Música, comida, arte, moda… todo vibra y bulle mientras esta espléndida ciudad se transforma.
Pese al sofocante calor del sol de la tarde, las estrechas calles del barrio de Kampong Glam, en Singapur, están muy animadas. Residentes y turistas inundan los bazares, de más de 100 años de antigüedad y repletos de alfombras persas, cestos de mimbre y tapetes de oración. Jóvenes veinteañeros con aspecto de hippies fuman narguiles en cafés al aire libre, o eligen ropa de exhibidores colocados a las puertas de las tiendas, pintadas de amarillo, rojo y púrpura vivos.
He venido al histórico barrio musulmán de Singapur porque es el que encabeza la transformación que está viviendo la ciudad. Antes considerada un desierto cultural, Singapur hoy día experimenta una renovación artística, y Kampong Glam es un imán para la gente creativa. Galerías de arte restauradas, tiendas de moda alternativa, bares y empresas de diseño ofrecen un vibrante ejemplo de lo obsoleta que ha quedado la fama de aburrida de esta ciudad.
La República de Singapur está formada por un grupo de 63 islas situado al sur de la península de Malaca, pero la gran mayoría de su población reside en la isla principal, completamente urbanizada y conectada con Malasia por dos puentes. Esta ciudad-Estado, antigua colonia comercial británica fundada en 1819, figura entre los puertos más activos del mundo, y cuenta con enormes refinerías de petróleo y un centro financiero de importancia internacional. Tiene también inmensos centros comerciales y rascacielos deslumbrantes, pero hasta hace poco se le consideraba una isla estancada en una modernidad ordinaria.
En los últimos 10 años el gobierno local ha invertido más de 1,000 millones de dólares para hacer que, en 2015, Singapur cambie de imagen y se convierta en “la ciudad global de las artes”. Yo he venido aquí a presenciar ese renacimiento cultural.
Empiezo mi expedición en el barrio de Kampong Glam, el cual, según me han dicho, es el centro de reunión de moda de los jóvenes con pretensiones artísticas. Entro a un abarrotado bar de cocteles llamado Bar Stories, cuyas paredes blancas están adornadas con fotos artísticas y un cuadro enorme de un pulpo. La gente discute en voz alta, toma apuntes en cuadernos y teclea en sus computadoras portátiles.
Le pregunto a Keno, la afable empleada que me está preparando una bebida, dónde puedo escuchar música independiente de Singapur.
—Fácil —responde—. Esta noche, en el local de al lado.
Cuando me da la cuenta, aprendo mi primera lección sobre el escenario cultural de Singapur: este concurrido bar no es para artistas en ciernes sin un centavo; el coctel me ha costado 24 dólares estadounidenses.
Antes de ir a escuchar música en vivo, decido visitar una de las atracciones por las que Singapur es merecidamente famosa: sus patios de comida. Almorzar o cenar en estos sencillos establecimientos, cada vez más numerosos, se ha convertido en una especie de culto entre los singapurenses, y existen sitios web dedicados a los mejores locales de sopa o fideos fritos. Me zampo un par de piezas de prata (pan plano y hojaldrado de origen indio) remojadas en dahl picante (curry de lentejas), y las acompaño con un teh tarik (té chai espumoso con leche condensada). Con un costo de 2.50 dólares, esta deliciosa comida compensa con creces lo que pagué por el coctel.
Me encuentro en la calle Haji Lane y, al empezar a anochecer, el barrio despliega una mayor actividad. Pronto, las mesas y las sillas inundan las aceras. Los jóvenes se reúnen a beber cerveza y escuchar a los músicos tocar lo que sea, desde composiciones propias hasta canciones occidentales de moda. Bajo un cielo nublado, resplandeciente por el reflejo de las luces de la ciudad, entre rasgueos de guitarras y risas explosivas, Singapur se muestra llena de vida.
Desde un rompeolas contemplo con admiración la ciudad-Estado, y mi mirada se posa sobre todo en la franja sur del centro histórico, donde el río Singapur desemboca y sus aguas reflejan los esplendorosos edificios.
Detrás de mí, la gente se dirige en tropel hacia lo que quizá sea la prueba más palpable de la cuantiosa inversión de Singapur en el sector artístico: los Teatros en la Bahía, un centro de artes escénicas inaugurado en 2002. Este majestuoso edificio, que alberga una sala de conciertos con capacidad para 1,600 asistentes y un teatro con un aforo de 2,000 personas, fue diseñado a semejanza de un durián, ese fruto grande y con cáscara espinosa conocido por su olor fétido. Todos los días de la semana, los teatros del complejo ofrecen una impresionante variedad de espectáculos de primer orden, desde obras alternativas y música étnica hasta funciones infantiles. Hoy me deleitaré con música tradicional china, pero en el mismo recinto mañana se presentará la banda de rock neoyorquina The National, y ya no quedan entradas.
Desde el cuarto balcón de la sala de conciertos principal, entiendo inmediatamente por qué los críticos elogian con tanto entusiasmo la acústica de última generación cuando la Orquesta China de Singapur y el chelista Li-Wei Qin, de Shanghai, ejecutan las primeras notas. Y cuando Mai La Su interpreta el canto difónico de Mongolia, un estilo único y evocador que implica producir dos o más sonidos a la vez, me quedo fascinada.
Al día siguiente visito el Museo de Arte de Singapur, una antigua escuela varonil católica de 1855, bellamente restaurada y pintada de blanco. En una luminosa y ventilada sala del recinto, observo una exposición fotográfica de la famosa artista Amanda Heng. Las fotos exhibidas muestran toda la cultura que Singapur puede ofrecer en sus lugares cotidianos, como una aldea tradicional y una tienda de medicina china.
—Hemos experimentado cambios radicales aquí —me dice Heng, mujer esbelta de sesenta y tantos años, con gafas y cabello corto—. Mi vida coincide con la construcción de este país como nación, así que estoy muy interesada en la identidad. Al tiempo que Singapur se desarrollaba, nuestra herencia fue reprimida.
La exposición de Heng en un museo vanguardista es, efectivamente, señal de un cambio drástico respecto a las grandes privaciones de libertad que padecieron los artistas singapurenses durante décadas, tras la independencia del Reino Unido en 1963. Para Heng y sus colegas expresionistas, esa etapa culminó en 1994, cuando un artista fue arrestado por abordar un tema polémico; el gobierno retiró la financiación, y la mayoría de las obras de Heng se empezaron a exhibir únicamente en el extranjero.
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