Lo mucho que les debo a los gitanos

Jeannette Kupfermann descubrió que los gitanos son más que una vida al margen de la sociedad.

La sala de espera de un hospital puede ser el lugar más solitario de la Tierra. Mientras uno aguarda a que le digan cómo sigue un familiar enfermo o herido, es muy fácil sucumbir a una sensación de miedo, esperanza y angustia.

Pero es también un sitio donde uno puede conocer a las personas menos pensadas y recibir consuelo de ellas, como lo descubrí. Mi hijo Elias, de 40 años, fue llevado al Hospital Wexham Park en Slough, Inglaterra, le diagnosticaron fascitis necrotizante, una infección bacteriana que carcome la carne.

Yo estaba desesperada por recibir algún consuelo, pero lo único que el personal de la unidad de terapia intensiva (UTI) pudo decirme fue: “Hay que esperar… es algo muy grave”.

Poco después de la operación, me permitieron ver de nuevo a Elias. Le habían extirpado parte de la carne infectada, y él estaba inconsciente, con cables conectados al cuerpo. Una doctora dijo que tendrían que hacerle varias operaciones más para erradicar totalmente la bacteria. “Esto es algo que tarda en sanar, y puede empeorar rápidamente”, advirtió.

En las seis semanas siguientes, durante ocho horas al día, la sala de espera se volvió mi segundo hogar. A veces acudían mi hija y su esposo, pero mi principal compañía eran los familiares de otros pacientes. Allí estaba Nicky, una joven parlanchina a cuya madre le habían amputado una pierna a causa de un coágulo, y también una señora rica que hablaba con calma sobre el infarto que había sufrido su esposo. Pero la mayoría de las personas se sentaban en silencio, absortas en sus pensamientos, al parecer sin deseos de hablar sobre el estado de sus seres queridos.

Una mañana, varios días después del ingreso de Elias, me topé en el pasillo con un grupo de hombres jóvenes. Muchos de ellos estaban vestidos con pantalón y tenis deportivos. ¿Habrá sufrido alguien un accidente mientras jugaba?, me pregunté.

En la sala de espera, donde por lo general sólo había unas cuantas personas, estaban unas 40 mujeres, todas hablando ruidosamente. Las más jóvenes llevaban puestas mallas, blusas ajustadas y botas, y lucían bronceados artificiales. Las mujeres mayores también iban muy arregladas, aunque con ropa informal de casa y algunas con bolso de diseñador. Sin embargo, todos los rostros, aunque hermosos, tenían una expresión de indocilidad y firmeza que intimidaba. Así que me sentí aliviada cuando una mujer del grupo, de mediana edad, al verme buscar una silla, despejó un lugar junto a ella y me dijo:

—Venga, siéntese aquí.

Como las mujeres se parecían mucho, les pregunté:

—¿Todas ustedes son familiares?

Mi vecina asintió con la cabeza. Señaló a una mujer de treinta y tantos años, vestida sobriamente, y me dijo que se llamaba Shelley. Su hijo Tom, de 18 años, había ingresado con lesiones en la cabeza luego de un pleito fuera de un club nocturno.

—Soy su cuñada —añadió mi vecina—, y aquellas son sus hermanas, pero la mayoría son primos y sobrinos hasta en quinto grado. Están a punto de llegar otros 100 familiares provenientes de todo el país.

 —Nos gusta hablar de nuestras cosas —me comentó una anciana, y añadió—: ¿Puedo darle mi número telefónico? Tiene usted cara de persona con suerte; creo que va a ganarse la lotería. Le daré mi número ¡para que me envíe parte del premio!

De pronto, caí en la cuenta.

—Por casualidad, ¿todos ustedes son gitanos? —pregunté.

—Sí, la mayoría de nosotros lo somos —respondió la mujer sentada a mi lado—. ¿Cómo lo supo?

Mencioné Mi gran boda gitana, una serie documental que habían pasado recientemente en la televisión.

—Bueno, no nos hace justicia —señaló—. No todos tenemos ese tipo de bodas. La semana pasada celebramos una, y la novia llevaba un vestido sencillo y encantador.

Me mostró una foto de varias señoras vestidas elegantemente. Seguí charlando con las mujeres, incluida Shelley. Les conté sobre mi hijo, y casi al instante me hicieron sentir parte de su grupo. Parecían tener una compasión natural e interés por Elias, en parte porque ellas también estaban sufriendo la angustia de llegar a perder un hijo o un pariente y, pensé, debido a la historia de sufrimientos y marginación de los gitanos.

En los dos días siguientes llegaron más familiares; se reunían en las cafeterías, en otras salas de espera y en los jardines. Aquello empezó a parecer una asamblea del clan, pero las mujeres no me excluyeron. Una mañana salí del consultorio del médico con lágrimas en los ojos, tras enterarme de un cambio repentino y potencialmente peligroso en el ritmo cardiaco de mi hijo. Shelley me abrazó de inmediato, y otra gitana corrió a prepararme una taza de té.

—No te preocupes, estaremos aquí  para apoyarte —me dijo Shelley.

Mientras los días pasaban y el estado de Elias mejoraba poco a poco, las mujeres me brindaron apoyo, ya fuera con una mirada, una palabra o un gesto de solidaridad. Preguntas como “¿Ya le quitaron el respirador?”, “¿Cómo se encuentra hoy?” o “¿Está comiendo?” podrían no parecer mucho, pero demostraban que mi dolor se había convertido en el dolor de ellas, y yo necesitaba escucharlas.

Lo que distinguía a los gitanos de casi todas las demás personas que esperaban en las salas, sumidas en sus pensamientos, era que su enorme grupo de apoyo mutuo (y quizá su historia y experiencias personales en tiempos difíciles) les permitía seguir realizando actividades cotidianas como charlar, comer y coquetear.

Por supuesto, Shelley y yo pasamos mucho tiempo hablando de nuestros hijos —Tom tenía una inflamación cerebral que amenazaba con provocarle una hemorragia—, pero también hablábamos sobre ir de compras, de las preciosas manicuras de las gitanas y sobre los empleos que tenían muchas de ellas. 

 

Extraido de la revista Selecciones

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