En 1784, el químico suizo Ami Argand patentó una nueva lámpara. Su mecha trenzada era distinta a todas las demás: iba enrollaba en el interior de un pequeño tubo que absorbía el aire del exterior y producía una luz mucho más clara. La mecha, protegida por un tubo de cristal, se alimentaba con un depósito de aceite de colza situado en la parte superior.
La lámpara tipo cárcel, inventada en 1798, funcionaba de un modo distinto. Llevaba un mecanismo de relojería que bombeaba el aceite contenido en un depósito situado bajo la llama; el aceite sobrante volvía al depósito para ser nuevamente bombeado.
El siguiente gran avance llegó con las lámparas de parafina, en la década de 1870. Este tipo de aceite era limpio y barato y producía una llama blanca y brillante; su escasa densidad le permitía llegar hasta la llama por la acción natural de la capilaridad. La parafina, en forma de cera, se usaba también para fabricar velas baratas.
Pero ya entonces empezaba a pensarse en el gas como el combustible del futuro. En 1807 un empresario alemán llamado Frederick Winsor iluminó el Pall Mall de Londres con lámparas de gas de carbón. Durante las décadas de 1830 y 1840 el gas llegó a un creciente número de hogares, donde se usaba en combinación con velas y lamparillas de aceite.
Las primeras lámparas de gas eran abiertas y estaban protegidas por una pantalla de cristal. Los primeros experimentos con la electricidad tuvieron lugar en 1808, pero la bombilla incandescente no se inventó sino hasta la década de 1870.
Las bombillas eran de baja potencia y su uso se generalizó durante la primera década del siglo XX. Las mujeres se quejaban de que la luz eléctrica era más dura y menos favorecedora que la de gas, y muchas temían que la electricidad saliese por los enchufes. Pronto fue posible iluminar una habitación con una intensidad de luz eléctrica equivalente a 100 velas.
Una mecha en un cuenco lleno de grasa iluminaba a los habitantes de las cavernas.
Los habitantes de la costa usaban conchas para hacer lámparas con aceite de pescado.
Una de las primeras lamparillas de aceite romanas, en este caso de oro. Las viviendas de los ricos se iluminaban con docenas de lamparillas similares, llenas de aceite de oliva.
Los suecos del siglo XVI llevaban en la boca antorchas de abeto durante los largos y oscuros meses del invierno.
Un estudioso del siglo XVII concentra la luz colocando una vela detrás de un globo de cristal lleno de agua. La vela por sí sola producía una luz suave y favorecedora.
Los romanos construyeron diversos modelos de lamparillas de cerámica. Algunas tenían tapa para evitar las impurezas del combustible.
Las lámparas Argand, colocadas por parejas en un soporte instalado en la pared, iluminaban las casas pudientes a finales del siglo XVIII. Un depósito de aceite central proporcionaba combustible a las dos mechas, mientras que el aire subía por los tubos de cristal para alimentar las llamas.
Un farolero y su ayudante usan una lamparilla de aceite para prender un quemador de gas. A principios del siglo XIX las calles de las principales ciudades estaban iluminadas por luces de gas.
El químico británico Joseph Swan y el inventor estadounidense Thomas Edison crearon las bombillas eléctricas incandescentes a finales de la década de 1870. El modelo de Swan se basaba en el mismo principio operativo que el de Edison: un delgado filamento de metal suspendido en el interior de un globo de cristal al vacío.
Durante el siglo XIX las lámparas de aceite se usaban como luz de escritorio y de noche. Este modelo, de 1870, lleva el aceite en un depósito situado detrás.
Para poner en funcionamiento el reloj del motor que bombeaba el aceite era preciso girar la llave de la lámpara tipo cárcel.
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