Las lecciones que me enseñaron perduraban en cada plato que preparaba
Estaba yo acostumbrado a competir, pero aquello era diferente. Junto con otras cuatro personas, me habían nominado para recibir el galardón al Mejor Chef de Nueva York.
Estaba yo acostumbrado a competir, pero aquello era diferente. Junto con otras cuatro personas, me habían nominado para recibir el galardón al Mejor Chef de Nueva York.
Tal vez mi nerviosismo se debía a que la nominación me tomó por sorpresa. Como estaba preocupado por los problemas del restaurante donde trabajaba, el Aquavit, no me había detenido a pensar en el evento. Tuve que alquilar un esmoquin esa tarde y correr para llegar a tiempo. Ahora me encontraba en una sala con mis ídolos, y de repente me di cuenta de que me consideraban uno de ellos.
Sin embargo, no dejaba de pensar en dos personas ausentes: mi abuela, Helga, quien me mostró por primera vez las posibilidades de la cocina, y mi padre, Lennart. Ella había fallecido 10 años antes, y él, hacía 7, pero las lecciones que me enseñaron perduraban en cada plato que había yo creado y en todas mis decisiones.
Había hablado con mi madre unas horas antes. Me telefoneó desde Gotemburgo, Suecia, después de que mi hermana Anna le dijo que estaba yo nominado para recibir “una especie de premio”, como lo definió.
—¿Y qué ropa te vas a poner, hijo? —me preguntó.
—No te preocupes —le respondí—. A nadie le importa. Allí no se va a hablar más que de comida.
—Entonces, siéntete cómodo.
En el evento, estaba muy lejos de sentirme cómodo. Lidia abrió el sobre y anunció al ganador:
—Marcus Samuelsson. Aquavit.
La medalla era de bronce macizo y colgaba de un listón amarillo. Cuando Lidia me la puso en el cuello, pensé: Pesa mucho. ¿Y por qué no habría de pesar? Llevaba el nombre del padre de la gastronomía estadounidense, el introductor de la alta cocina francesa en el país en los años 50.
Mientras agradecía los aplausos, sentí un fuerte vínculo con mi pasado, con las raíces de los sabores que he creado en mi cocina. Nací en Etiopía, me crié en Suecia, me capacité en Europa y hoy, al igual que James Beard, soy estadounidense.
Nunca he visto una foto de mi madre biológica. En 1972, cuando ella murió, una mujer etíope podía pasar la vida entera sin que le sacaran una foto. Tenía yo dos años cuando en Etiopía se desató una epidemia de tuberculosis. Mi madre y yo enfermamos. Tosíamos sangre, así que, a pesar del cansancio y la fiebre, me puso sobre su espalda y, junto con mi hermana mayor, Fantaye, caminó más de 120 kilómetros hasta un hospital de Addis Abeba.
Había miles de personas enfermas o moribundas en las calles, en espera de atención médica. No sé cómo mi madre nos metió en el hospital. Sé que ella murió allí, y que Fantaye y yo sobrevivimos de milagro.
Por esos días Lennart y Anne Marie Samuelsson, de Gotemburgo, adoptaron una niña llamada Anna, hija de una mujer sueca y un hombre jamaiquino. Los esposos luego decidieron adoptar un varón. Llenaron los formularios de rigor, y después esperaron a que apareciera un niño huérfano en busca de un hogar.
Llevaba yo varios meses convaleciendo en el hospital cuando los Samuelsson recibieron aviso por teléfono de que podrían adoptarme. Pero les hicieron saber que tenía yo una hermana de cuatro años. La trabajadora social no quería separarnos. Les dijo que ya bastante teníamos con haber perdido a nuestra madre, y sugirió que nos adoptaran a los dos.
Ellos accedieron, y pronto nos cambiaron los nombres. A Fantaye la llamaron Linda; yo me llamaba Kassahun y me pusieron Marcus. En el camino del aeropuerto a nuestro nuevo hogar, Anne Marie me sentó en su regazo y me quedé dormido.
Para mi madre biológica, poner comida sobre la mesa era una tarea más en un día ajetreado; para los padres de Anne Marie, en cambio, era algo muy diferente.
Se llamaban Edvin y Helga Jonsson, y mi hermana y yo sentimos un gran amor y apego por ellos desde el principio. Al entrar a su casa, uno recibía de lleno el aroma del pan recién horneado. Helga picaba verduras para la cena, preparaba una olla de caldo de pollo o molía carne de cerdo para hacer salchichas. Si tuviera que señalar mi recuerdo más remoto sobre la comida, no sería un sabor, sino el olor de la casa de mi abuela.
Ella trabajó en su juventud como empleada doméstica de familias suecas de clase alta, y aprendió a hacer comidas dignas de un restaurante. En su casa elaboraba de todo: mermeladas, encurtidos, panes… Compraba pollos enteros y animales de caza en la carnicería y los cortaba en trozos para asarlos a la parrilla.
De niño, me encantaban los sábados. Esos días jugaba futbol; Anna y Linda montaban a caballo y patinaban sobre hielo, y en la noche cenábamos en casa de la abuela. Yo iba allí al caer la tarde en mi bicicleta, y Helga me recibía diciendo: “Ven, tengo un trabajo para ti”. Entonces me ponía a cortar ruibarbo en tiras o a pelar chícharos.
Su mejor plato era el pollo asado. Tras limpiar la carne, mi abuela la salaba un poco y la ponía en el sótano, que era frío y seco. Un chef deja el pollo junto al aire acondicionado para que la piel se seque y sea más fácil asar la carne. Es el mismo principio básico.
A la hora de cocinar, Helga me enseñaba a sazonar la piel con especias. Mientras yo ponía una cama de zanahorias en la cacerola, ella rellenaba el pollo con ingredientes de su jardín; luego lo cosía y lo metía en el horno. Los sobrantes —el exceso de piel, el pescuezo y las menudencias— iban a dar a la olla de la sopa.
Cuando servía la cena, la abuela siempre me daba crédito diciendo “mi pequeño ayudante”, y yo me emocionaba al ver la comida humeando sobre su bandeja de plata. El pollo asado que hago ahora es un homenaje al suyo. Utilizo algunos ingredientes distintos, pero el sabor y la técnica de preparación son los de Helga.
No fue hasta que entramos a la escuela cuando mi hermana Linda y yo nos enfrentamos a la discriminación racial. Un día, en el patio, el buscapleitos de la clase me lanzó un balón de basquetbol y gritó:
—Anda, Marcus, enséñanos a jugar “negrobol”.
En Suecia hay una galleta llamada negerboll, hecha de cacao en polvo, pero ese chico no se estaba refiriendo a ella. Mats, mi mejor amigo, recogió el balón y se plantó adelante de mí.
—Déjalo en paz —le dijo al agresor con una mirada fulminante.
Los deportes nos igualaban a todos. Mats y yo nos volvimos locos por la patineta y después por el futbol. A los 11 años de edad empezamos a jugar para el Club Atlético y Deportivo de Gotemburgo, el equipo de futbol de mejor nivel de la ciudad.
A lo largo de los cuatro años siguientes practicamos todos los días. Yo hice amigos de Yugoslavia, Turquía y Letonia, chicos que tenían la piel y el cabello más oscuros que los suecos. Nos llamábamos blatte, un término usado históricamente para referirse de manera despectiva a los inmigrantes, pero que nosotros utilizábamos con orgullo. Blatte significa “moreno” y “forastero”; por eso nos gustaba tanto.
Todo lo referente al equipo me encantaba, incluso nuestro uniforme verde con negro. Durante la segunda temporada aparecieron reclutadores a los lados de la cancha. Buscaban jugadores talentosos. Cuando un chico finlandés logró que lo eligieran para jugar en un equipo profesional, los demás soñamos con ser reclutados también.
Cuando tenía yo 16 años, pasaba la mayor parte del tiempo pensando en el futbol y practicando jugadas. Al comienzo de la quinta temporada, Mats y yo fuimos a ver la lista de jugadores que integrarían el equipo, pero no encontré mi nombre en ella.
El entrenador me llamó a su oficina para hablar conmigo.
—Marcus, eres un gran futbolista, pero tu estatura es muy baja —me dijo—. Debes seguir jugando, pero no con nosotros. Lo siento.
Era yo cumplido y disciplinado, había trabajado con mucho empeño, pero estaba fuera del equipo. Aunque seguí jugando futbol en una liga menor, en mi corazón renuncié a ese deporte, y cuando lo hice la comida ocupó su lugar.
Tal vez una de las razones por las cuales trabajo tanto ahora es por haber vivido aquella exclusión. Sé lo que se siente ver mi nombre en una lista, y el dolor que produce revisarla otro día y que uno ya no figure en ella.
Decidí ingresar a una escuela vocacional, el único lugar con un plan de estudios que podría entusiasmarme. Estudiaba sueco e inglés, jugaba futbol en la clase de educación física y pasaba el resto del día cocinando. Para entonces, ya sabía filetear pescado.
A la mitad del primer semestre mi grupo empezó a trabajar en el restaurante de la escuela. Allí conocimos la jerarquía de la cocina: cada vez que alguien de mayor rango que tú te ordena algo, debes obedecer y cumplir la tarea rápidamente.
Después de graduarme, en 1989, me convertí en ayudante de cocina del Belle Avenue, un importante restaurante de Suecia. Mis tareas eran limpiar las alacenas, barrer, trapear, congelar el pescado y acomodar en los carritos los platos preparados. Además, probaba la comida, guardaba los menús y ayudaba a los meseros. Poco a poco aprendí los trucos del oficio y me hice más eficiente.
Trabajar bien en un restaurante se recompensa de varias formas. Uno recibe un aumento de sueldo, asciende en la jerarquía y, lo mejor de todo, lo envían a tomar un curso práctico en otro restaurante, donde uno aprende técnicas nuevas y perfecciona sus habilidades. Luego de un año de trabajo en el Belle Avenue me trasladé a Interlaken, Suiza, para realizar una práctica de seis meses en el Hotel Victoria-Jungfrau.
Allí conocí al famoso chef Erwin Léo Stocker, quien me asignó al huerto. En vez de cocinar, mi trabajo era recoger verduras. No era el sitio donde quería estar, pero eso no me impedía disfrutar la tarea. Recogía papas, zanahorias, ruibarbo y legumbres, y creo que lo hacía muy bien porque al cabo de una semana me nombraron preparador de entradas: sopas, platos de verduras y huevos.
Trabajaba duro, pero en las noches salía a divertirme. Sin importar lo tarde que volviera al hotel, en la mañana me presentaba a trabajar puntualmente, incluso una hora antes. Mi recompensa fue ser cambiado a un mejor puesto varias veces, y pronto me ocupé de preparar las carnes. Finalmente me convertí en supervisor de aperitivos. El subjefe de cocina era un británico irascible y exigente llamado Paul Giggs.
Mi nuevo trabajo en la cocina en parte era refinado y en parte sucio. La primera vez que me ofrecí para destazar un cordero, Giggs se rió de mí, pero como no había ningún otro voluntario, en la siguiente recepción de carne me pidió ocuparme de ella. Aunque los demás quizá pensaban que era yo un tonto, así aprendí a cortar carne y huesos con sierra y a remover riñones y mollejas.
Una noche, al terminar de hacer la limpieza, me presenté ante Giggs para que firmara mi salida.
—¿Ya acabaste? —me preguntó.
—Sí, señor Giggs.
—¿Estás seguro? —insistió, mientras abría la cámara frigorífica para hacer una inspección.
Tras revisar una tina de plástico llena de áspic que había envuelto yo cuidadosamente, me dijo:
—¿Estás dormido, Samuelsson? ¿Te desvelaste anoche?
Le había puesto yo una etiqueta con fecha de caducidad a la tina, como hacíamos con todos los alimentos perecederos, pero era la fecha equivocada. Entonces Giggs me soltó un regaño de 10 minutos, acusándome de querer envenenar a los clientes. Me pasé la hora siguiente envolviendo otra vez y reetiquetando cada tina. Al final, tras aguantar otra inspección minuciosa y el rostro ceñudo del subjefe, pude irme a mi habitación.
Soportar la humillación no era nada fácil, pero aprendí a cometer menos errores. A decir verdad, Giggs era mi jefe favorito porque protegía a sus subordinados. Él nos había elegido, y si trabajábamos bien, se aseguraba de que nos dieran un ascenso.
A mí me reprendían sólo una vez a la semana, lo cual era un lujo porque algunos de mis compañeros recibían un regaño cada hora. Una tarde, poco antes de terminar el turno del almuerzo, el señor Stocker me mandó llamar a su oficina. Y ahora, ¿qué hice mal?, me pregunté.
Fui a ver al chef temiendo lo peor. Me armé de valor y di dos golpecitos a la puerta de la oficina.
—¿Señor Stocker? —llamé.
—Sí, Samuelsson, entre —respondió—. ¿Cómo está?
Me quedé mudo. El chef jamás me había preguntado eso. Estaba sentado tras su escritorio, y tenía puesto el gorro y la filipina de cocinero.
—Señor Samuelsson, es usted un buen chef —me dijo—. Trabaja muy bien. Cuando terminen las vacaciones de invierno, al hotel le gustaría contratarlo como subjefe de partida. Vaya a Recursos Humanos para que le expliquen los detalles.
Entonces tomó su pluma, y siguió revisando papeles y anotando.
Yo estaba atónito. Deben de haber pasado 20 segundos antes de que el chef se percatara de mi presencia.
—Eso es todo —me dijo—. ¿Por qué sigue aquí? ¡Váyase ya!
Salí de la oficina sin saber qué hacer, así que fui a ver a Giggs.
—Y bien, ¿qué te dijo Stocker? —fue lo primero que me preguntó.
—Creo que quiere que sea subjefe de partida.
—Es cierto. Yo le pedí que te diera ese puesto. ¿O acaso piensas que los ascensos se regalan?