Familia

Cómo inculcar la bondad en nuestros hijos

—¿Qué es eso? —preguntó Genie, mi hija de 10 años, asomándose por encima de mi hombro al ver que me reía de una carta que acababa de abrir.

“Servicio de despertador”, decía un texto mimeografiado, “2.50 dólares por llamada. Deje mensaje”. Al pie de la hoja se veía un número telefónico y el dibujo de un teléfono con disco para marcar, como el que usaba mi tía abuela Sara hace 40 años.

—¿Te hace gracia la carta? —me preguntó Genie.

—En realidad, no —reconocí—. Sólo me parece anticuada.

—¿Qué es un servicio de despertador? —agregó extrañada, lo que confirmaba mi opinión.

Le expliqué que antes de que existieran los teléfonos inteligentes, había quienes pagaban a alguien para que los despertara con una llamada.

—¿Quién envió el anuncio? —siguió interrogándome.

—Tal vez una persona mayor que no sabe que las llamadas para despertar son anticuadas —dije—, y que necesita dinero.

—¿Podemos pedir una llamada? —preguntó con los ojos iluminados.

—No la necesitamos —gruñí.

Al otro día, de pie junto a mi cama, Genie me despertó tocándome el hombro con el anuncio.

—¿Podemos pedir una llamada de despertador? —insistió.

—No la necesitamos —le repetí—. Al menos yo no: te tengo a ti.

A la hora de dormir, el anuncio seguía en mi mesita de noche. Lo tomé y me dirigí hacia el bote de basura de la cocina pasando junto a Genie, que estaba haciendo la tarea.

—¡Espera! —gritó, levantándose de un salto y quitándome la hoja; entonces, con ojos llorosos, añadió—: Me da lástima el señor despertador, si es que necesita dinero. ¿Podemos pedir la llamada?

Miré el anuncio, con su dibujo del teléfono de disco, y volví a recordar a mi tía Sara y su viejo aparato.

De niña iba a visitarla el Día del Trabajo, cuando Jerry Lewis presentaba su teletón anual en pro de la Asociación de Distrofia Muscular. Invariablemente, mi tía me estrechaba la mano, tomaba el teléfono de disco y marcaba el número que aparecía en la pantalla del televisor.

Sosteniendo el enorme auricular entre las dos, anunciábamos a la operadora: “Queremos ayudar a los niños de Jerry”.

Ahí estaba ahora mi hija, mostrando el mismo gran corazón que a mí me inculcaron en la infancia, y yo no le hacía caso.

Siempre le he dicho que sea bondadosa con los menos afortunados, pero no ha conocido a ninguno en nuestro arbolado barrio residencial, felizmente exento de penurias. Pensaba que por fin había encontrado alguien a quien ayudar directamente. ¿Cómo iba yo a frustrar sus nobles intenciones?

Busqué en Google la dirección del remitente. Es increíble lo que se puede hallar en estos tiempos con unos pocos clics. La dirección era de un hombre al que llamaré Raymond, quien vivía en una localidad menos próspera a 32 kilómetros de distancia. Rondaba los 65 años.

Marcamos su teléfono y, sosteniendo el auricular entre las dos como hacíamos mi tía Sara y yo, le dijimos que necesitábamos sus servicios.

—¡Perfecto! —repuso él con voz temblorosa pero amigable, evidentemente tan asombrado de recibir el pedido de una niña como yo de posibilitarlo (sobre todo porque Genie solicitó el servicio para un sábado a las 7 de la mañana).

Cuando le preguntamos cómo le pagaríamos los 2.50 dólares, dijo:

—Manden un cheque por correo.

Genie estuvo radiante toda la semana. El viernes por la noche le puse el teléfono junto a la almohada para que atendiera la llamada de Raymond.

Por la mañana llegó brincando a mi cuarto para decirme cómo él le había deseado un día feliz, y cómo el deseo se había cumplido.

La tecnología ha hecho obsoletas algunas cosas, pero otras, como la bondad y la generosidad, son virtudes que el mundo siempre necesitará. Muchas personas mayores las necesitan, tan sólo para seguir adelante.

Todos los niños necesitan la oportunidad de practicarlas, tan sólo para madurar, y los padres deben permitírselo.

En el ajetreo de mi vida cotidiana olvidé esto por un momento.  Supongo que sólo necesitaba una llamada de atención.

¿Cómo has inculcado en tus hijos el valor de la bondad?

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