La ladrona que había en mí

Lo que me llevé de mi mamá cuando murió.

Meto las manos en el clóset para quitar el prendedor de porcelana en forma de flor de la solapa de un saco rojo. De un blazer azul marino retiro un pasador de cerámica verde, y del cuello de una chaqueta negra, un brillante de imitación.

Todos los sacos y chaquetas de mi madre estaban adornados con una joya. Me estoy llevando estas cosas porque tengo que hacerlo, porque mamá murió hace poco, una noche en que se sentó a descansar y ya no despertó. Así que es perfectamente comprensible que quite la flor de porcelana que compró en un viaje que hicimos a Irlanda y la meta en mi bolso. Es comprensible, pero me siento como una ladrona que roba trozos de la vida de mi madre.

Durante cada uno de los 22 Días de San Valentín posteriores a la muerte de mi padre, mamá exhibió en su sala un corazón de satén que él le envió desde su cuartel en Parris Island, Carolina del Sur, cuando era un joven recluta de la Armada en la Segunda Guerra Mundial. Mi hermana Ellen y yo encontramos ese objeto precioso en un cajón de la cómoda de mamá, y Ellen dijo que lo quería.

Hurgamos entre sus pertenencias, a fin de llevarnos las que nos parecieran dignas de ser conservadas. Escogimos las joyas de oro y plata, y desechamos los viejos rizadores de pelo. La ladrona que había en mí no quería los vestidos que ella usó en mi boda ni en las de mis hermanos. Tomé su polvera de madera, otro regalo que le envió mi padre. Cuando era niña, me sentaba al pie de la cama y la veía polvearse la cara. El polvo se ha ido, pero la caja conserva su aroma inconfundible.

Su florero de cristal rosa adornará la mesa de mi cocina con una flor fresca todos los días. Me imagino brindando por mamá en una de las copas de cristal grabado en las que le gustaba beber cocteles. Ellen y yo saqueamos cajones, baúles y estantes en un auténtico allanamiento de su casa de dos dormitorios.

Entre los tesoros hubo algunas sorpresas, como un mechón de mi primer corte de pelo, un poema enmicado de mi hija a ella, viejas tarjetas postales de familiares y amigos, y una carta de amor que una vez le envió a papá en el Día del Padre.

ah, cartas de amor… Mamá y yo habíamos tenido una pequeña discusión sobre su decisión de destruir la correspondencia entre ella y mi padre durante la guerra, cuando él sirvió en el Pacífico sur. Se escribieron todos los días durante tres años, sin fallar ni uno solo. Cierta vez le pregunté a mi madre dónde estaban todas esas cartas.

—Las destruí —contestó mientras se servía una taza de té.

—¿Cómo pudiste hacer eso? —le dije—. Me hubiera gustado saber cómo eran tú y mi papá cuando eran jóvenes, durante una guerra mundial. Había un legado en esas cartas, y simplemente las destruiste.

—No eran tuyas, sino mías —replicó—. Decidí que eran sólo mías y de nadie más. Por eso las destruí.

¡Ya no existen! Siempre me he preguntado qué se decían en ellas. Tal vez cosas románticas que parecerían niñerías comparadas con los cánones de sensualidad actuales. Mamá no debió destruirlas.

Sin embargo, mientras sigo hurgando entre su ropa, libros, papeles, fotos, las muchas posesiones de una larga vida, puedo entender lo que hizo. Tenía derecho de mantener una parte de sí misma a salvo del resto de nosotros. Aunque me habría gustado que no lo hubiera hecho, atesoró y protegió sus sentimientos íntimos, los resguardó para siempre. Fue su forma de decir “Se llevarán todas mis cosas, menos mis recuerdos”.

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