La creación de una mamá

Una charla fortuita en una cafetería me llevó al otro extremo del mundo, y a encontrar a la niña que estaba destinada a ser mi hija.

En mis muchas visitas a la tienda Saks Fifth Avenue de Nueva York a lo largo de los años me he comprado innumerables pares de zapatos que mejoraron mi estado de ánimo, vestidos que (a veces) favorecieron mi figura y muchísimos cosméticos que esperaba me hicieran ver más lozana y bonita. Pero una tarde de octubre de 2002 salí del establecimiento con algo más valioso que cualquier cosa que el dinero pueda comprar. Encontré esperanza en el lugar más insospechado luego de sentirme desesperada durante meses, gracias a una mujer que decidió entablar una conversación conmigo en la cafetería de la tienda.

Estaba pasando por un periodo muy doloroso. En poco más de dos años de casada había sufrido tres abortos espontáneos y, a mis 42 años de edad, ya me estaba haciendo a la idea de que nunca tendría un hijo. Mientras que antes nunca pensé mucho en ser mamá, ahora no podía pensar en otra cosa. Mi esposo y yo habíamos vivido 10 años juntos antes de que decidiéramos casarnos, porque ninguno de los dos tenía prisa por hacerlo. El matrimonio de mis padres había terminado desastrosamente, dejando a mamá con la salud mermada y una situación económica crítica. Tras su muerte, pocos años después, me propuse conservar mi independencia y me entregué a mi trabajo como asesora independiente de mercadotecnia y escritora en ciernes. Tener hijos no estaba en mis planes.

Poco antes de cumplir 40 años, por primera vez empecé a fijarme en los bebés y en sus felices y sonrientes madres dondequiera que iba. Me habría gustado hablar con mi mamá acerca del anhelo, el dolor y la confusión que estaba experimentando.

El día de mi visita a la tienda había estado caminando como sonámbula por toda la ciudad, de una cita con clientes a otra, mientras una voz interior me decía: “Ya es muy tarde. ¡Perdiste tu oportunidad de ser mamá! Querías un empleo que te absorbiera totalmente, y ahora lo tienes”. Entonces, una ligera niebla se convirtió en chubasco.Perfecto, pensé. Nada mejor para mi estado de ánimo. Faltaba una hora para mi siguiente cita, así que entré a Saks con la esperanza de distraerme comprando algo. Al ver que los aparadores de poco servían para levantarme el ánimo, decidí ir a la cafetería del noveno piso.

Una mujer de edad madura que llevaba un collar de perlas y vestía con un elegante traje sastre estaba sentada a un par de bancos de distancia de mí, en la barra semivacía.

—¿Le gustaría ver una foto de mi hija? —me preguntó de repente.

—Claro —repuse, no muy segura de por qué me sentí interesada en ver esa imagen.

La mujer extendió el brazo y me entregó una foto de una sonriente niña de ojos rasgados. Tenía unos siete años y estaba disfrazada como Blancanieves.

—Se llama Melanie, es china y cursa el primer grado —me dijo, con evidente orgullo en la voz.

—Es muy bonita —comenté—. Me encanta su disfraz. 

Mientras comíamos nuestras ensaladas, me contó que se sentía exhausta porque se había pasado media noche en vela a causa de una preocupación: enterarse de que algunos chicos de la escuela de su hija se habían burlado del “olor chistoso” de los bocadillos chinos que la niña llevaba para almorzar. Me explicó que consideraba un deber enseñarle a su hija las costumbres chinas y mantener los lazos con su herencia cultural.

—¿Qué la hizo decidir adoptarla? —le pregunté, deseando que no me considerara una entrometida.

—No quería que el trabajo fuera lo único en mi vida —contestó.

No sé si vio que estaba a punto de llorar cuando le dije: 

—Yo tampoco quiero eso, pero me temo que ya es demasiado tarde. 

—Yo tenía 51 años cuando adopté a Melanie —comentó con un tono de  voz que me inspiró tranquilidad—, y es lo más satisfactorio y emocionante que he hecho jamás. 

Cuando llegaron nuestras cuentas, me dio su tarjeta de presentación y finalmente supe cómo se llamaba. En ese instante vi en su rostro una versión más plena de mí misma. Jill Totenberg era consultora de relaciones públicas y una amorosa y feliz madre adoptiva. Entonces me pregunté si yo podría esperar tener alguna vez una vida como la de ella.

Esa noche soñé con mi mamá y recordé que alguna vez ella había querido adoptar un niño vietnamita, pero mi papá no estuvo de acuerdo. Era la primera vez que se me aparecía en un sueño. Cuando desperté supe que podía ser madre, e iba a serlo. También sabía cómo iba a suceder.

Varios días después, mientras nos dirigíamos a una cena, le dije a mi esposo que estaba pensando en adoptar una niña china.

—Contigo me basta —respondió—, pero si quieres que averigüemos más al respecto, lo haremos.

A principios de 2003 nos registramos en una agencia de adopciones y empezamos un “embarazo de trámites” de 18 meses. Durante ese lapso me mantuve en contacto con Jill, a la que enviaba mensajes electrónicos de vez en cuando. Le prometí ir a visitarla para conocer a su hija, pero, como ocurre a menudo, la vida no me concedió ese deseo. Con todo, la imagen de la niña disfrazada de Blancanieves y su madre siempre estuvieron en mis pensamientos.

En noviembre de 2005, cuando mi esposo y yo regresamos de China con Madeline Jing-Mei, nuestra hija de nueve meses de edad, Jill fue una de las primeras personas a las que les di la noticia por correo electrónico. “¡Lo hice!”, le escribí. “¡Ya soy mamá, y la bebé está preciosa!”

“¡Felicidades, Diane!”, respondió ella. “Acabas de empezar la mayor aventura de tu vida”. 

Hace poco nos reconectamos en Facebook, y le dije que conocerla fue el encuentro más importante que he tenido con un extraño. 

“No puedo imaginar mi vida sin Madeline”, le conté. “Es la niña más risueña del mundo, y yo la adoro. Nunca habría pensado en adoptar un bebé chino si no te hubiera conocido aquel día. Me cambiaste la vida”. 

“No, sólo estabas lista para escuchar lo que tenía que decirte”, repuso Jill. “Así estaba escrito”.

 

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