La increíble historia de cómo tu suéter termina en el salero
Los textiles sintéticos como el poliéster producen fibras muy pequeñas que forman parte de los contaminantes conocidos como microplásticos.
Los textiles sintéticos como el poliéster producen, a partir de su desgaste, fibras muy pequeñas que forman parte de los contaminantes conocidos como microplásticos. Su creciente presencia en el ambiente se debe al intenso uso de tejidos sintéticos y a que estos no se biodegradan con facilidad. Debido a que pasan a través de las cadenas alimentarias, posiblemente estén llegando a nosotros cuando consumimos productos del mar.
El capitán Charles Moore nunca previó lo que encontraría en el verano de 1997 cuando, a la mitad de su viaje de Honolulú a Los Ángeles, se aventuró a pasar por el vórtice subtropical del Pacífico norte. Pescadores y marineros evitan esa zona remota debido a que ahí no hay pesca abundante ni viento suficiente que impulse las embarcaciones.
Pero el curtido marinero se asombró al no encontrar la vastedad prístina del océano, sino plástico por doquier sin importar la hora a la que mirara. Una semana le tomó atravesar ese basurero flotante y, según sus propias palabras, durante todo ese tiempo no avistó claros: solo botellas, envoltorios, contenedores, bolsas y pañales, que parecían no tener fin.
Peor aún, por toda la columna de agua, desde la superficie hasta las profundidades visibles, flotaban minúsculos fragmentos de plástico. El capitán Moore estimó que la zona, ahora conocida como “la gran mancha de basura del Pacífico norte”, tenía más o menos el tamaño del estado de Texas.
A la postre se reportaron otros cuatro vórtices en los que las corrientes oceánicas concentran los plásticos provenientes de lejanos centros urbanos. En estos lugares la vida silvestre sufre por la presencia de todos esos residuos, que modifican el hábitat y pueden incluso causar su muerte si, por ejemplo, se ingieren en exceso.
Recientemente, en julio de 2017, el capitán Moore anunció el hallazgo de otra mancha de basura, esta vez en el Pacífico sur. La nueva mácula tiene una extensión igual a la de México, lo cual parece indicar que estos basureros flotantes seguirán creciendo y multiplicándose en el futuro.
Dicha proliferación se debe a las enormes cantidades de plástico que se producen en el mundo (más de 322 millones de toneladas en 2015) y a su resistencia a la degradación, lo cual permite que prácticamente todo el material que se ha sintetizado en la historia siga viajando por el ambiente.
Se estima que el océano contiene cerca de 80 millones de toneladas de basura plástica, a las que se agregan 10 millones de toneladas cada año. A semejante ritmo, la proporción de plástico en los océanos podría igualar a la de los peces en 2050. ¿Cómo llega ahí? Por pérdidas en los sistemas de recolección y confinamiento residual, por operaciones de pesca, por vertidos ilegales, por escurrimientos de agua procedentes de las ciudades o por desastres naturales.
Los hallazgos del capitán Moore también señalaron la relevancia de un contaminante al que no se le había prestado la atención debida: los microplásticos. Se trata de trocitos de plástico con una dimensión máxima de 5 milímetros, aunque en su mayor parte son partículas incluso más pequeñas, como el punto que encontrarás al final de esta oración.
Los microplásticos pueden clasificarse en dos grupos según su origen. Los primarios son partículas fabricadas originalmente con un tamaño pequeño y, luego, incorporadas a formulaciones comerciales, sobre todo cosméticas. Estas “microesferas” se añaden como exfoliantes a jabones, cremas y dentífricos, o bien a pinturas y recubrimientos con la intención de dar color y textura.
En tanto, los secundarios se generan a partir de la fractura de los plásticos desechados en el ambiente y son mucho más cuantiosos que los primarios. No obstante que los plásticos convencionales no se biodegradan, sí se debilitan y fragmentan por la acción de la luz solar y otros factores ambientales (por ejemplo, el oleaje en alta mar).
Entre más tiempo permanezca un objeto de esta índole en el ambiente, más se fragmentará en trozos pequeños, que aun así persistirán por larguísimos periodos.
La reducida magnitud de estos propicia que una gran variedad de organismos acuáticos los acabe ingiriendo; asimismo, los trocitos van pasando a través de las cadenas alimentarias. Además, resultan difíciles de detectar y de medir, y es prácticamente imposible retirarlos de los océanos con los medios tecnológicos disponibles en la actualidad.
Adicionalmente, aunque se les asocia más con el entorno oceánico, su presencia en los cuerpos acuáticos continentales empieza a documentarse de forma habitual. Por las razones antes mencionadas, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente ya los considera como un problema emergente de importancia mundial.
La variante textil es la más común; se estima que representa a más del 85 por ciento de dichas partículas en los océanos y alrededor de 70 por ciento de las que se encuentran en los Grandes Lagos de Norteamérica. Son residuos con forma de hilos alargados, con un ancho promedio de 30 micras y una longitud hasta 200 veces mayor. Provienen del desgaste de las fibras sintéticas como el poliéster o el nailon y, por lo tanto, se clasifican como microplásticos secundarios.
La razón de que sean tan abundantes es, sin duda, la enorme cantidad de fibras sintéticas que se fabrican en el planeta, que no ha dejado de aumentar desde que en 1938 se patentó la primera de ellas: el nailon. Este material es una poliamida, al igual que la lana o la seda; de hecho, el químico que la inventó, de la empresa Dupont, buscaba emular sus características.
El versátil material se usó primero para fabricar cerdas de cepillos dentales y medias femeninas; después, durante la Segunda Guerra Mundial, se reservó para fines bélicos, como la manufactura de cuerdas y paracaídas.
En 1950 un grupo de científicos de la compañía británica ICI (Imperial Chemical Industries) inventó el poliéster, que desde 2002 domina el mercado de las fibras textiles. Para producirlo se hacen reaccionar dos derivados del petróleo, el ácido tereftálico y el etilenglicol, a alta temperatura.
La mezcla viscosa que resulta, y cuyo nombre químico es tereftalato de polietileno (PET, por sus siglas en inglés), puede emplearse para hacer fibras (como la de ICI) o bien envases desechables de bebidas. En la década de 1980 se desarrolló un procedimiento para reciclar estos recipientes y transformarlos en poliéster; de este modo, una parte de la lana sintética (sí, ese tejido suave, ligero y abrigador que encuentras en tus suéteres, piyamas y chaquetas) se fabrica con una mezcla de materia virgen y reciclada.
Las fibras sintéticas representan 60 por ciento de la producción mundial (el poliéster constituye el 50 por ciento del total), seguidas por el algodón (30 por ciento) y las fibras varias (como la lana y las de origen natural procesadas químicamente, como el rayón, que suponen el 10 por ciento restante).
En 2014 se fabricaron 70 millones de toneladas de textiles, que se convirtieron en 400,000 kilómetros cuadrados de telas (casi suficientes para cubrir todo Paraguay). Aunque hoy el nailon se produce en menor cantidad que el poliéster, aún tiene nichos de mercado específicos: la manufactura de alfombras, piezas de automóviles, redes de pesca, bolsas de aire, cuerdas de guitarra e incluso a fin de seguir produciendo cerdas de cepillos de dientes.
Entonces, los microplásticos textiles que ahora encontramos en el ambiente se desprenden de estos tejidos sintéticos, en particular del poliéster. En un inicio se pensó que se separaban principalmente durante el lavado de las prendas, y algunos estudios parecían confirmarlo.
Una de las primeras investigaciones determinó que una sola pieza podía despedir más de 1,900 filamentos por lavado y se llegó a la conclusión de que el agua de enjuague de las lavadoras era la fuente más importante de microplásticos textiles contaminantes. Lo anterior implicaba también que las plantas de tratamiento de aguas residuales no eran muy eficaces cuando de removerlos se trataba, puesto que se encontraban en enormes cantidades en el medio acuático.
Pero los últimos estudios han determinado que un número considerable de plantas de tratamiento municipales tiene la capacidad de eliminar hasta 96 por ciento de las micropartículas textiles contenidas en las aguas residuales. Si este dato se confirma, significa que deben existir otras vías de llegada de los diminutos residuos al ambiente además de la ruta lavadora → agua residual doméstica → plantas de tratamiento → ríos → océanos.
La fuente que empieza a señalarse es la desintegración “en seco”, producto del uso cotidiano de la ropa y su exposición a factores ambientales. Cada doblez y rozadura de los tejidos —artificiales o no— contra otro material puede desprender fibras, como bien lo saben los expertos en ciencia forense o cualquiera que haya limpiado su clóset.
Las partículas desprendidas se dispersan de manera aleatoria, en función de su volumen y densidad, y se depositan sobre amplias superficies en ambientes cerrados o abiertos.
Un estudio reciente realizado en París encontró que podían depositarse, desde la atmósfera, entre 2 y 355 partículas por metro cuadrado al día. Casi la totalidad de estas, que fueron transportadas por los vientos o la lluvia, eran fibras textiles y, aunque la mitad de ellas eran naturales, los autores de la investigación estimaron que la aglomeración parisina podía estar recibiendo entre 3 y 10 toneladas anuales de microcontaminantes textiles cortesía de dicho mecanismo.
Con el paso del tiempo, el uso de los textiles sintéticos por parte de millones de personas y la dispersión por vía acuática y atmosférica de las fibras despedidas, constituirían una consecuencia ambiental más de nuestro estilo de vida, en particular de nuestras elecciones de consumo; algo así como una estela que delataría nuestro paso como homínidos (vestidos) por el planeta.
Las fibras textiles provocan consecuencias ambientales semejantes a las de los microplásticos. Debido a su reducido tamaño, una gran variedad de organismos acuáticos puede ingerirlas, lo que también hace posible que pasen a través de las cadenas alimentarias. Sesenta y dos por ciento de las cigalas (Nephrops norvegicus) que un equipo de investigadores recolectó del fiordo de Clyde, en Escocia, contenían microfilamentos que pudieron haber ingerido directamente del agua que las rodeaba o mediante su comida habitual (gusanos y peces).
La ingestión tiene varias consecuencias: por un lado, si bien las micropartículas en cuestión pueden excretarse, también podrían bloquear el tracto digestivo, moverse a otros órganos y acumularse. Su presencia ha sido asociada a necrosis celular, inflamación, laceraciones e incluso asfixia y la muerte.
Por otro lado, en estudios llevados a cabo en anélidos (Arenicola marina) y cangrejos (Carcinus maenas) se observó que la ingesta de los diminutos filamentos disminuyó la cantidad de alimento consumido e hizo que los animales perdieran peso. Dado que los ejemplares observados no disminuyeron su actividad normal, los científicos predijeron su inanición a largo plazo.
También se han documentado los efectos en especies de agua dulce, como los crustáceos Hyalella azteca y Daphnia magna. En otros casos, como en el del anélido Saccocirrus, la deglución de los contaminantes no causó ningún efecto observable por los expertos.
Sin embargo, la presencia cada vez más insidiosa en los organismos marinos que consumimos (sardinas, ostras, almejas y pescado), y hasta en la sal de mesa y el agua embotellada, indica que probablemente los microplásticos textiles estén regresando a nosotros por conducto de nuestra dieta.
Otro aspecto importante es que estos residuos de dimensiones ínfimas pueden ser una fuente de polución. Incluso antes de que se conociera el problema, la industria textil ya era considerada —y con justicia— como una de las más contaminantes. En particular, el procesamiento en húmedo de tejidos requiere de una gran suma de sustancias tóxicas: pesticidas, solventes, colorantes, retardantes de flama, estabilizadores de color, plastificantes y limpiadores.
En un monitoreo de prendas fabricadas por más de 20 compañías, y compradas en 27 países, todos los artículos dieron positivo para etoxilatos de nonilfenol, que se emplean comúnmente como detergentes. Al degradarse, estas sustancias químicas forman nonilfenol, un conocido estrógeno ambiental que interfiere con la función hormonal.
Muchas de las peligrosas fórmulas que se emplean en la manufactura y el acabado de los tejidos se han detectado también en el agua de enjuague que desechan las lavadoras domésticas, lo que demuestra la potencia contaminante de los textiles durante su uso cotidiano.
Asimismo, estas trizas tienen una gran capacidad para absorber (es decir, atraer a su superficie) contaminantes presentes en el agua. Debido a que poseen un área muy grande con relación a su volumen, son como imanes que atraen metales pesados y compuestos hidrófobos [que no absorben el agua] como los pesticidas; de esta manera, los concentran en sus caras (y en las de los microplásticos en general) en proporciones mayores que las del agua circundante.
Conforme el diminuto fragmento “envejece” en el líquido, su porosidad aumenta; esto, a su vez, incrementa su capacidad de atracción y retención de contaminantes tóxicos. Todas estas partículas, tanto las provenientes de los microplásticos textiles como las recogidas del agua, podrían liberarse al ser ingeridas por un pequeño crustáceo marino o por los humanos, lo que aumentaría la carga de sustancias químicas tóxicas —ya de por sí alta— que toleran nuestros cuerpos.
Si bien la industria textil global posee algunas iniciativas para “limpiar” sus procesos y productos, recordemos que estos, por lo general, se manufacturan en países en vías de desarrollo donde la mano de obra es barata y la regulación e inspección gubernamental son deficientes o nulas. Las marcas de la llamada moda rápida pueden elaborar prendas a precios tan bajos y con una calidad tan cuestionable que muchos consumidores las consideran desechables.
Además, como renuevan sus inventarios con una frecuencia semanal o incluso diaria, estas marcas siempre ofrecen algo nuevo a sus principales clientes: las mujeres jóvenes. El resultado es que compramos cada vez más ropa que no necesitamos (ni deseamos) en realidad. Tras una encuesta, se estimó que las mujeres estadounidenses poseían, en promedio, 550 dólares en atuendos que ni siquiera habían estrenado, y que sus clósets crecían al ritmo de una nueva prenda por semana.
Evidentemente, toda esta cantidad de piezas de vestir en algún momento llegará a los basureros o al mercado de ropa de segunda mano, donde la demanda tiende a decrecer. En México, hoy se desechan más de 740,000 toneladas de textiles al año (contra 574,000 toneladas en 2011). Se prevé que la cifra siga aumentando.
Aunque no todo corresponde a las fibras artificiales, estos residuos representan un problema debido al espacio que ocupan y al tiempo que toma su degradación, durante la cual seguirán liberando microplásticos.
Por consiguiente, una de las soluciones más lógicas para resolver este problema es disminuir el consumo de moda rápida y volver a utilizar ropa elaborada a partir de tejidos naturales. Puede que no sea tan barata como la que abunda en los centros comerciales, pero invertir en calidad y durabilidad es una medida sensata de consumo responsable.
Otro recurso podría ser el empleo de unos pequeños artefactos que se colocan en las lavadoras y secadoras a fin de captar los microplásticos textiles e impedir que lleguen hasta los cuerpos acuáticos; estos ya existen en el mercado, al igual que unas bolsas que, al introducir en ellas las prendas sintéticas, logran el mismo objetivo.
También tendrá que revisarse la legislación referente a los insumos del ramo, así como prohibir el uso de ciertos compuestos químicos, como los etoxilatos de nonilfenol, a nivel mundial. Por último, deberemos empezar a considerar a los microplásticos como contaminantes, cuya presencia ambiental hay que prevenir y también controlar con nuevas técnicas de monitoreo y normas que los limiten en nuestros alimentos y fuentes de abastecimiento de agua.