Mi hija adolescente y yo empezamos por su cuarto. Mi esposo se asoma, y nosotras le decimos: “Tranquilo. Sólo estamos arreglando un poco”.
Es cierto que no resulta evidente a primera vista porque antes hay que despejar la zona, así que examinamos uno por uno todos los objetos que mi hija ha ido acumulando: muestras abiertas de cosméticos, una goma de borrar con forma de pie y olor a vainilla, un despertador sin pilas, una revista con la portada arrugada tras un tiempo de permanencia en el baño, un DVD sin caja, un analgésico caducado, una tarea de matemáticas doblada que nunca nos enseñó, un cuaderno de ejercicios de poesía de la escuela primaria, un brillo labial sin tapa…
Cada objeto, por trivial que sea, nos suscita recuerdos.
“¿Te acuerdas cuando compramos esto?”, decimos.
Charlamos, tergiversamos anécdotas, echamos cosas a la basura y luego las rescatamos. Al final del día, el cuarto parece un sitio en ruinas.
Hay bolsas de basura esparcidas por todo el suelo junto a montones de ropa. “¡Se supone que se pasaron el día ordenando, pero la habitación está peor que antes!”, se irrita mi marido.
Acabamos a las 10 de la noche, sudorosas y agotadas pero felices. “Si limpiaran más a menudo, tendrían menos trabajo”, observa mi esposo.
Los hombres no hacen limpieza de primavera. Las mujeres la hacemos sólo una vez al año justo porque cansa muchísimo.
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