Me pasó con Diario de un killer sentimental, seguido de Yacaré y Desencuentros. Con El fin de la historia no ha sido distinto.
En esta novela reaparece Juan Belmonte, a quien conocimos en la novela Nombre de torero: un militar entrenado en la academia Malinovsky, en Rusia, durante la Guerra Fría; ha peleado más de mil batallas; es experto en la guerrilla y un francotirador infalible.
Todo un personaje de película de acción, pero que resulta mucho más interesante por no estar en el mismo molde de héroe de las producciones de Hollywood, entre otras cosas porque hay más en él que una apología de la violencia.
Belmonte (sí, como el torero, a su vez personaje de Hemingway) ha dejado las armas hace tiempo. Se fue a un recóndito rincón de Chile, donde vive con Verónica, su compañera, y Valdivia, su amigo y especie de escudero leal.
Verónica fue torturada durante la dictadura de Pinochet y jamás se recuperó: ahora no habla, sólo ve al vacío. Su verdugo fue un tal Miguel Krasnoff (le dicen “el co-saco”), quien lleva bastante tiempo encarcelado cumpliendo su condena por crímenes contra la humanidad.
Entonces surge un grupo de cosacos de la vieja guardia que quiere liberar a este villano. Los servicios de inteligencia rusa se enteran, pero no piensan permitirlo y creen saber quién es el tipo indicado para encargarse del asunto.
Esto es lo que obliga a Belmonte a regresar a la ciudad de Santiago de Chile, aunque él ignora todo esto porque, en un principio, se le ha encargado una tarea más sencilla que, eventualmente, lo llevaría a descubrir el plan para liberar a Krasnoff.
“Iba a un encuentro que no había buscado ni deseado, y lo hacía porque nadie puede evitar la persecución de su sombra”. Tendrá que cumplir con esta misión más que
por gusto, por necesidad. Pero su tarea resulta demasiado fácil y por su larga experiencia este ex guerrillero sabe que “la facilidad es el señuelo que atrae problemas mayores”.
Entonces el rompecabezas se muestra con claridad y Belmonte descubre cuál es su verdadero papel en el asunto, que es lo que le toca descubrir al lector siguiendo la emocionante trama que Luis Sepúlveda ha preparado: una historia que se mueve en el tiempo con la misma agilidad que por el globo: desde la Rusia de Stalin y Trotsky, hasta el Chile bajo la dictadura de Pinochet, pasando por la Alemania nazi y haciendo escalas mayores o menores en Brasil, Argentina, Cuba, Nicaragua y México, entre otros.
A lo largo de esta historia nos encontramos con las virtudes ya características de Sepúlveda, como los diálogos tan bien hechos que podrían ser suficientes para dibujar por completo a los que participan en la novela (mi favorito es la plática con el taxista; empieza en la página 17).
Tampoco podemos dejar de mencionar las escenas en las que, a base de una excelente narración, nos sumerge en la emocionante atmósfera de Belmonte a la vez que muestra la riqueza de sus personajes tanto en lo psicológico como en lo emocional.
Esta novela vale la pena desde el principio hasta el final, pero hay que enfatizar esta última parte. Sin entrar en detalles, diré que resulta de una belleza inesperada porque es una lección, podría decir que hasta poética, sobre el perdón; aunque, por la trama, los sucesos y los personajes involucrados, pudiera parecer no tener cabida.
¿Le podemos reprochar algo a El fin de la historia? ¡Que sea tan corta!
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