Lamento decirlo, pero su hija podría morir en cualquier momento…
La mujer, que telefoneaba desde la sala de urgencias, le explicó que una joven había sufrido un accidente automovilístico. Jeanne sintió un escalofrío.
Jeanne Szuber buscó a tientas el teléfono que tenía junto a la cama. Los luminosos números verdes de su despertador digital indicaban que eran las 4:40 de la madrugada. Al contestar, oyó una voz desconocida. Seguramente se equivocaron de número, pensó, al tiempo que trataba de entender lo que le decía una mujer en tono afable al otro lado de la línea.
—Claro que no —repuso Jeanne con impaciencia—. Mi hija no tiene tatuada una pluma pequeña en un pie. ¿De qué está hablando?
La mujer, que telefoneaba desde la sala de urgencias de un hospital en Tennessee, le explicó que una joven identificada como Patti Szuber había sufrido un accidente automovilístico. Jeanne sintió un escalofrío.
—Espere —dijo alarmada—. Quizá mi hija sí tenga un tatuaje. Me preguntó si podía hacerse uno y le dije que no, pero aun así es posible que se lo haya hecho. Y sí, es cierto, está de campamento en Tennessee.
Se produjo un silencio. Jeanne sintió que su esposo, Chester, se movía inquieto a su lado.
—La joven está muy mal —añadió la mujer tras la pausa.
Jeanne se puso tensa mientras a su mente acudía la imagen vivaz de Patti, de 22 años y ojos alegres. Era la menor de sus seis hijos, y una de los dos que aún vivían con ella y su marido.
—¿Qué tan mal? —preguntó.
—Lamento tener que decírselo, pero podría morir en cualquier momento —respondió la mujer—. En verdad lo siento mucho.
Jeanne miró a Chester, con quien llevaba casada 37 años.
—Se trata de Patti —le dijo—. No creen que pueda salvarse.
Chester fue a la cocina y telefoneó al hospital de Knoxville, Tennessee, de donde la mujer había llamado, para pedir más información. El hospital estaba a 800 kilómetros de su casa, ubicada en las afueras de Detroit, Michigan. Le dijeron que el accidente había ocurrido en una sinuosa carretera en el Parque Nacional de las Montañas Great Smoky, y que su hija había sufrido una grave lesión en la cabeza a causa del choque.
Su mayor felicidad era su numerosa y unida familia: Jeanne, sus cuatro hijos y sus dos hijas. Aunque nunca había señalado a ninguno de ellos como favorito, todos sabían que Patti era su adoración. Desde niños, sus demás hijos solían decir en son de broma: “Si de veras quieres conseguir algo de papá, pon las manos sobre las caderas como Patti y hazle guiños”.
Jeanne y Chester esperaron a que amaneciera. Era el 18 de agosto de 1994. Aturdidos, con los ojos llorosos y casi sin hablar, aguardaron a que llegaran sus otros hijos para decidir lo que iban a hacer.
La familia Szuber vivía en Berkley, un suburbio de la ciudad de Detroit. Su casa, situada en la arbolada calle Phillips, era una de los cientos de pequeñas y bien cuidadas viviendas de un barrio donde las familias se conocían desde hacía varias generaciones. Jeanne se crió a una calle de distancia de su hogar de casada.
Los esposos vivieron muy felices al principio, pero también con una seria preocupación: algo andaba mal con el corazón de Chester. De 1.83 metros de estatura y 73 kilos de peso, había jugado con regularidad en un equipo de beisbol, pero cuando cumplió 32 años todo empezó a cambiar.
Un día en que salió a trotar, su corazón enloqueció. “Me latía rápidamente y brincaba con violencia”, recuerda, “como si quisiera salírseme del pecho”. Los médicos discreparon en cuanto a la causa de la arritmia, pero los angustiosos accesos persistieron. Finalmente, luego de una semana de intenso dolor, Chester se sometió a una serie de pruebas especializadas y recibió un diagnóstico sombrío: había sufrido un infarto. Un médico le explicó que, debido a una arteriosclerosis avanzada, tenía obstruidas las arterias del corazón.
A los 37 años de edad, cuatro meses después del infarto, lo operaron por primera vez. En los 20 años siguientes tuvo muchos otros infartos, y lo sometieron a tres derivaciones coronarias para reemplazar las arterias obstruidas. Durante la última, sufrió un fuerte infarto en la mesa de operaciones. Sobrevivió de milagro.
La llegada al mundo de Patti, en 1971, un año antes de que su padre sufriera el primer infarto grave, coin-cidió con la toma de conciencia de Chester de que debía disfrutar a sus hijos mientras pudiera.
Desde los primeros días de nacida de Patti, todos los que visitaban la casa de la familia le hacían caricias y mimos. Sus hermanos competían por tenerla en brazos, darle de comer y acostarla. Más adelante eso hizo surgir en ella la generosidad, patente en el deseo de compartir el afecto y los cuidados que los demás le prodigaban.
Cuando Patti entró a la escuela primaria, situada cerca de su casa, solía regresar caminando a la hora del almuerzo seguida por un amigo, a menudo un niño recién llegado al barrio o que se sentía solo.
Hombre práctico de rostro anguloso, durante 16 años se dedicó a vender aparatos y artículos para el hogar. Para llevar un poco más de dinero a casa, empezó a comprar árboles navideños en Canadá para revenderlos en el Mercado Este de Detroit, un enorme recinto al aire libre. Al poco tiempo toda la familia estaba participando en el negocio, incluso Patti, que ayudaba a decorar coronas.
En 1980 Chester dejó definitivamente su empleo como vendedor de aparatos; su frágil estado de salud lo obligó a quedarse en casa. En los meses de diciembre, que solían ser helados, él y sus hijos iban al mercado a vender árboles y coronas.
En la Nochebuena, cuando por fin terminaba la venta, Chester se sentía tan cansado que se iba a dormir. Pero para Patti las emociones apenas comenzaban. Se aseguraba de que sus padres escogieran su árbol navideño con anticipación, y siempre opinaba sobre cómo debían adornarlo.
Paul Pelto, uno de los amigos más cercanos de la familia, recuerda haber llegado un 24 de diciembre a la casa de los Szuber disfrazado de Santa Claus, con obsequios para los niños. Patti, que entonces tenía cuatro años, le sonrió con timidez. Paul empezó a preguntarse si la niña se imaginaba quién era él en realidad. “En eso”, cuenta, “tomó su muñeca favorita y corrió a dármela, como si quisiera darle un regalo a Santa Claus antes de que él le diera uno a ella. Así era esa chiquilla”.
Patti también demostraba una firme voluntad y mucho temple. No toleraba el prejuicio, y defendía a capa y espada a los desvalidos. Esto fue causa de muchas desavenencias con su padre. Un serio motivo de desacuerdo fue su amistad con Todd Herbst, un muchacho del barrio al que Chester consideraba “un gran fastidio”.
Con todo, Patti y Todd se habían hecho amigos desde el quinto grado de primaria. Montaban en bicicleta juntos, se iban de campamento y jugaban pinball. Crecieron juntos, y ya mayores conservaron su amistad.
Al concluir el bachillerato, motivada por la precaria salud de su padre, Patti ingresó en una escuela de enfermería. Por su parte, Todd trabajaba como mesero en un restaurante. Para Chester, sin embargo, el joven era una nulidad, un ocioso que se paseaba por el vecindario vestido con ropa extravagante y con peinados concebidos con el único fin de escandalizar a las personas normales como él.
Veinte años después de empezar a vender árboles navideños, Chester, con ayuda de su familia, convirtió en un vivero la finca de 160 hectáreas donde vivió de niño, en el norte de Michigan. Para principios de los años 90 estaba vendiendo anualmente miles de árboles en el Mercado Este. Pero se había debilitado tanto, que apenas podía andar por el vivero unas horas al día.
A sus 58 años de edad, daba por terminada su vida. Someterse a otra derivación coronaria era muy arriesgado. Desde hacía cuatro años estaba en lista de espera para un trasplante de corazón. Cada semana que pasaba se hundía más y más en el desánimo, y lo peor era saber que para poder seguir viviendo tenía que morir una persona sana.
Unas horas después de haber recibido el telefonema del hospital, la familia Szuber y un grupo de parientes y amigos partió a Knoxville para estar al lado de Patti. Chester y Jeanne relataron una y otra vez los sucesos que habían culminado en esa pesadilla.
Como última diversión antes de regresar a su rutina de estudiante, Patti se fue de campamento con Todd a las montañas Great Smoky. En el segundo día, se toparon en el camino con una animada taberna llena de música y jóvenes de la localidad; luego, con los amigos que hicieron allí, se marcharon a una fiesta que había en un sitio cercano.
“Nos divertimos mucho bailando y bebiendo cerveza”, recuerda Todd. “Pero como Patti y yo habíamos acordado que uno de los dos tenía que conducir, dejé de beber hora y media antes de irnos”.
El choque ocurrió a las 2:20 de la madrugada en una curva cerrada, cerca del pueblo de Pigeon Forge. Iban unos 30 kilómetros por hora por encima del límite de velocidad. De pronto, Todd perdió el control del volante y se estrelló contra una saliente rocosa. Ninguno de los dos jóvenes llevaba puesto el cinturón de seguridad.
Cuando el coche se detuvo, Patti, que salió disparada con violencia, yacía de espaldas sobre el suelo, inconsciente. Todd sufrió heridas y contusiones múltiples, pero ninguna de ellas grave.
Puestos sobre aviso por otros conductores que transitaban por esa carretera, los socorristas no tardaron en llegar al sitio del accidente. Poco después, un helicóptero de rescate trasladó a Patti al Centro Médico de la Universidad de Tennessee, en Knoxville, a 15 minutos de distancia.
El grado de concentración de alcohol en la sangre de Todd era muy superior al límite legal en ese estado. La policía se lo llevó detenido por cometer varias infracciones, entre ellas conducir ebrio. El joven pasó la noche encerrado, y a la mañana siguiente lo dejaron libre. Consiguió que un policía lo llevara a Knoxville, a 72 kilómetros de distancia, para ver cómo estaba su amiga. Dio por hecho que la encontraría bien.
Patti había sufrido una lesión cerebral grave y que unos aparatos la mantenían con vida. También supo que Chester y Jeanne, así como otros miembros de la familia, amigos y vecinos, incluidos sus propios padres, venían en camino. “No hay palabras para describir el pavor que sentí”, refiere Todd.
“Mi mejor amiga se estaba muriendo en la habitación de al lado y yo tenía la culpa. Me quedé petrificado al pensar qué iba a decirle al señor Szuber”. Todo el día estuvo sentado junto a la cama de Patti, llorando y sosteniéndole la mano.
Después Todd salió a caminar un rato para despejar la mente. Cuando regresaba al cuarto de Patti, en un pasillo se encontró cara a cara con los esposos Szuber. En ese momento no supo qué era mejor, si desaparecer o quedarse y enfrentar la furia de Chester. “Tan pronto como me vieron”, recuerda Todd, “Jeanne me envolvió entre sus brazos y me dijo que me quería”. A continuación, Chester se acercó a él, lo abrazó con afecto y le dijo que sabía que no era capaz de hacerle daño a Patti deliberadamente. El joven se echó a llorar.
Los médicos les dijeron que el cerebro de Patti estaba tan dañado, que no había esperanza de que sobreviviera. Chester se inclinó para besar la mejilla fría y tersa de la joven. Jeanne, del lado opuesto de la cama, la tenía asida de la mano y le acariciaba el pelo. Sin más huellas de heridas que un moretón y cierta hinchazón por encima del ojo izquierdo, Patti parecía como si estuviese dormida.
Los labios le temblaban a Chester cuando empezó a leer y firmar los formularios que había sobre la mesa, con los que daba permiso para que le extrajeran los órganos y tejidos a su hija y se los trasplantaran a otras personas que los necesitaban. Sabía que ése era el deseo de Patti, pues a los 18 años la joven firmó una tarjeta de donador de órganos y, desde entonces, se dedicó a exhortar a otros a que hicieran lo mismo. A las 11:35 de la mañana de aquel domingo, tres días después del accidente, los médicos declararon la muerte cerebral de Patti; unos aparatos mantendrían funcionando su cuerpo hasta que le extrajeran los órganos.
Una vez que los doctores declararon la muerte cerebral de la joven y que Chester entregó los formularios de donación firmados, Susan Fredenberg, enfermera de los Servicios de Donación de Tennessee, le hizo una sugerencia al padre.
—Señor Szuber —le dijo—, el corazón de Patti podría ser para usted. Se lo podrían trasplantar.
Chester se quedó helado. Se sentía agobiado por el problema inmediato de arreglar el funeral y el traslado del cuerpo de Patti a Michigan, con el resto de la familia. Ni remotamente se le había ocurrido la idea del trasplante. Si aceptaba, cada latido del corazón le recordaría la pérdida de su hija. Entonces pensó que habría sido mejor que hubiera muerto él.
—Ni lo mencione —exclamó, mirando con enojo a la enfermera—. La respuesta es no. ¡Nunca!
Susan no insistió más; se alejó de allí rápidamente. De regreso en el pequeño cuarto que el hospital les proporcionó a él y a Jeanne, Chester se acostó en la cama y cerró los ojos. Entonces, un pensamiento le vino a la mente: ¿Es posible que Patti hubiese querido que tuviera yo su corazón? Se levantó y salió a un patiecillo contiguo, donde Jeanne y uno de sus hijos estaban conversando. Le pidió a su esposa que entrara al cuarto.
—¿Cómo te sentirías si tuviera yo el corazón de Patti? —le preguntó.
Jeanne sintió angustia al pensar que su esposo quizá no sobreviviría a la arriesgada operación.
—No —respondió—. No podemos hacer eso. Acabo de perder a Patti, y no voy a perderte a ti también. ¿Y cómo podríamos sepultarla si tú estás en el hospital?
La simple idea la hizo llorar, pero pensó que debía conocer la opinión de sus hijos. Volvió al patio y se sentó cerca de la ventana.
Desde el cuarto Chester alcanzaba a oír las voces de sus hijos, que habían ido a despedirse de ellos antes de tomar el avión de regreso a Michigan. De repente Jeanne se dirigió a todos y se produjo un silencio.
—Le han ofrecido a su papá el corazón de Patti —dijo calmadamente—. ¿Qué piensan ustedes?
El silencio se prolongó, pero luego Chester oyó las voces de sus hijos alzarse al unísono en tono de afirmación. Momentos después, ellos entraron al cuarto. Cada uno le fue diciendo que eso era precisamente lo que Patti hubiera deseado. A los pocos minutos mandaron llamar a la enfermera Susan Fredenberg.
Hacia las 4:30 de la tarde de aquel domingo, el doctor Jeffrey Altshuler estaba por salir de su casa, situada cerca de Detroit, cuando el timbre del teléfono lo detuvo junto a la puerta. Una coordinadora de trasplantes le explicó que a la hija de un paciente suyo, Chester Szuber, le habían declarado muerte cerebral en un hospital de Knoxville, Tennessee, y que su corazón seguía latiendo vigorosamente. Las pruebas iniciales indicaban que el trasplante era factible.
La familia Szuber insistía en que el trasplante se realizara en Michigan, para que todos, con excepción de Chester, pudieran asistir al sepelio de Patti. El doctor Altshuler tomaría un vuelo a Knoxville para extraer el corazón de Patti y llevarlo a Michigan, y el cirujano Francis Shannon, colega suyo, permanecería en el Hospital William Beaumont, ubicado en Royal Oak, en las afueras de Detroit, a fin de cerciorarse de que Chester estuviera listo para el trasplante.
Una de las primeras personas a las que Altshuler telefoneó fue al ingeniero Max Freeman, amigo suyo y copropietario de una compañía de servicios aéreos. Freeman a menudo llevaba a equipos de especialistas en trasplantes a recoger órganos.
—Despegaremos alrededor de la una de la madrugada —le dijo el cirujano a Freeman.
El tiempo iba a ser un factor determinante, ya que no deben pasar más de cuatro horas desde el momento en que se hace la extracción del corazón del donador hasta el instante en que comienza a latir en el pecho del receptor una vez trasplantado.
Ocho horas después, Altshuler y tres miembros de su equipo iban sentados en silencio en la cabina del avión. Entre ellos estaba Lynn Flores, la perfusionista del grupo, cuyo trabajo consistía en administrar las sustancias químicas que hacen que el corazón del donador deje de latir por completo; sólo entonces es posible extirparlo y empacarlo en hielo.
En el piso de la aeronave, detrás de ella, estaba su maletín de instrumentos, así como un pequeño congelador portátil. Lynn había hecho otros viajes con Altshuler para recoger órganos, pero esta vez era diferente. “Me puse a pensar en mí misma y en mis propios hijos”, señala.
El avión aterrizó en Knoxville a las 2:50 de la madrugada, y luego rodó hasta un pequeño hangar. Mientras Freeman y su copiloto se quedaban a la espera en el avión, el equipo médico subió a una ambulancia.
Cuando llegaron al hospital, el pecho de Patti ya estaba abierto y podía verse el corazón latiendo. El doctor Altshuler tardó varios minutos en examinarlo, pues quería estar seguro de que no hubiese sufrido daños por el accidente que pudieran ocasionar complicaciones. Una vez que comprobó que el órgano estaba ileso, Lynn inyectó las sustancias en la arteria aorta para inducir el paro.
El corazón de Patti latió por última vez a las 3:56 de la madrugada. Las líneas de los monitores se hicieron rectas, las señales sonoras cesaron y la sala quedó en silencio. “Solemos reprimir nuestras emociones”, señala la perfusionista, “pero en momentos así siempre digo una oración. Esa noche recé por Patti”.
Altshuler extrajo el corazón y, luego de una inspección final, lo colocó en el congelador portátil. Acto seguido fue a buscar un teléfono y llamó a su colega de Michigan para que preparara a Chester. El corazón de su hija ya iba en camino.
Absorto en sus cavilaciones, Max Freeman seguía esperando en el aeropuerto de Knoxville a que regresaran Altshuler y sus colaboradores. De pronto vio entrar en el hangar un jet pequeño con otro grupo de especialistas en trasplantes. Freeman ha llegado a ver aterrizar en el mismo aeropuerto hasta cuatro aviones, que poco después se elevan en el cielo en distintas direcciones para ir a entregar los regalos más valiosos que puede dar una persona.
Esa noche los órganos de Patti partieron de Knoxville llevando consigo esperanza de visión para dos personas, riñones para otras dos, el hígado para una adolescente de 15 años y el corazón para Chester.
A las 4:25 de la mañana Altshuler y su equipo de nuevo estaban a bordo. Freeman aceleró en la pista, y el avión despegó rumbo a Detroit, donde los cirujanos ya estaban abriendo el pecho de Chester.
Cuando la nave aterrizó en el Aeropuerto Metropolitano de Detroit, a las 6:10, ya había amanecido. Junto al hangar esperaba un helicóptero verde y blanco, que en 15 minutos trasladó a Altshuler y a su equipo al helipuerto del Hospital William Beaumont.
Cuando el doctor Altshuler entró al quirófano, el pecho de Chester ya estaba abierto y conectado al aparato que iba a suplir la función cardiopulmonar durante la operación. Haciendo caso omiso de su cansancio, el cirujano se apresuró a extraer el deteriorado corazón de su paciente y luego empezó a trasplantar el de Patti en su lugar.
Cuando terminó, quitó las pinzas de sujeción y envió la sangre de Chester del aparato al corazón nuevo. Es en ese momento preciso cuando se sabe si el órgano trasplantado funcionará o no.
A las 9:47 de la mañana el corazón de Patti volvió a la vida y empezó a bombear sangre por el cuerpo de su padre. A diferencia de un corazón sometido a cirugía correctiva, que puede tardar meses en funcionar con plena potencia, un corazón sano trasplantado casi siempre funciona a toda su potencia desde el principio.
Cuando Jeanne entró a ver a su esposo esa tarde, la embargaban mil emociones. Le parecía un verdadero milagro que mientras el cuerpo de Patti estaba en Tennessee, su corazón latiera allí mismo, en el pecho de su marido. “La cara de Chester estaba sonrosada, y no ceniza, como de costumbre”, cuenta, aún emocionada. “Sus labios ya no eran blancos, sino color de rosa, y sus ojos, claros y brillantes”.
A las pocas horas Chester estaba sentado en la orilla de la cama; al día siguiente consiguió levantarse y dar algunos pasos dentro del cuarto. Días después la familia se reunió en Berkley, en la Iglesia de Nuestra Señora de LaSalette, para asistir al funeral de Patti. Chester permaneció en el hospital, acompañado por algunos amigos íntimos.
Uno de ellos era Paul Pelto, el Santa Claus al que Patti ofreció su muñeca preferida cuando era una niña de cuatro años. Mientras observaba a su recién transformado amigo, Paul reflexionó en la generosidad de Patti, que en ella era un don natural y que al final resultó ser tan inmensa como la vida misma.
Han pasado muchos años desde que el corazón de Patti infundió nueva vida a su padre. Chester pronto tuvo la energía suficiente para actividades que su enfermedad le impedía hacer, como cazar caribúes. Y su negocio siguió prosperando.
El vivero de los Szuber está a cargo de su hijo Bob, quien no se percató de lo valioso que había sido el regalo de Patti a su padre hasta el final de un largo día de verano en que vio a Chester trabajando como no lo había hecho en años. “Cuando lo vi volver a casa subido en un tractor, sonriente y con un nieto en cada rodilla, todo se me aclaró”, dice. “Patti se habría emocionado tanto como yo”.
Chester piensa en su hija todo el tiempo, como si estuviera siempre a su lado. Se mantiene en estrecho contacto con su médico y acata sus recomendaciones. “No sólo me cuido a mí mismo”, explica. “También estoy cuidando a Patti”.
Cuando no está ocupado en el vivero, el señor Szuber viaja por el país para contar la historia de los regalos de vida que su hija dio y para exhortar a la gente a comprender la importancia de seguir su ejemplo.
“Patti se fue”, dice Jeanne, “pero no está muerta. Sigue viviendo en muchas otras personas. Todos podemos dar los mismos regalos que ella, y deberíamos hacerlo”.
“Lo ocurrido aquí”, añade Chester, “es el mayor milagro de este lado del cielo. A veces, la obra más grande de un ser humano no comienza hasta después de su muerte”.