La vida es una elección

Carmen Tarleton sufrió un ataque casi letal, pero el amor y un sueño la ayudaron a seguir adelante…

No debes llorar.

Aún no, aquí no. Tienes que concentrarte, necesitas ser fuerte, se dijo Kesstan Blandin en la sala de espera familiar de la Unidad de Terapia Intensiva para Pacientes Quemados, en el séptimo piso del Hospital Brigham y de la Mujer, en Boston, Massachusetts. Kess, como la llamaban de cariño, se inclinó hacia delante en la silla para escuchar al doctor James Watkins, el médico de su hermana Carmen. Sabía que debía poner atención a cada palabra.

Watkins, cirujano especialista en traumatismos, escogió con cuidado las palabras que iba a decir, pero las noticias eran lúgubres.

—Carmen fue atacada con sosa cáustica industrial y tiene quemaduras en más del 80 por ciento del cuerpo —les dijo a Kess, a su madre, Joan, y a su hermano, Donny, que se encontraban también en la sala—. Es uno de los casos de quemaduras más graves que he visto hasta ahora.

Mientras las enfermeras de la unidad y los asistentes del hospital corrían por los pasillos, Watkins siguió hablando. Explicó que Carmen había perdido la vista de ambos ojos, y que la sosa le había quemado y deshecho los párpados, la oreja izquierda y parte de la nariz. Tenía desfigurado casi todo el rostro.

La familia escuchaba en silencio. Ninguno de los tres lograba entender cabalmente lo que el médico estaba diciendo. Aquello era terrible. De pronto, Kess se puso de pie y le preguntó a Watkins:

—¿Debo entrar ahí y despedirme de mi hermana? ¿Es eso lo que nos está queriendo decir en realidad?

—Las probabilidades de que sobreviva no son muy altas —le respondió el médico con franqueza.

Justo un día antes, el 10 de junio de 2007, Carmen Blandin Tarleton, enfermera de 39 años de edad y madre de dos niñas, Liza, de 14, y Hannah, de 12, estaba durmiendo profundamente en su casa, en Thetford, Vermont, cuando a eso de las 2:30 de la madrugada la despertó un fuerte ruido que sacudió las tablas del piso y las paredes. ¡Está temblando!, pensó, y se levantó para ver qué ocurría. Aún aturdida por el sueño, salió de su cuarto y vio a un hombre totalmente vestido de negro que estaba en medio de la sala. Aterrada, le dijo:

—¡Llévese lo que quiera!

Pero el intruso se lanzó hacia ella. Al moverse, Carmen reconoció a su segundo esposo, Herb Rodgers, de quien estaba separada. Él le dio un puñetazo en la cara que la derribó.

—¡Herb! —gritó ella—. ¡Soy yo, Carmen! ¿Qué estás haciendo?

Rodgers asió el bate de beisbol que llevaba consigo y empezó a tundirla a golpes. Carmen alzó el brazo izquierdo para protegerse, sintiendo que el dolor le atravesaba el cuerpo como una descarga eléctrica. Rodgers siguió vapuleándola a sangre fría hasta dejarla inconsciente.

Luego le ató las manos por detrás de la espalda y la arrastró hasta otra habitación, donde ella recuperó el sentido por unos instantes y les gritó a sus hijas que llamaran a la policía. Rodgers volvió a golpearla sin piedad con el bate. Carmen estaba totalmente indefensa. Él la aferró por la garganta e intentó estrangularla. Ella perdió el conocimiento otra vez.

Momentos después volvió en sí. Se dio cuenta de que estaba tirada en el piso, y al levantar la mirada vio a Rodgers con una botella de plástico en la mano. Mientras vertía el contenido sobre ella, Carmen pensó: ¡Me va a prender fuego! A pesar del intenso dolor, suplicó a gritos:

—¡No, por favor!

Rodgers esparció el espeso gel sobre el cuerpo de Carmen: en sus ojos, sobre su cara, cabello, brazos, pecho, piernas y espalda. Era sosa cáustica de uso industrial, y de inmediato empezó a quemarle la piel, llenándola primero de manchas parduscas y luego negras, a medida que la sustancia penetraba los tejidos hasta llegar a los huesos. Carmen sentía como si todo el cuerpo se le estuviera incendiando de adentro hacia afuera.

Entonces se oyó un grito proveniente del exterior de la casa:

—¡Es la policía estatal de Vermont! Salga con las manos en alto!

Rodgers obedeció la orden, y los agentes lo esposaron.

Carmen no soportaba el dolor, y les suplicó a sus hijas que la ayudaran a meterse en la bañera y la mojaran con agua fría. Poco después una ambulancia la trasladó a un hospital cercano, y de allí la transfirieron al Hospital Brigham y de la Mujer, en un viaje de dos horas hasta Boston.

Carmen estaba ciega, molida a golpes y terriblemente desfigurada, pero aún con vida… apenas. 

Antes de que Kess, Joan y Donny pudieran entrar a ver a Carmen en su cuarto de la Unidad de Terapia Intensiva, tuvieron que ponerse batas, redes para el cabello, cubrebocas y guantes. Como las víctimas de quemaduras pierden piel, que normalmente nos protege de infecciones, se vuelven muy vulnerables a los gérmenes. De los pacientes que logran sobrevivir, entre 50 y 75 por ciento mueren posteriormente a causa de infecciones. Como precaución extra, el cuarto de Carmen, al igual que otros en esa unidad, estaba presurizado para reducir al mínimo la infiltración de agentes infecciosos del exterior.

El equipo médico que atendía a Carmen les explicó a sus familiares que le habían suministrado fármacos amnésicos para colocarla en coma inducido, y que tendrían que mantenerla hasta cuatro meses en ese estado para poder hacerle injertos de piel y otras operaciones. Sin embargo, habían “aligerado” temporalmente la dosis de amnésicos con la esperanza de que pudiera responder a sus familiares mientras la visitaban.

Al entrar al cuarto de Carmen, su madre y sus hermanos vieron a una pequeña mujer que estaba acostada en la cama, totalmente inmóvil. Le habían practicado una traqueostomía, y le salía un tubo por la garganta. Estaba conectada a un respirador artificial y a varios otros aparatos y monitores que producían toda clase de zumbidos. Parecía una momia envuelta de cabeza a pies con vendas blancas, excepto las manos y el rostro horriblemente hinchado. Tenía tan desfigurada y ennegrecida la cara, que resultaba irreconocible; parecía como si le hubieran arrancado la piel.

Joan se sentía horrorizada y a la vez muy confundida.

—Esta mujer no es Carmen —le dijo a Donny, pensando que se habían equivocado de habitación—. ¿Dónde está mi hija?

No fue hasta que Kess reconoció las manos de su hermana, que no estaban quemadas, y un diente incisivo que tenía un poco desviado, cuando se convencieron de que era Carmen. Entonces sintieron como si se les desgarrara el alma.

Kess respiró profundamente, se colocó al lado derecho de la cama y tomó con cuidado la mano izquierda de Carmen entre las suyas. Luego se inclinó hacia su hermana y en voz baja le dijo al oído:

—Carmen, somos Kess, mamá y Donny. Estamos aquí para cuidarte.

Entonces sintió que su hermana apretaba la mano, y la vio mover las piernas por unos instantes. Tratando de contener las lágrimas, miró a su madre y a Donny, que empezaron a hablarle a Carmen también.

De algún modo todos lograremos salir adelante de esto, pensó Kess, sin soltar la mano de su hermana.

 

Transcurrió un mes

Al ver a Carmen acostada todo el tiempo en su cama de hospital, sumida en un profundo coma inducido, Kess se imaginaba que estaba “adormecida” como Blanca Nieves. Se había mudado a un apartamento en Boston para estar cerca de su hermana, e iba a visitarla todos los días.

Contra todo pronóstico, Carmen se mantenía con vida. Yacía inmóvil y sin tener conciencia de que un equipo de médicos y enfermeras vigilaba sus signos vitales las 24 horas del día, le desinfectaba y volvía a vendarle las heridas, y que la había llevado al quirófano para que le hicieran, hasta entonces, 38 injertos de piel.

Durante sus visitas, Kess le hablaba a su hermana y le leía. Aunque sabía que era muy improbable que Carmen la escuchara, hacer eso le ayudaba a sentir cierta calma, y pensaba que sus palabras de alguna manera podrían llegar a su conciencia.

Le leía mucho: escritos budistas, poesía y los cientos de cartas y tarjetas que la gente le enviaba. De una antología de poemas de Rainer Maria Rilke, le leyó el siguiente:

Ciega mis ojos y seguiré viéndote,
/ sella mis oídos y seguiré escuchándote.  / Sin pies puedo caminar hasta donde estás, / y sin boca puedo mencionar tu nombre. 

Rompe mis brazos y te mantendré abrazada con el corazón como si fuesen mis manos. / Detén mi corazón y mi cerebro empezará a latir. / Y si consumes mi cerebro con fuego, / sentiré tu llama en cada gota de mi sangre.

Tras llevar un mes en coma inducido, la presión arterial de Carmen había bajado a un nivel peligroso y no estaba respondiendo a los fármacos. Los médicos llamaron a Joan y a Kess para decirles que había una alta probabilidad de que Carmen no lograra sobrevivir y recuperarse.

—No conocen a mi hija —les dijo Joan a los doctores, mientras le venía el recuerdo de cómo Carmen siempre intentaba ser la mejor en todo lo que se proponía, desde aprender a tocar el piano hasta jugar tenis o esquiar—. Siempre ha sido una competidora y una guerrera, y tiene dos hijas por las cuales vivir.

Hacia finales de septiembre, más de tres meses después de haber sufrido el ataque, Carmen fue “despertada” del coma por los médicos. Había logrado sobrevivir. Aún sin poder ver, pero sintiendo que su hermana estaba a su lado, le dijo:

—Sé que he estado ausente por algún tiempo. ¿En qué mes estamos, Kess? ¿En julio?

—No, hoy es 23 de septiembre —le respondió Kess.

Al oír la voz de su hermana, Carmen recordó un sueño muy vívido que había tenido mientras estaba inconsciente. En él veía una enorme pantalla luminosa, sobre la cual aparecía una frase: “La vida es una elección”. Durante el sueño pronunciaba estas palabras varias veces. Había logrado sobrevivir, pero la vida que tenía por delante —llena de posibilidades nuevas y azarosas— apenas estaba comenzando.

 

El dolor era insoportable

Hacía varios meses que Carmen había regresado a vivir a su casa, en Vermont, y tenía que afrontar un cambio de vendas cada dos días, una prueba muy dolorosa que llegaba a durar hasta dos horas. Kess ponía el mayor cuidado que podía en quitarle las tiras de tela, pero las quemaduras aún le provocaban a Carmen un intenso dolor, sobre todo las de la cabeza y la espalda, que no habían sanado del todo. No podía hacer otra cosa más que gritar en la ducha cuando el agua le tocaba las heridas, o cuando una de las vendas le arrancaba pequeños fragmentos de piel viva al ser retirada.

Al recordar sus propias experiencias como enfermera y el trabajo que le costaba atender a pacientes que tenían tanto dolor, Carmen hacía su mayor esfuerzo por guardar silencio. No quería que su madre en particular ni sus hijas, que seguían viviendo con ella, oyeran sus gritos.

Joan tampoco soportaba ver a su hija sufriendo así. Cuando Kess le cambiaba las vendas y Carmen empezaba a gritar, se iba al garaje, encendía un cigarrillo y se echaba a llorar.

El dolor de Carmen era muy intenso. Algunas veces sentía como si alguien la estuviera quemando viva nuevamente. Cuando el cambio de vendas la hacía llorar, le decía a su hermana: “Lo siento mucho, Kess, pero el dolor es terrible”.

Carmen también tuvo algunas victorias. Una fue empezar a acudir a psicoterapia. Luego de pasar varios meses en casa, se armó de valor para entrar a la habitación donde Herb la había golpeado y quemado. Rodgers se encontraba en la cárcel, en espera de ser sometido a juicio. Un año después del ataque, Carmen recibió un trasplante de córnea y, con él, la esperanza de ser liberada por fin de la prisión de la ceguera.

Aceptó una entrevista que le pidió la agencia Associated Press. Como varios de sus amigos y algunos desconocidos le dijeron que se habían sentido conmovidos por su historia, se preguntó si debía seguir contándola.

—Quizá pueda ayudar a otras personas —le dijo a su madre—. A medida que me voy sintiendo mejor, la gente parece alegrarse más.

Le llegaban cartas de todo el mundo, y los vecinos preparaban cenas para ella. Alguien le envió un cheque por 1,000 dólares. Carmen solía recordar algo que su padre le había dicho ocho años atrás: “Yo nunca quise cambiar el mundo, pero sé que tú lo harás”.

Emocionada porque una estación televisiva local iba a transmitir un reportaje acerca de Carmen, la familia se reunió en la sala de ella para ver el noticiero de la tarde. Tras hacer una breve presentación del segmento, el locutor dijo: “Advertencia. Las imágenes que se van a mostrar a continuación son muy gráficas y podrían perturbar a algunos televidentes. Se recomienda discreción”.

Al escuchar esto, Carmen volvió a recordar el ataque.

—¡Ay, Dios, están hablando de mí!, —exclamó, pero en seguida recuperó la compostura y preguntó—: ¿Están hablando de mí?

Ni sus hijas, ni su hermana, ni su madre dijeron nada, pero ella estaba devastada. Como en muchas otras ocasiones, se palpó ligeramente la cara para sentir la rugosa piel cicatrizada, la nariz y los labios dañados, y el hueco de la oreja faltante. ¿Me veré horrible?, se preguntó.

—¿Cómo me veo? —le preguntó a su madre al día siguiente.

Tras pensarlo unos instantes, Joan le respondió:

—No lo puedo decir con palabras.

Kess fue un poco más explícita:

—Tienes muchas cicatrices. No sé qué más decirte.

Durante un viaje en autobús a Boston para una de las revisiones, injertos de piel y otros procedimientos que le hacían cada semana a Carmen en el Hospital Brigham y de la Mujer, Kess la asió del brazo para conducirla al baño por el pasillo. De pronto, una niña de cuatro o cinco años que estaba sentada con su padre en la parte trasera del vehículo vio a Carmen y empezó a lloriquear:

—¡Papá, papá! Dile a ese señor que se vaya. ¡Me está asustando!

Aunque no podía ver a la pequeña, Carmen se volvió hacia donde supuso que se encontraba y le dijo:

—Tranquila, cariño, no tienes por qué asustarte. Soy una mamá.

—No te preocupes, Carmen, no puede oírte —le dijo su hermana unos momentos después.

—¿A qué te refieres?

—El padre ya la cambió de lugar.

 

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