias: tenía cáncer de páncreas.

A sus 86 años era una mujer tan fuerte, con tanto autocontrol, que jamás pensé que pudiera estar enferma. O quizá me negaba a ver esa posibilidad. Había llegado a querer a Edith tanto como a mi familia. Entonces hablamos de opciones, de quimioterapia y cirugía, pero, por supuesto, no quería pasar por ninguna de esas cosas. En vez de mostrar miedo, parecía relajada, incluso aliviada.

Edith salió del hospital y volvió a su casita. Luego, el 15 de junio de 2008, dos años después de que entré a esa obra en construcción por vez primera, mi amiga murió en su hogar, en el mismo sofá que su madre.

El espíritu de resistencia de Edith

Edith nació en Oregon en 1921, pero no se sabe mucho de su vida. Le contó a Barry historias que parecían tan extraordinarias, que él nunca estuvo seguro de que fueran ciertas. Ella le dijo que había sido reclutada por los británicos cuando era estudiante de música y que la enviaron a Alemania para espiar a los nazis. Según ella, la arrestaron y recluyeron en el campo de concentración de Dachau, pero escapó junto con 13 niños y los llevó a Inglaterra.

Aseguró haber tenido un hijo que murió de meningitis a los 13 años de edad, cuyo padre era su amante, el tenor austriaco Richard Tauber, y que había estado casada con un hombre llamado James Macefield, el cual tenía una plantación en África. Dijo ser prima hermana de Benny Goodman, el cual le obsequió un clarinete; que había conocido al gran actor Lionel Barrymore, y que una vez le enseñó a bailar a Mickey Rooney.

“No me habría importado nada en absoluto que Edith hubiera inventado todas esas historias”, afirma Barry. “Si iba a ser yo un verdadero amigo para ella, uno incondicional, entonces tenía que aceptarla por ser quien era: una mujer que me cambió la vida al darme la oportunidad de convertirme en una mejor persona. Ella abrió mi mundo y me impulsó a hacer lo correcto, aunque algunas veces eso significaba tan sólo escucharla”.

Edith se convirtió en símbolo del poder de un individuo contra las corporaciones, en una especie de heroína popular, en alguien que valora firmemente la independencia y la integridad por encima del dinero y del “progreso”. Cuando murió, le dejó su casa a Barry y a su familia. Él optó por no venderla a los desarrolladores inmobiliarios, sino a un diseñador arquitectónico que prometió preservarla en honor de Edith.

Cuando Barry revisó las pertenencias de la anciana, encontró una nota manuscrita de Clark Gable, y otras de Katharine Hepburn, Spencer Tracy y Maurice Chevalier. Y había una que decía: “Tu primo Irving Goodman”, el hermano de Benny e integrante de su banda de música.

En ese momento, lo único que Barry pudo pensar fue lo siguiente: Edith me estuvo diciendo la verdad todo el tiempo.

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