Los amigos imaginarios: ¿ayuda esto a los niños o los retrasa?

Si un niño inventa un amigo como compañero de juegos, ¿le ayuda en su desarrollo, o lo retrasa? ¿Y hasta qué edad conviene que juegue con él?

“Shilo, cuando era yo pequeño solía llamarte. Nadie más venía, pero tú, Shilo, siempre lo hacías”, dice una canción de Neil Diamond. Este famoso artista no fue el único que llenó un vacío en su niñez con un amigo imaginario. Estudios recientes indican que esto es mucho más común de lo que se creía: hasta 65 por ciento de los niños inventan compañeros de juegos que los acompañan meses o años y les ayudan a superar los momentos difíciles mientras crecen.

Los psicólogos antes pensaban que esta conducta era señal de enfermedad mental, pero hoy día las investigaciones en todo el mundo están demostrando que los amigos imaginarios son benéficos para los niños.

Existen vínculos claros entre los juegos imaginarios durante la infancia y el desarrollo de las habilidades lingüísticas, sociales y cognitivas, dice Evan Kidd, psicólogo e investigador de la Universidad La Trobe, en Victoria, Australia, quien ha estudiado la función que cumplen los amigos imaginarios.

Al parecer, cuando los niños crean un personaje de fantasía, aprenden a comunicarse mejor y comprenden que pueden existir puntos de vista diferentes. “Estos chicos pueden captar los distintos estados de ánimo de los seres humanos, entender que otras personas tienen maneras de pensar diferentes a la suya, e interactuar con ellas”, señala Kidd.

Y mientras que los expertos antes creían que los amigos imaginarios eran un fenómeno de la edad preescolar, los estudios actuales muestran que los niños mucho mayores pueden tenerlos también. Se piensa, además, que quienes de niños los tuvieron adquieren ventajas para toda la vida.

Se comunican mejor y son más creativos y orientados al logro, según un artículo reciente de la Universidad La Trobe y la Universidad de Manchester, en el Reino Unido.

Los investigadores están tratando de averiguar cómo surgen esas fantasías, y si alentar la imaginación de los niños puede beneficiarlos en la vida adulta. “Es posible que a los padres no les agrade ese comportamiento, sobre todo cuando el niño usa al amigo imaginario para culparlo de sus faltas”, dice Kidd. “Sin embargo, es absolutamente normal en términos generales, y los padres deberían limitarse a disfrutarlo”.

A continuación, siete profesionales exitosos nos cuentan sobre sus compañeros de la infancia.

Jeff Wortman, presentador de radio

Cuando tenía cinco o seis años me encantaba la serie de televisión Patrulla motorizada. El personaje principal [un policía motociclista] tenía un compañero, y como mi amigo imaginario era hombre [man, en inglés], lo llamé “Mani”.

Cuando paseaba en bicicleta, sentía que estaba patrullando con él. Tengo una pequeña cicatriz en la mano derecha que me hice al caer de una cerca en el jardín de mi casa. Mani me soltó y caí sobre mi mano. Siempre lo culpé por eso.

Posie Graeme-Evans, productora de televisión y novelista

He tenido tres amigos imaginarios que han acudido a ayudarme en distintos periodos de mi vida.

A los cinco años de edad tenía una amiga en mi interior, una voz que me acompañaba y consolaba. A veces alcanzaba a ver algo que desaparecía de repente, y sentía yo mucha paz. Ya adulta, me he preguntado si no sería mi abuela, a la que no conocí.

A los 10 años tenía un sueño recurrente, muy vívido, sobre una pantera negra. Era mi tótem, una compañera que caminaba a mi lado. Después, cuando empecé a producir dramas de televisión, solía imaginar a un hombre enorme con armadura.

Lo oía hacer un ruido metálico a mis espaldas cuando entraba a juntas de trabajo difíciles. Me lo figuraba de pie detrás de mi silla. No sé si lo veían mis colegas; a veces pienso que sí.

Escribo y produzco mucho para la televisión. Tomo el germen de una idea y uso mi imaginación para darle vida. Aún cuento con una presencia imaginaria, una especie de guía espiritual. Pregunto algo y la respuesta me llega al instante. Pero no se me ocurre a mí; acude a mi mente justo antes de pensar en la pregunta. Es un gran consuelo.

Di Morrissey, escritora

Tuve una infancia muy solitaria en un suburbio de Sydney, Australia. Leía mucho, pero como tenía muy pocos libros, inventaba mis propias historias.

Tenía un amigo imaginario al que llamaba Spike, un pez (supongo que era macho) que salía del agua y podía vivir en la tierra. Caminaba sobre las dos puntas de su aleta caudal, y me seguía a todas partes. Siempre estaba conmigo. Cuando íbamos a pescar, Spike se zambullía en el agua y hacía nadar hacia mí los jureles para que los atrapara.

Yo le contaba mis historias, y él jamás me cuestionaba ni contradecía. Llevaba mi juego de té al jardín trasero, y Spike se sentaba enfrente de mí para escucharme con atención y en silencio.

Siempre tuve la convicción de que quería contar historias, tener un público. Perdí el hábito de contarlas oralmente cuando, a los seis o siete años, aprendí a usar la vieja máquina de escribir de mi abuelo, y Spike se esfumó de mi mente poco a poco.

Ahora, cuando escribo novelas, no van dirigidas a un público grande ni a cierto grupo de edad. Las escribo para divertirme, y llegan a manos de una sola persona: un lector. Alguna vez tuve un pez como público, así que ahora visualizo a un lector; si no fuera así, escribir sería abrumador.

Susan Kurosawa, editora y escritora de viajes

Me crié en la campiña inglesa como hija única, y sentirme sola me hizo inventar una amiga llamada Jemima (como la pata de uno de los cuentos de Beatrix Potter, que mis padres me leían). Yo la culpaba de todas mis fechorías, desde las migajas de bizcocho que dejaba en mi cama hasta las rebanadas de tarta de manzana que desaparecían de la cocina. Jemima siempre tenía hambre, y le encantaban los panes dulces.

Cuando empecé a ir a la escuela me hice de amigas reales, y Jemima desapareció de mi vida misteriosamente.

Jemima y yo conversábamos (leía mis historias y se sabía sus diálogos), y me alegraba que viviera en mi cabeza y poder charlar con ella. Creo que mi destino siempre fue ser escritora, explorar los mundos de la imaginación y del realismo mágico.

A mis padres, que eran muy excéntricos, no les parecía nada extraña la presencia de Jemima, y mamá a veces ponía en la mesa un vaso de leche para ella.

Justin Hamilton, comediante

Mi amigo imaginario era un chico al que yo llamaba Jeffrey. Era más o menos de mi estatura, tenía pelo castaño y, a decir verdad, probablemente era una copia exacta de mí, excepto que en mis juegos tenía que interpretar los papeles que a mí no me gustaban.

Él era Chewbacca, y yo, Han Solo; él era el doctor Watson, y yo, Sherlock Holmes (me fascinaba la película Asesinato por decreto, en la que Sherlock Holmes se enfrenta a Jack el Destripador).

Jeffrey fue mi amigo hasta los siete u ocho años, cuando hice amistad con niños reales y empecé a pasar mucho tiempo con ellos. Era yo hijo único, y creo que Jeffrey me ayudó de muchas maneras, ya fuera para dar rienda suelta a mi imaginación o para aprender a jugar con otros chicos. Nunca traté mal a Jeffrey; siempre fue mi igual, y se divertía tanto como yo. Lo peor que podría decirse es que nunca lo dejé ser el mandamás en el juego, pero eso no le importaba.

Muchos años después escribí una obra cómica titulada Purple Cows (“Vacas moradas”), sobre la búsqueda de Jeffrey. Presenté ese espectáculo en Melbourne, Adelaida y Sydney, y aunque siempre dejé un boleto para Jeffrey en la entrada, nunca llegó. Es una lástima, porque creo que se habría divertido mucho.

Helen McKay, escritora

Mi madrina me regaló una hermosa muñeca de porcelana. Mi mamá la llamó Rebeca. Como yo no podía pronunciar bien ese nombre, la llamaba Bicky. Nos hicimos amigas íntimas, y yo la adoraba.

Un día mi hermano menor la tomó, pero se le cayó y se hizo añicos en el suelo. Ya estaba vieja y, desde luego, no se pudo reparar. Se me partió el corazón, pues sentía que había perdido a una amiga del alma.

Varios meses después, el día que cumplí cinco años, entré a la escuela primaria. Me pareció un lugar muy feo y deprimente. Cierta mañana, sentada sola en el patio de juegos a la hora del recreo, me sentía perdida y muy triste, cuando de pronto oí una voz. Volví la cabeza y vi a Bicky, mi adorada muñeca, con el cuerpo nuevamente completo y más grande de lo que yo recordaba, pero vestida como siempre. Estaba de pie junto a un árbol en el patio. Me acerqué a ella y hablamos, lo que hizo que me sintiera más a gusto en la escuela.

Siempre que me sentía triste o sola, Bicky se materializaba, y charlábamos y nos reíamos un rato antes de que se marchara. Mis hermanos se burlaban de mí por hablar con las sombras.

Un día en que mi mamá me vio hablando con Bicky, me preguntó qué estaba haciendo. Le conté de mi amiga muñeca, pero recibí un severo castigo por decir mentiras. Pronto aprendí a no hablarle a nadie de ella. Se convirtió en mi amiga secreta.

Cuando cumplí siete años me enviaron a tomar clases con una maestra de violín, y tenía que ensayar todas las noches mientras aprendía a tocar. Creo que a Bicky no le gustaban los ruidos que hacía yo con el violín, porque nunca más volví a verla.

Al cabo de un tiempo, cuando me sentía triste o enojada, me encerraba en mi cuarto, sacaba el violín y lo tocaba. Empezaba lentamente y terminaba con inmenso júbilo. Conservé este hábito hasta que me hice adulta, y pienso mantenerlo siempre.

Tim Harcourt, economista

Tenía un amigo imaginario al que yo llamaba el rabino Daniel Singer. Era un judío ortodoxo, y entrenaba al equipo Saint Kilda de la Liga Australiana de Futbol.

Mi abuelo, oriundo de Transilvania, Rumania, era un judío ortodoxo que en su adolescencia emigró a Australia con su familia. Intentó ingresar en el club de salvavidas de la playa de Bondi, cerca de Sydney. El apellido Harkowitz le impidió entrar, así que se lo cambió a Harcourt. Volvió allí al día siguiente, habló con el mismo tipo que lo había rechazado y esta vez consiguió que lo aceptaran.

Me parecía increíble que un rabino pudiera volverse salvavidas, así que inventé una historia sobre un rabino que se hace entrenador de un equipo de futbol. En aquel tiempo yo no sabía mucho acerca de mis raíces judías, de modo que, tal vez, las estaba rescatando inconscientemente.

Juan Carlos Ramirez

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