Un regalo desempolvó recuerdos olvidados.

Mi hijo estaba a punto de cumplir 10 años. Seguía dándome la mano algunas veces, cuando salíamos juntos, pero me la soltaba si nos encontrábamos con otros niños, especialmente si eran chicas. Esa tarde de invierno habíamos recorrido las calles parisinas completamente iluminadas por luces navideñas. Con la nieve sucia bajo nuestros pies, nos detuvimos ante el escaparate de una tienda musical; tenía su manita en mis manos.

Observamos las guitarras que brillaban en sus pedestales. Con sus largos cuellos adornados de oropel parecían avestruces decoradas con un lazo (algunas personas no respetan ni a los instrumentos musicales ni a los animales). Esas criaturas de aspecto patético fueron excluidas enseguida; mi hijo soñaba con una guitarra salvaje a la que pudiera domesticar. Entramos a la tienda.

Tiempo atrás, cuando él apenas iba a cumplir un año, solíamos cantarle unas cuantas notas todas las mañanas para ver si estaba despierto. Digo “nosotros”, pero más bien fue su madre, con su bella voz de cantante. El bebé respondía con la misma tonada. Se convirtió en un juego cambiar la melodía, hacerla cada vez más compleja y escuchar cómo la repetía inmediatamente antes de romper a reír. Era su manera de decir “¡Otra vez! ¡Otra vez!”.

Cuando creció, le preguntábamos de vez en cuando si quería aprender a tocar un instrumento. A nosotros, al ser músicos, nos parecía de lo más natural, particularmente dado su talento evidente, y lo digo con la mayor objetividad posible, teniendo en cuenta que soy su padre. Él solía responder con un no, alto y claro. Cuando le pregunté por qué, me dijo que no quería “acabar viéndose obligado a tocar ante 300 personas”.

Había asistido a muchas de nuestras presentaciones. Me preguntaba si se había sentido decepcionado por los espectáculos cuando eran malos, si el pánico escénico era contagioso o si su hipersensibilidad significaba que se había desalentado al vernos pasar por ello. ¿O sería que las escalas, los ejercicios de solfeo y los ensayos eran para él una ocupación de adultos, una forma de ganarse la vida? ¿O tenía algún otro buen motivo que sería inútil intentar explicar a alguien con el limitado entendimiento de un adulto?

Por suerte, tenía un pequeño compañero en la escuela que tomaba clases de piano y tocaba “La pantera rosa” divinamente. Mi hijo la aprendió de inmediato y, por primera vez, notó que en la casa había un piano. Durante muchas semanas tocó la melodía en todos los tonos y teclas posibles, con la cabeza inclinada y los ojos cerrados… 

Un día, para nuestro alivio, quizá porque había agotado todas las variaciones posibles, dijo sin rodeos:

—Quiero aprender a tocar un instrumento musical.

—Bien —dijimos, sin chistar, antes de que cambiara de opinión.

—¿Entonces quieres aprender a tocar el piano?

—No, la guitarra.

—¿Como papá?

—No —contestó, con cierto desdén.

—Entonces, ¿por qué?

—Porque me gusta el contacto físico con el instrumento.

Su madre y yo nos miramos. No estábamos acostumbrados a que hablara con ese nivel de lenguaje. No dijo nada más ese día, pero esperábamos haberlo entendido. Le compré una guitarra y lo inscribimos en una escuela de música porque nos lo pidió.

Aunque apreciaba a los guitarristas clásicos Fernando Sor y Heitor Villa-Lobos, era normal que pronto quisiera interpretar música más de su gusto en una guitarra elegida por él mismo, con la cual pudiera desarrollar un “contacto físico” perfecto. Fue al ir en busca de este instrumento ideal cuando entramos a la tienda musical aquella Nochebuena.

Un vendedor nos saludó como si estuviera haciéndonos el favor de atendernos entre una gira de los Rolling Stones y una sesión con Charlie Parker. Solo dirigió sus explicaciones a mí, como titular de la tarjeta de crédito. Con un gesto lo remití a mi hijo, que era el verdadero cliente.

El dependiente interpretó eso como que yo no tenía ni idea de guitarras, y, obviamente, mi hijo tampoco.

Sacó una guitarra que era “excelente para solos”, según dijo; luego otra con incrustaciones de nácar, y después todas las guitarras absurdamente caras que no había podido vender. Mi hijo no veía nada que le gustara. Era demasiado tímido para tocar frente a extraños. “¿Puedo buscar una yo solo?”, preguntó. El vendedor, harto de mocosos que se enredaban tanto, lo dejó adentrarse en las profundidades de la tienda.

Mientras esperaba, pensé en mi primera guitarra. Me hubiera gustado que mi padre me acompañara a la tienda, pero él decidió que fuera a elegirla con el hijo de nuestros vecinos. Se llamaba Michel. Sus padres estaban desesperados porque quería dejar de estudiar medicina y convertirse en guitarrista, y él estaba tan confundido que no sabía qué hacer.

Mi padre había ayudado a Michel a hacer realidad su pasión, y también intervino para tranquilizar a su familia. Fue estupendo que hiciera eso, admirable. Pero yo tenía clara una cosa: papá nunca me habría dejado abandonar mis estudios para seguir a mi corazón. Yo odiaba a Michel y le tenía una envidia tremenda.

Llegué 15 minutos tarde a la cita con él para comprar el instrumento. Ya se había ido; probablemente ni siquiera acudió. ¡No pensaba marcharme con las manos vacías! Elegí mi guitarra yo solo. Cuando llegué a casa me regañaron. ¿Quién creía que era? Se trataba de una guitarra pequeña y barata, para principiantes. Me había enamorado desde la primera nota. Sonaba de maravilla.

Mi hijo volvió con una guitarra acústica. Definitivamente era la adecuada. El vendedor intentó convencerlo de que se llevara una más cara con una rápida demostración. Tuvimos que aguantarnos la risa cuando destrozó la introducción de “Stairway to Heaven”. Entonces mi hijo dijo: “¡Vamos, papá!”.

El vendedor llevó la guitarra al mostrador. Mi hijo eligió unas cuantas notas y pegó la oreja al cuerpo del instrumento. Hizo una mueca.

—Esta no es la que escogí.

—Sí, es el mismo modelo —aseguró el vendedor.

—No es la que eligió —repuse.

El vendedor volvió al almacén y regresó con la guitarra. Mi hijo tocó unas cuantas notas. Me sonrió.

El día de Navidad tomó su guitarra del árbol, la desenvolvió y se la dio rápidamente a mi padre, ansioso por oír su veredicto. Con la solemne intensidad de un experto, su abuelo tocó algunos arpegios lentos y largos.

—La guitarra suena de maravilla.

—¡La elegí yo mismo! —dijo mi hijo.

—Bien hecho, pequeñín, estoy orgulloso de ti —contestó mi padre.

Nos fuimos a la mesa para disfrutar de la cena de Navidad. Ese año el pavo nos supo mejor que nunca.

Juan Carlos Ramirez

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