¡Leven anclas!
Un crucero fluvial por el corazón de Europa, donde la historia está frente a la barandilla. El crucero IDI navega río arriba al despuntar la aurora. De pronto sale el sol, el Danubio parece...
Un crucero fluvial por el corazón de Europa, donde la historia está frente a la barandilla.
El crucero IDI navega río arriba al despuntar la aurora. De pronto sale el sol, el Danubio parece estallar en llamas y el paisaje toma color, proporción y forma. A la derecha se alzan unos viñedos en terrazas de piedra que datan del siglo IX; a la izquierda se oye el murmullo del tráfico en la autopista a Viena.
Para no perderme nada, me levanté mucho antes del amanecer y, provisto de binoculares y una humeante taza de café del restaurante del barco, me senté en la cubierta de popa. A diferencia de los cruceros marítimos, en un río casi siempre hay algo que ver, y tocar tierra es sólo la mitad de la diversión. La vista desde la cubierta del Idi cambia incesantemente: un caleidoscopio de castillos, fortalezas, monasterios, gente de la región y otras embarcaciones que pasan. Llegan cuatro compañeros de viaje e intercambiamos saludos superficiales con voces aún soñolientas.
No obstante lo que haya dicho el gran Johann Strauss, el Danubio no es azul, sino de un verde grisáceo apagado, pero este error cromático no le quita nada de romanticismo y majestuosidad en su sinuoso paso por espectaculares vestigios de la historia antigua, medieval y moderna.
Estamos a unos 350 kilómetros al oeste de Budapest, de donde zarpamos hace tres días. Entramos en Austria por Eslovaquia, y acabamos de llegar al valle de Wachau, un segmento de 30 kilómetros del Danubio, tan desbordante de historia y tan bien conservado que en el año 2000 fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
Estoy emocionado porque anoche el director de actividades del crucero anunció que esta mañana pasaríamos frente al castillo de Kuenringerburg, famoso porque en él estuvo tres meses prisionero Ricardo Corazón de León entre 1192 y 1193, de camino a su país, tras la tercera Cruzada. “Permaneció aquí hasta que su madre, Leonor de Aquitania, pagó un rescate para que lo dejaran volver a Inglaterra”, dice Jochgum Schuijt, director de actividades de a bordo, un holandés a quien todos llaman Joey.
Mientras nos acercamos a la aldea de Dürnstein, observo las ruinas del castillo, que se aferran a un afloramiento rocoso como un escalador asustado. A la luz de la mañana, los sillares derrumbados se confunden con el peñasco, pero la torre se recorta claramente contra el cielo azul.
Dejo los binoculares y veo que a una escasa treintena de metros de la barandilla de estribor, algunos de los 950 habitantes de Dürnstein desayunan al aire libre, y nos saludan sonriendo. Esto me recuerda que es hora de mi propio desayuno, y bajo una cubierta hasta el restaurante.
El Idi, de la empresa Viking, no es un barco hermoso, sino una especie de barcaza sobria diseñada para la navegación fluvial: baja para pasar por debajo de los puentes, angosta para caber en las esclusas y larga (unos 135 metros de eslora) para alojar a 200 pasajeros y 50 tripulantes. Hay tres cubiertas de camarotes, la mayoría de ellos con ventanas de piso a techo, el restaurante, una biblioteca pequeña y un salón de observación cerrado. La cubierta superior, abierta, tiene una zona sombreada para sentarse y un pasillo para caminar.
Pido mi desayuno favorito —salmón ahumado, pan blanco, fruta fresca—, y reflexiono en que éste es mi quinto crucero fluvial (los anteriores fueron por los ríos Yangtsé, Nilo, Amazonas e Irawadi, en Myanmar). He aprendido que la mayor diferencia entre un crucero marítimo y uno fluvial es que el primero nos lleva a un país, mientras que el segundo nos lleva a través de un país, lo que hace de él una experiencia más íntima y absorbente.
Además, la historia y los ríos van de la mano. En Europa, las civilizaciones florecieron junto a ellos, y hasta finales del siglo XIX fueron los caminos del continente. Para el viajero de hoy, esto supone que entre él y la historia sólo media una pasarela.
Después del desayuno atracamos en Melk, donde nos recibe, como en todas las paradas, un guía local. Tras andar 20 minutos veo ante mí una imponente abadía benedictina dorada y blanca que se yergue a gran altura sobre la ciudad, y desde la cual se domina el Danubio. El edificio actual se terminó en 1736, pero la abadía existe desde 1089. Subo una escalinata imperial siguiendo los pasos de María Teresa, emperatriz del Sacro Imperio Romano, quien se detuvo aquí en 1743, en un viaje de Praga a Viena.
En el atrio pasamos junto a tres monjes que guían a un ordenado grupo de niños de unos 10 años. “El monasterio sigue funcionando”, dice Anna, nuestra guía. “Está integrado por 30 monjes que dirigen una escuela de alrededor de 900 niños”. Como todos los guías locales de la Viking, Anna se dirige a los veintitantos turistas por unos auriculares inalámbricos que no sólo transmiten sus palabras con toda claridad, sino que nos permiten detenernos e incluso desviarnos un poco sin perder información alguna. La tecnología al servicio de la historia.
Mientras el Idi cruza la frontera entre Austria y Alemania, un águila sobrevuela la proa, y ante nosotros aparece la hermosa ciudad bávara de Passau, cuyas torres y campanarios acribillan el cielo. Cuando atracamos nos recibe el repicar de las campanas, y antes de que pase una hora estamos en las calles adoquinadas.
Enclavada en la confluencia de tres ríos —el Danubio, el Eno y el Ilz—, Passau tiene unos 50,000 habitantes. Antes fue un importante centro de comercio de sal, con una historia que se remonta a celtas y romanos. Ahora es conocida sobre todo por su catedral, donde se aloja el mayor órgano de Europa. Nos detenemos frente al altar, que relumbra con el fulgor de las velas, y estiramos el cuello para ver algunos de los 17,974 tubos.
Como tantas ciudades de las riberas del Danubio, Passau suele inundarse, y es conocida en la región como “la Venecia de Baviera”. Según nuestro guía, Daniel, “no es posible asegurar las casas porque la inundación no es un riesgo; es una realidad”. Muchos edificios situados junto al río tienen marcas que señalan la altura de las mayores inundaciones y los años en que ocurrieron. La marca más alta dice “1501”, y la que sigue, “2013”.
La ciudad está dominada por la fortaleza Veste Oberhaus, construida en 1219 y hoy sede de un restaurante y un museo. Inicio el ascenso de un sendero pavimentado, y al llegar a la cima tengo la cara perlada de sudor. Pido un tarro de cerveza fría y contemplo la vista de la Ciudad Vieja. No sorprende que cuando Napoleón conquistó Passau, en 1809, la haya declarado la ciudad más bella de Alemania. Con todo, sus calles son hoy un paralizado caos de autos, camiones y autobuses, y comprendo que la navegación fluvial sea la mejor alternativa a conducir en casi toda Europa, donde los cascos antiguos son difíciles de recorrer y en los que falta espacio de estacionamiento.
Desde Passau navegamos a través del bosque de Baviera, región que hoy corresponde a la Hercinia de la época romana. El sol del ocaso parpadea entre los árboles, un manto verde interrumpido tan sólo por peñascos incrustados de liquen y arrastrados hasta aquí por un glaciar hace millones de años. Se pone el sol y el mundo se hunde en la penumbra.
En la cena Joey nos advierte que más adelante hay un tramo en el que el río es poco profundo, contratiempo previsto por los folletos del crucero. El problema se remedia fácilmente porque en todo momento hay decenas de barcos iguales de la Viking que recorren el Danubio en ambos sentidos. Sólo hay que volver a hacer las maletas, y al día siguiente un autobús nos lleva a otro navío más allá del tramo innavegable, el Kvasir, cuyos pasajeros, a su vez, son llevados al Idi. Ambos barcos, idénticos hasta en los números de los camarotes, dan media vuelta y pronto reanudamos el viaje hacia el oeste. Para compensar la molestia de haber vuelto a hacer las maletas nos dan un recorrido escénico por la campiña bávara.
Después del almuerzo me siento otra vez en la cubierta de proa mientras el Kvasir entra en una de las 67 esclusas que hay en el trayecto. La compuerta trasera se cierra, se bombea agua al recinto durante 10 minutos, el barco sube unos seis metros, la compuerta delantera se abre y por fin salimos al tramo más elevado. Hace 100 años la navegación fluvial dependía de pilotos para sortear los rápidos y remolinos del Danubio, que hoy es más navegable gracias a las esclusas.
Al cabo de una hora atravieso un puente de piedra del siglo XII por donde pasaron los cruzados de camino a Jerusalén hace nueve siglos, y llego a las calles adoquinadas de Ratisbona. El centro histórico, otro Patrimonio de la Humanidad, es una mezcla de estilos arquitectónicos romano antiguo, románico y gótico: casas patricias de paredes adornadas con molduras y vitrales, torres medievales, una catedral gótica de dos torres, monasterios y abadías.
En medio de tanta antigüedad hay un activo mercado moderno cuyos vendedores pregonan la calidad de sus frutas y verduras. La ciudad tiene unos 150,000 habitantes, y su principal empleador es la marca de autos BMW, de la que hay una fábrica importante en las afueras. Pero el turismo es también una gran industria: nos detenemos frente a una muralla romana intacta que era parte de una fortaleza construida hace unos 2,000 años.
“Ratisbona es la ciudad medieval mejor conservada de Alemania porque no sufrió más que daños leves en la Segunda Guerra Mundial”, nos dice Josef, nuestro guía local. “Tiene la mayor concentración de edificios medievales: más de un millar en la diminuta parte antigua”.
Al final de la tarde volvemos a bordo, y el Kvasir pasa del Danubio al Canal Rin-Meno-Danubio, a poco más de 100 kilómetros al norte de Múnich. El canal se inauguró en 1992 para intercomunicar el Rin y el Danubio, pero el primero que lo concibió fue Carlomagno, en el año 793, cuando mandó construir un canal para que su armada pudiera navegar por el centro de Europa.
Al otro día arribamos a Núremberg, decimotercera ciudad de Alemania en tamaño, y nos empapamos de una historia mucho más reciente. Estoy en el Campo Zeppelin, la explanada donde se celebraron los multitudinarios congresos nazis presididos por Hitler en los años 30. Casi puedo oír marchar las botas autoritarias. Ahora, en cambio, hay parejas que se pasean de la mano, y carteles que anuncian un concierto al aire libre de la Orquesta Sinfónica de Núremberg. La mayor parte del casco antiguo fue destruido por los bombardeos de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial, pero se ha reconstruido concienzudamente y cuenta con excelentes museos, mercados, iglesias, fuentes y galerías.
Por encima de todo se yergue una enorme estructura de ladrillo rojo que iba a ser un auditorio de 50,000 asientos para celebrar los congresos del Partido Nazi. La construcción del edificio, aún sin techar, se abandonó en gran medida en 1939, al estallar la guerra, pero parte de él se ha convertido en un museo, llamado Centro de Documentación, que da cuenta del ascenso y la caída del nazismo.
Entro al museo en medio de un mar azul de jeans y mochilas: una de las muchas excursiones de escolares alemanes que vienen a conocer de primera mano el capítulo más oscuro de la historia de su país. Al principio parecen despreocupados e intercambian risitas furtivas, pero se ponen serios en cuanto son llevados paso a paso —mediante secuencias fílmicas, fotos y simulaciones de computadora— por el ascenso del nazismo, la guerra brutal, el Holocausto y los juicios y ejecuciones de los máximos dirigentes del partido por crímenes contra la humanidad. Los niños salen en silencio, cabizbajos, tristes.
“Cada año hay un gran número de visitas de escuelas a este museo, y casi todos los estudiantes alemanes vienen antes de concluir el bachillerato”, dice Sabine, nuestra guía. “Una de sus reacciones más comunes es darse cuenta de que casi todos los alemanes permitieron que esto ocurriera. Lo asocian con sus abuelos y bisabuelos, a quienes consideran personas normales”.
Esta noche, la charla a la hora de la cena parece un tanto apagada, y los meseros sirven más vino de lo normal. Sin embargo, en los anuncios de más tarde se menciona la siguiente parada, Wurzburgo, ciudad cuya historia se remonta al año 1000 antes de Cristo, y que durante muchos siglos fue sede de poderosos obispos príncipes. “Es famosa por tener uno de los más extraordinarios palacios barrocos de Europa”, nos dice Joey, y es otro Patrimonio de la Humanidad.
A sólo seis días del final del crucero, de 1,400 kilómetros, en Amsterdam, la voz del pasado nos habla, insistente e innegable como siempre.