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La fiesta más alegre de España

Una vez al año, un millón de peregrinos se reúnen en el pueblo de El Rocío para participar.

Ana Gómez Mendoza se recoge el largo vestido de lunares para subir a la parte trasera del coche de caballos. A sus 44 años, esta ex gerente de una empresa constructora parece lo bastante fuerte para lazar corceles, aun enfundada en su ceñido atuendo lila y blanco.

Me siento frente a ella, ataviada con un vestido rojo de volantes. El sol de la mañana aún no calienta. En el pinar donde nos encontramos, los hombres están recogiendo las tiendas y preparando los caballos. El arenoso camino pronto se llena de carruajes y coches repletos de peregrinos: mujeres con vestidos flamencos, hombres con finos trajes grises de jinete y sombreros de ala ancha, y niños que también usan prendas tradicionales. Todos saludan a Ana (“¡Hola, guapísima!”), y los jinetes beben botellines de cerveza y menean la mano al pasar. Son las 8 de la mañana.

—Ésta es mi gente —dice Ana, lanzando besos al aire; luego se vuelve hacia mí y con una sonrisa pícara me pregunta—: ¿Quieres té o cerveza?

Estoy a punto de pedir té, pero veo que Ana está vaciando un litro de ginebra dentro de una tetera abollada. Le agrega un poco de refresco de limón y vierte una generosa cantidad en un vaso de plástico.

—Venga, niña —me dice con su marcado acento andaluz mientras me pasa la bebida—. Estás aquí para viajar con nosotros.

La Romería del Rocío es la peregrinación religiosa más grande de España; convoca a habitantes de todo el país al poblado de El Rocío, Huelva. La mayor parte del año, en esta localidad del sur de Andalucía se ve muy poca gente, pero a finales de mayo o principios de junio congrega a casi un millón de peregrinos, quienes acuden allí a rendir homenaje a la Virgen del Rocío, una efigie sagrada de la Virgen María. Según una leyenda, la figura fue hallada en un tronco de árbol en el siglo XV, y desde entonces se le venera. La tradición de hacer una visita anual a El Rocío para celebrar se remonta al menos al siglo XI.

La mayoría de los peregrinos viajan en hermandades, grandes grupos provenientes de una ciudad o barrio que comen, beben y desfilan juntos. Cada uno lleva su propia efigie de la Virgen dentro de un elaborado santuario tirado por bueyes. Los peregrinos suelen empezar el viaje a media semana, llegan a El Rocío el viernes y celebran hasta la noche del domingo. El fin de semana llega a su clímax al amanecer del lunes, cuando los hombres se disputan el honor de llevar a la Virgen del Rocío por el poblado para que salude a las efigies de las hermandades. Si bien es una celebración religiosa, son días de abundante licor, alegría y una saludable dosis de lascivia (se rumora que todos los años, nueve meses después de la Romería del Rocío, hay una explosión de nacimientos en las tierras andaluzas).

Como extranjera y peregrina novata, creo que honrar al mayor símbolo de pureza del catolicismo con lo que parece ser la fiesta más alocada de España parece una gran contradicción. Sin embargo, nadie aquí parece preocupado, así que bebo mi “té” y me sumerjo en una animada celebración con el improbable objetivo de realizar un acto sagrado de adoración al final del trayecto.

“La mujer más famosa en El Rocío es la Virgen”, dice Jaime Guadiaga Domínguez, un sevillano de mejillas sonrosadas. Estamos viajando con La Hermandad de la Macarena, un grupo integrado por unos 815 peregrinos de un barrio del centro de Sevilla. Ellos recorren en tres días los 64 kilómetros que separan a su ciudad de El Rocío, y Jaime pasa casi todo el trayecto en el carruaje de Ana. “Pero la segunda más famosa es Ana”, añade, riéndose. Ana sólo sonríe, y luego comienza a cantar: “He pasado un año esperando este momento…”

En efecto, ha pasado los últimos 12 meses cosiendo ropa para esta semana de celebración, planificando elaborados platos para compartir con la hermandad y preparando sus animales para la travesía. Su coche de caballos para ocho personas es modesto comparado con otros. Un grupo de al menos 20 personas pasa junto al de Ana en una “jardinera”, una plataforma rodante equipada con una mesa larga y bancas tirada por un tractor. Están devorando un exquisito surtido de quesos, fiambres y aceitunas, y brindando felices. Un hombre me ofrece un botellín, y lo tomo a regañadientes; si no me ven con un trago en la mano, en menos de tres segundos alguien me dará uno.

Viajamos por varias horas, y en las paradas los amigos de Ana suben y bajan del coche. Al toparnos con un hombre mayor que usa un sombrero de paja, Ana le grita:

—¡Pepe, sube aquí!

—¡No! Prometí que iría a pie todo el camino —responde Pepe, pero de todas maneras sube al coche.

Hombre de cabello cano y brillantes ojos azules, de 70 años, Pepe dice con orgullo que es el cohetero, el encargado de lanzar bengalas para avisar de nuestro paso a los diversos poblados. Nos muestra su lanzabengalas, con calcomanías religiosas en las cachas. De pronto alguien pide agua.

—El agua es para lavarse, ¡y para los caballos! —contesta Ana.

Hacia el mediodía, al acercarnos al río Quema, la procesión avanza más despacio. La mayoría de las 140 hermandades cruzarán el amplio arroyo y se detendrán a saludar a sus efigies. Los peregrinos empiezan a vadear con los vestidos y las perneras recogidos. Pronto, cientos de personas rodean el carro que lleva la pequeña estatua de la Virgen de la Macarena. La multitud guarda silencio. Una mujer mayor alza los brazos y empieza a entonar un fervoroso cántico. Parejas de mujeres se ponen a bailar en el agua, salpicando, sonriendo y moviendo las manos en alto con elegancia.

Una vez que vuelve el silencio, un hombre a caballo se acerca a la Virgen, se coloca frente a ella, se quita el sombrero y exclama:

—¡Viva la Virgen de la Macarena!

—¡Viva! —responde la muchedumbre al unísono.

La gente empieza a caminar otra vez, pero Ana aparta el coche de la fila, le dice a Jaime que tome una taza y a voz en cuello anuncia:

—¡Lia es nueva aquí, amigos, y necesita ser bautizada!

Me meto en el río, y Jaime se coloca frente a mí.

—¡Yo te bautizo, Lia, duquesa de los linces y los conejos! —dice, muerto de risa, y entonces vierte agua helada del río sobre mi piel sudorosa.

—¡Ya eres Rociera! —me dice Ana.

De nuevo pienso que los peregrinos aplican las normas de la Iglesia con mucha liberalidad. No soy católica, pero me reciben con alegría cuando salgo del río para reanudar la marcha. Nos encontramos en la Doñana, la reserva natural más grande de Europa occidental. El camino está flanqueado por altísimos pinos, y a través de ellos vemos a un hombre mayor inclinado sobre un caldero enorme y humeante. Ana se acerca para saludarlo.

—Me llamo Rafael —dice él sonriendo, y entonces levanta la tapa para mostrarnos su creación: olla falsa, un plato tradicional andaluz hecho con garbanzos (arvejas), ajo y laurel.

Rafael está esperando a algunos amigos, pero nos invita a almorzar. “Esto no es la Romería”, dice, mientras reparte el guiso en tazones. “Antes, todo era más real. Veníamos sin preparación, dormíamos bajo las estrellas”. Es cierto. Ahora, casi todos los peregrinos llegan en remolques especiales a los que llaman “carriolas”, tirados por tractores gigantes y provistos de dormitorios, cocina y ducha; estas enormes masas de metal se mezclan con los caballos y obstruyen el sendero.

Entrada la noche, el zumbido de los generadores eléctricos de las carriolas sofoca los cantos de Ana y sus amigos, si bien a ellos no parece molestarles. “La vida evoluciona”, dice Pilar, una integrante de nuestro grupo. Arrastro mi colchón inflable, el mosquitero y la bolsa de dormir hasta apartarme del campamento, y me duermo en un santiamén.

Al otro día, cuando me levanto, les digo a Ana y a sus amigos que ya pueden asignar mi lugar en el coche a otra persona. Hoy es el último día del viaje, y decido seguir como lo hicieron los primeros peregrinos: a pie.

Horas después, el sol cae a plomo y un viento incesante levanta el polvo del camino. De pronto vemos aparecer un ancho puente y, más allá, las orillas de El Rocío. La vista es fascinante. Las polvorientas calles, por lo común silenciosas, se llenan de carros y jinetes, vendedores de pan y hielo provistos de altavoces, mujeres y hombres charlando en las esquinas, vestidos con ropa colorida. Las calles están flanqueadas por casas de muros blancos, y en cada patio delantero se celebra una fiesta bulliciosa.

Soy testigo de muchos encuentros inesperados, amigos que se abrazan llenos de alegría tras un largo año de no verse. Por todas partes veo platones de camarones blanqueados y botellas de manzanilla, un fuerte vino de la región. Todos han esperado un año este fin de semana, y su determinación de disfrutarlo al máximo salta a la vista.

El viernes y el sábado son pura fiesta. La noche del domingo llega en un instante, y yo misma me invito a la casa alquilada de una contadora sevillana llamada Sophia. Éste es su tercer año en El Rocío, y ella y 30 amigos duermen aquí en literas. En todos los rincones hay sombreros y vestidos con volantes. “Estaba todo mucho más ordenado el primer día”, dice Sophia, con la risa ronca de la manzanilla. Me muestra un retrato de la Virgen del Rocío que tiene en el pasillo, rodeado de velas encendidas. Aun en medio de la alegre fiesta los rostros se ponen serios al pasar frente a la imagen.

“Venimos a El Rocío ante todo para ver a la Virgen”, dice Sophia sin reír; luego, sus ojos brillan. “Después, nos reunimos para comer, beber y convivir durante una semana”.

Vamos afuera, donde sus amigos se han apretujado en la pequeña terraza. Enormes bandejas de manjares caseros comienzan a llegar de la cocina: croquetas de jamón serrano, tazones de caracoles cocidos al vapor en caldo con hinojo y menta, y lonchas de cerdo sazonadas con ajo.

Ya es la medianoche del domingo, así que, con mi bebida en la mano, me abro paso entre la multitud que ha atiborrado la espaciosa plaza principal del pueblo para hacer lo que todos han venido a hacer aquí: ver la efigie de la Virgen. Pero esto no es algo que uno consiga con sólo desearlo. Me quedo de pie entre decenas de miles de personas durante más de tres horas. Vemos cómo cada hermandad, una tras otra, desfila solemnemente frente a las puertas abiertas de la iluminada iglesia de fachada blanca. Apenas veo el interior, pero, si entrecierro los ojos, alcanzo a divisar el altar dorado frente al cual se encuentra la figura sagrada.

Finalmente, la hermandad local de Almonte se acerca a las puertas y, sin mediar aviso, cientos de hombres comienzan a forcejear rabiosamente por el honor de cargar con la estatua. Al cabo de unos 15 minutos de lucha encarnizada, un grupo consigue sacar a la Virgen del mar de brazos que se sacuden a su alrededor y emerge victorioso llevando las parihuelas entre el gentío. Hombres mayores se echan a llorar, y se ven mujeres abriéndose paso hacia la efigie con sus bebés en los brazos, que extienden con desesperación a fin de que la luz sanadora de la Virgen inunde a sus hijos. Tiene sentido que la semana culmine de esta forma: El Rocío convertido en una muchedumbre en movimiento, llorando de alegría y rezando por la salvación de sus almas.

La mañana del lunes encuentro a Ana y a sus amigos subiendo maletas al coche de caballos, preparándose para partir al día siguiente. Como todos los demás en el pueblo, están hablando de la Virgen. “No tratamos de acercarnos a ella, pero, de alguna manera, ella se acerca a nosotros”, afirma Pilar, quien repentinamente se transforma en una niña mientras describe lo que ha vivido. “Es un momento de inmensa felicidad, unos instantes muy bellos. Ése es el motivo por el que hacemos este viaje”.

Todos los que han venido a ver a la Virgen dicen lo mismo. Sin embargo, esta semana he visto cosas —como la adoración de la gente por Ana en cada tramo de la travesía, la absoluta generosidad de Rafael con los extraños, cómo Sophia y sus amigos se cuidaban unos a otros— que demuestran que la Romería del Rocío es mucho más que eso. Es una celebración de la vida, que perdura incluso en estos tiempos de grandes dificultades para el país, en la que todos son bienvenidos, siempre y cuando estén dispuestos a levantar una copa y brindar por la Virgen María.

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