Mi amiga Betty invitó a sus dos bisnietas, Gabrielle, de cuatro años, y Zoe, de dos, a quedarse a dormir en su casa. A la mañana siguiente las ayudó a bañarse, las vistió y las llenó de mimos, diciéndoles lo bonitas que se veían. A ellas les agradó mucho escuchar el halago.
Luego, mi amiga les preguntó:
—¿Creen que su bisabuela también es bonita?
Gabrielle la volteó a ver de arriba abajo, y entonces dijo:
—¡Me encanta tu blusa!
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Aunque en mi familia nadie tiene problemas de la vista, me preocupé cuando mi hija de ocho años me comentó por segunda vez que no veía bien el pizarrón cuando se sentaba en el fondo del salón de clases. Me puse a conversar con ella a manera de preparación para lo que probablemente vendría: sobre el doctor que la examinaría, cómo sería la consulta, qué tipo de lentes usaría, etcétera. Ella asentía con la cabeza y hacía comentarios positivos. De pronto, me interrumpió y dijo:
—¡Ah!, y también quiero que le digas a la maestra que no siente a los niños más altos de la clase delante de mí, porque sus cabezas no me dejan ver bien el pizarrón.
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Cierta vez me ofrecí a cuidar a Matthew, el hijo de cinco años de una amiga mía. Como tenía yo una cita para que me arreglaran las uñas, lo llevé conmigo. Se portó muy bien durante todo el procedimiento, y cuando estábamos por marcharnos, le pedí que sacara mi billetera y pagara por mí, pues mis uñas aún no terminaban de secarse.
Al llegar al estacionamiento, le pedí que sacara las llaves del auto de mi bolso. Aterrado, el niño preguntó:
—¿También tengo que conducir?
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Avelynn, la hija de tres años de una prima mía, estaba jugando de manera muy brusca con su hermanito, de ocho meses de edad.
—¡Avie, deja ya de abofetear a Nolan! —la reprendió mi prima.
—No le estoy pegando —replicó la niña—. ¡Sólo estoy jugando a chocar los cinco dedos en su cara!
