Reseña de Las bolas de Cavendish
El hombre (y la mujer también, no faltaba más) tuvo que haber comenzado a descubrir los mecanismos del mundo que lo rodeaba.
Por obligación y urgencia, pero después por curiosidad. Ante lo ininteligible, se hacía preguntas que buscaba responder de la mejor manera posible considerando los medios a su alcance.
Así es como empezó a generar conocimiento o, por lo menos, explicaciones para despejar la confusión que le despertaba todo aquello que le acontecía.
Conforme vivía y tenía nuevas experiencias, aquello que daba por sentado dejaba de ser un modelo funcional, surgían fallas que había que subsanar, nuevas interrogantes por resolver. Esto permitió mejorar las bases que ya había sentado, cuando no desecharlas, para empezar con mejores.
Por eso, dudar de lo que damos por hecho, la postura del escéptico, desde siempre ha servido para que la ciencia avance. Y esto lo sabe de sobra el profesor de la Universidad de Antoquia cuyas palabras atiborran las páginas de este singular libro.
Nos enteramos de su disertación en lo que parecen ser varias sesiones de una cátedra impartida en medio del júbilo que existe en la comunidad por haber figurado en el número 1,550 de la clasificación de las universidades del mundo.
El docente enseña la ciencia de la imposturología, que da la impresión de consistir en renegar de todo lo que se sabe sobre la física y el universo en un afán de demolerlo por completo, más que en no tomar postura alguna, como se pensaría.
Puede que despotricar sea el verbo que mejor describa lo que hace este ponente cada vez que se para en el aula frente a sus alumnos, pero hay que ver con cuánta elocuencia lo hace.
No escatima recurso alguno con tal de demostrar lo absurdo de todo aquello contra lo que arremete; tampoco duda en citar párrafos enteros de los tratados elementales de la física en sus idiomas originales (latín, italiano, inglés, francés y griego, siempre seguidos de su traducción, por suerte) para después despedazarlos con un razonamiento que se muestra más retórico que científico; “simple cuestión de palabras”, como le reprocha un estudiante.
Sin embargo, el lenguaje no es un asunto menor para el catedrático, pues él afirma que “en la palabra está el hombre” y más tarde agrega que “Si privamos al Homo sapiens de la palabra, lo convertimos en el Simius mutus, el simio mudo, y le quitamos su máxima ventaja evolutiva, la mentira” (página 93), contra la que, en apariencia, libra una batalla sin cuartel.
Nadie ni nada se salva de su despiadada imposturología: ni Sir Isaac Newton ni Einstein ni la gravedad ni la velocidad de la luz. Esta postura tan beligerante hasta resulta encantadora por la estrategia que persigue: arrastrar todo a un nivel más terrenal.
Y, entre tanta ironía, dice una frase que quizá resume a la perfección su actitud hacia la especie: “a mí no me escandalizan la estupidez y la ignorancia humanas. Las he dado siempre por descontadas” (página 127).
Las bolas de Cavendish resulta ser un texto original e interesante, pues si bien se presenta como un ensayo, el estilo desenfadado y disperso de su desarrollo lo acerca más a una diatriba, aunque también tiene una diminuta trama narrativa.
Puede que, a ratos, el lector lo tome por uno de esos locos que predican su verdad sobre el mundo y que, al hacerlo, siembran cierta duda en su audiencia, incluso contra su voluntad.
No es un libro sencillo, pero es provocador y quienes logren abrirse camino entre sus páginas encontrarán cierta satisfacción al ponerse del lado de la incertidumbre, pues “Lo único seguro es la vida. Otra cosa es que sea una desgracia” (página 123).