La lucha de Desmond D’Sa por lograr el cierre de un vertedero de desechos tóxicos en Sudáfrica fue más ardua que la de David contra Goliat.

El hedor es insoportable, pero Desmond D’Sa no puede dejar de mirar lo que tiene delante: una montaña de desechos industriales, de hospital y de matadero. Los ojos y la garganta le arden, y su ira crece. La cuenca industrial del sur de Durban, Sudáfrica, que se extiende más abajo, es el hogar de su familia y el de 300,000 personas más.

En el vertedero se han hallado sustancias venenosas como el cromo 6, y en el río que atraviesa la cuenca se han detectado otras, entre ellas mercurio. Un grupo de residentes le dice a Desmond que los camiones de basura atestan los caminos, y que muchos de ellos derraman sus residuos nocivos al tomar las curvas, cuando caen en los baches y al pasar sobre los reductores de velocidad que hay frente a las escuelas. 

—Hay que hacer algo —contesta Desmond, y los rostros se iluminan.

Los vecinos saben que el carismático cofundador y coordinador de la Alianza Medioambiental Comunitaria del Sur de Durban (SDCEA, por sus siglas en inglés), de 58 años de edad, ha pasado toda su vida preparándose para esta batalla. 

Desmond, hijo de un trabajador eventual, un día fue obligado a subir a un camión junto con sus padres y sus 12 hermanos para ser reubicados en una “colorida” zona de la cuenca, en una casa de madera erigida bajo las chimeneas de una refinería. La contaminación del humo no tardó en causar estragos: la madre de Desmond contrajo afecciones de la piel y un mal cardiaco, y otros miembros de la familia enfermaron de hepatitis, asma y cáncer de garganta. 

Desmond abandonó la escuela a los 15 años para ayudar a los suyos. Recorrió el país en busca de empleo como albañil y en empresas químicas, e incluso trabajó en una fábrica de asbesto. Indignado por la explotación que sufrían los obreros y los riesgos para la salud a los que estaban expuestos, se unió al movimiento sindicalista. Luego, en 1981, cuando volvió a Durban para instalarse con Beatrice, una joven cajera con la se había casado, se afilió a la asociación cívica local. 

En las reuniones lo consternaba ver que muchos padres iban acompañados por sus hijos enfermos de asma. Beatrice y él ya tenían cuatro hijos, aquejados también de tos crónica. En 1995, una niña de siete años del vecindario murió de leucemia. El dolor de los padres hizo comprender a Desmond que debía luchar contra la contaminación que estaba envenenando a su gente.  

En 1996 él y Bobby Peek, un compañero activista, fundaron la SDCEA, a la cual se sumaron maestros, ingenieros, médicos, abogados y expertos en seguridad. Con fondos aportados por los gobiernos danés y noruego, Desmond y Bobby pudieron realizar estudios sobre las emisiones de las refinerías en todo el mundo: las de la cuenca del sur de Durban resultaron ser las peores.  

Desmond presionó al gobierno de su país para que hiciera estudios más rigurosos, y así se descubrió que los niños que vivían en la cuenca tenían casi el doble de riesgo de contraer asma que los de la zona norte de la ciudad, que no estaba contaminada, y el riesgo de cáncer de los habitantes de la cuenca era 25 veces mayor.

Gracias a esos esfuerzos, en 2005 se instauró un nuevo sistema de licencias que obligaba a las refinerías a reducir considerablemente las emisiones. Pero la victoria tuvo un costo: en represalia por parte de la industria petrolera, una noche de enero de 2007 la casa de Desmond fue incendiada. 

Él y su hija sufrieron quemaduras y fueron a parar a un hospital, pero al día siguiente regresó a su modesta oficina de la SDCEA, vendado pero no vencido. Tenía una nueva misión por la cual luchar: detener el creciente vertimiento de residuos tóxicos en la cuenca. En 2009 llegó la hora de la verdad, cuando Desmond oyó que el famoso vertedero de Bulbul Drive había alcanzado su capacidad máxima y que Wasteman, la empresa operadora, había solicitado una ampliación.

Desmond estaba preparado para la gran batalla. Había leído todo lo que pudo sobre residuos petroquímicos. Cuando Wasteman llevó un grupo de asesores a una reunión de la SDCEA en junio de ese año para que explicaran la ampliación del vertedero, Desmond agitó en alto algunos frascos con muestras de aire de las escuelas. “¡Revolucionamos la reunión!”, dice, todavía emocionado. 

Su campaña recibió un impulso no deseado en octubre, cuando varios alumnos de una escuela primaria de la zona fueron llevados de urgencia al hospital aquejados de dolores de cabeza y náuseas, ocasionados al parecer por inhalación de las fétidas emanaciones del vertedero. 

Gracias al apoyo de las asociaciones locales, Desmond fue ganando terreno en su lucha. Al iniciar el año siguiente movilizó a la comunidad y al resto de la ciudad, dio conferencias de prensa y encabezó las manifestaciones de protesta. “Wasteman se beneficia mientras las personas sufren”, decían las pancartas. 

Como consecuencia de esta oposición implacable, en agosto de 2010 Wasteman anunció que había cancelado la solicitud de ampliación del vertedero. Eufóricos, Desmond y sus partidarios corrieron allí para comprobarlo, y colgaron pancartas enormes en las que daban la bienvenida a la decisión adoptada.  

Aún faltaba lo mejor: el 15 de noviembre de 2011 Wasteman anunció el cierre del vertedero. “Fue una victoria muy merecida para los cientos de residentes valerosos que hicieron campaña durante años para que lo cerraran”, comentó Desmond. 

“Por fin desaparecieron el hedor y las moscas”, dice Sandy Pillay, una vecina de 66 años que hoy contempla con alegría el paisaje recuperado. “Desmond ha sacrificado muchas cosas para lograr esto”, añade el presidente de la asociación cívica local, Habi Singh, de 78 años. “Para luchar por el medio ambiente es necesario hacer sacrificios, y él y su familia han hecho muchos”. 

 

En 2014 Dessmond hizo un vuelo a California para recibir el Premio Ambiental Goldman, la mayor distinción que se otorga en el mundo a los ecologistas comunitarios. “Desmond tiene una habilidad natural para motivar a los residentes y unirlos en torno a un objetivo, un logro increíble si se tiene en cuenta lo divididas que están racialmente las comunidades del sur de Durban”, dice David Gordon, director ejecutivo de los Premios Goldman.

De vuelta en su oficina, Desmond señala: “Se trata de insistir, de saber con quién estás tratando y de no crearte enemigos innecesarios”. No tiene intención de mudarse. “Aquí están mis raíces”, añade, alisándose el pelo canoso con la mano llena de cicatrices de quemaduras. “Y siempre hay cosas por hacer”. 

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