Un encuentro casual con un profesor de música me dejó una nueva pasión.
Siempre he amado el sonido exuberante del chelo. Solía ir a conciertos y me preguntaba qué se sentiría sostener uno y crear música tan bella. Pero, siendo un joven periodista que vivía en Nueva York a finales de los años 70, sólo soñaba con tocar uno.
Un día, mientras trabajaba en un reportaje, llamé a una puerta equivocada en un edificio de oficinas. Un hombre mayor de cabello plateado abrió la puerta, y detrás de él de pronto vi algo mágico: un violonchelo oscuro y una silla de madera cuyo respaldo tenía forma de lira.
Por un momento me olvidé de lo que estaba buscando.
—¿Toca usted el chelo? —le pregunté.
—Sí —dijo—, ¿quieres que te enseñe a tocarlo?
—Me encantaría —respondí, casi sin pensar.
Cuando llegué a mi primera lección, dos días después, le dije al maestro, quien se llamaba Heinrich Joachim, que no estaba seguro de poder aprender, y él me contestó que con práctica y dedicación lo lograría.
Le conté que de niño tenía una voz muy bonita, que entonaba solos en mi sinagoga y anhelaba ser cantante, pero perdí la voz en la pubertad.
—El chelo te devolverá la voz —me aseguró el señor J.
Compré un chelo y empecé a tomar una clase a la semana. Antes de cada lección, el maestro me ofrecía una taza de té y me preguntaba sobre mi trabajo, intereses y ambiciones. Luego me pedía que tomara mi instrumento para iniciar la lección.
—Abraza el chelo como lo harías con una mujer hermosa —me dijo en una ocasión, y yo rodeé el cuello del instrumento con los brazos y el cuerpo con las piernas—. Ahora, toca. No te limites a escuchar el sonido. Siéntelo. Siente cómo las vibraciones te recorren las manos, los muslos y el pecho.
Hice progresos constantes. Además de las técnicas del chelo, el señor J me enseñó sobre escalas, timbre, melodía y armonía. No tardé en empezar a tocar con un trío, y después, con una orquesta de aficionados. “No toques para mí”, me decía el maestro. “Toca para la gente que está en la calle. Proyecta, proyecta”.
El señor J nació en Alemania en 1910, y a los 11 años de edad cambió los juguetes por un chelo. Estudió en un conservatorio en Berlín, y al egresar se unió a una orquesta de cámara patrocinada por el gobierno. Cuando los integrantes se enteraron de que debían jurar lealtad a Hitler, el señor J, que era mitad judío, huyó a Guatemala. Más tarde emigró a Nueva York, donde se casó, formó una familia y tocó con orquestas importantes, como la Filarmónica de Nueva York, bajo la batuta de Leonard Bernstein.
Yo escribía artículos sobre política, escuelas y transporte, y de vez en cuando le pedía al señor J que los leyera. Él lo hacía, con sentido crítico. “Pon más sentimiento en lo que escribes”, me decía. Estudié con él durante siete años, hasta que me casé y empecé a formar una familia. Aun así, seguimos en contacto.
Tras la muerte del señor J, en 2002, me hice amigo de sus hijos, y cuando retomé el chelo en la madurez, recordé su consejo: “Abrázalo como lo harías con una mujer hermosa”. El hijo mayor de mi maestro, Andrew, murió en 2014. Poco después recibí una llamada de su viuda, Sallie, quien dijo que tenía un regalo para mí. Al cabo de unos días recibí una caja enorme; dentro estaba la silla de chelista del señor J.
A menudo me siento en ella. Sé que nunca podré igualar a mi maestro en el arte de tocar el chelo, pero conservo un legado suyo: el gusto por el té.
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