Los burladores de la muerte

Desahuciados por los médicos, estos hombres y mujeres logran escapar de la Parca alentados por un trabajo fecundo y placentero.

Cerca de Ellensburg, en una campiña escasamente poblada del estado de Washington, vive una de las comunidades humanas más admirables del mundo. Se compone de hombres y mujeres desahuciados por los médicos y que debieron haber muerto ya, hace dos, tres o cuatro años, según la gravedad de sus dolencias o el mayor o menor grado de pesimismo de sus galenos. Y, sin embargo, desde que se estableció la singular colonia, en 1936, no ha ocurrido en ella una sola defunción. Y, lo que es más asombroso aún, sus integrantes viven de su propio trabajo, se cuidan los unos a los otros y gozan una relativa felicidad. Sólo viéndolos puede creerse que un grupo de 15 enfermos desahuciados es capaz de conocer y disfrutar la alegría de vivir.

Ese milagro se debe sencillamente a la voluntad de vivir, y de vivir útilmente, y constituye una prueba elocuentísima del poder de la voluntad sobre el organismo humano.

 

Fue Guyer D. Thomas, actual presidente del grupo, quien concibió la idea de burlar los designios de la muerte. Había alcanzado la justa reputación de hábil ingeniero en Washington, donde ayudó a colonizar tierras a ex combatientes mutilados a quienes se había reeducado para labores agrícolas. Cree Thomas que tuvo la inspiración para fundar el grupo al ver cómo renacía la ilusión de vivir en esos hombres marcados por la metralla. Él tenía un tumor maligno en el estómago y, cuando los cirujanos lo operaron, hace cinco años, le cortaron parte del órgano y le dieron sólo cinco semanas de vida; y eso si seguía con rigor una dieta láctea. Amenazado de una muerte inminente, resolvió ocultar su lenta agonía y pasar los postreros días de su existencia en una granja cerca de Ellensburg, cuyos propietarios, Jess y Nancy Green, habían publicado un anuncio en los periódicos solicitando un huésped.

Los Green luchaban a brazo partido por conservar la propiedad de su granja. Nancy, aquejada de una grave afección cardiaca, pasaba casi todo el tiempo en una silla plegable de la que se levantaba por breves ratos para atender algunas tareas menores del hogar o ayudar a Jess a cuidar a sus cinco hijos. El médico le había vaticinado que su pobre corazón herido dejaría de latir antes de un año.

Tenían los Green una amiga, Lucila Bolding, a quien los médicos habían dicho también, en los términos más solemnes y definitivos, que sus días estaban contados: padecía un mal gástrico incurable. Cierto día Lucila sufrió un colapso estando de visita en casa de los Green. Al ver el cuerpo inmóvil de su amiga, a Thomas se le ocurrió una idea extraordinaria.

Hay otros desahuciados por estos lares que se encuentran en la misma situación desesperada, pensó, pero todos nosotros tenemos órganos esenciales en buen estado, y eso nos permitirá vivir. Si nos agrupamos, los que estamos aún levantados podríamos cuidar de los postrados hasta que se encuentren en condiciones de abandonar el lecho. Además, los que caminamos podríamos trabajar juntos y solventar nuestros gastos.

Al difundirse los detalles del plan de Thomas, otros 12 desahuciados se unieron a los tres fundadores. Entre ellos había enfermos consumidos por la anemia perniciosa, cardiacos aquejados de disnea, víctimas de la enfermedad del sueño y, para cerrar la calamitosa lista, un hombre en cuyos huesos retorcidos se habían cebado los cirujanos con cruel ensañamiento en nada menos que 23 operaciones. Sobre todos ellos pesaba el mismo vaticinio terrible de unos cuantos meses de vida. Se llenaron con aquellas figuras dolientes las 10 habitaciones de la casa. Y surgió, pavoroso e inaplazable, el problema de la subsistencia.

Una noche, cuando los niños ya estaban durmiendo, los mayores advirtieron, avergonzados, que los pequeños se habían ido a la cama sin decir sus oraciones. Los Burladores de la Muerte no forman, de manera alguna, una secta religiosa. Pertenecen a distintas comunidades cristianas, pero todos creen en el poder de la oración, que les ayuda a soportar el dolor y fortalece su voluntad de vivir. Arrellanado en su butaca junto al fuego, Thomas cavilaba sobre el olvido de los niños, y entonces tuvo una inspiración.

 

A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, los asociados vieron en una de las paredes del comedor una cruz blanca de cartón, de cinco centímetros de largo, pegada a un retazo de fieltro azul. Thomas pidió a uno de sus compañeros que la pusiera en un cuarto más oscuro; allí, colgada en la penumbra, brillaba con el fulgor de una estrella. Thomas explicó el prodigio: para confeccionar la cruz había usado pintura fosforescente. La cruz, colocada luego en el cuarto de los niños, les recordaría que debían decir sus oraciones antes de acostarse.

Los mayores utilizaron también la cruz. Cuando el dolor físico los hacía despertar a la mitad de la noche, iban a ver la cruz y hallaban alivio y consuelo en ese símbolo luminoso.

Habían encontrado algo en lo que casi todos podrían ocuparse: hacer crucecitas para venderlas. Tras reunir el dinero con que contaban, vieron que entre los 15 socios disponían tan sólo de 80 centavos de dólar. Jess Green ya había malbaratado hasta la última de sus vacas para hacer frente a los gastos colectivos.

Emplearon los 80 centavos en comprar sustancias químicas y un pliego de fieltro azul que había de servir para hacer el fondo de las cruces. Con objeto de proporcionar un soporte adecuado al fieltro, fue preciso que los muchachos hicieran una incursión por los campos y las fincas colindantes y se apoderaran de la madera de vallas abandonadas y postes de teléfono caídos. El cartón que iban a necesitar salió de los carteles de una campaña política recién terminada. “La efigie de un candidato a secretario del Ayuntamiento nos suministró material para 36 cruces”, declaró Thomas, desternillándose de risa, “y la de un candidato a alguacil, para otras 24”.

Tan pronto como estuvo terminada la primera docena de cruces, una de las niñas salió a venderlas. Al pasar frente al cuartel de bomberos, éstos se burlaron de su mercancía. Acertó a llegar en aquellos momentos el jefe de los bomberos.

—Si no me compras una cruz —le dijo la niña a gritos—, ¡no iré más a ninguno de tus incendios!

Divertido, el jefe le compró sin chistar todas las cruces.

En los atrios de las iglesias se empezaron a vender las cruces como pan caliente, a 15 centavos de dólar cada una. Un predicador las anunció desde su emisora de radio en Yakima, Washington; otra emisora de Portland, Oregon, no tardó en seguir su ejemplo. Los pedidos llegaban a raudales, lo que suscitó un serio problema: los fabricantes de cruces carecían del dinero necesario para adquirir la materia prima de su novel industria.

Como último y aventurado recurso, apelaron a un banquero de Ellensburg a cuya esposa había vendido huevos Nancy Green en una ocasión. El banquero escuchó estupefacto la solicitud de un préstamo de 100 dólares que le hicieron aquellos fabricantes.

—Ustedes mismos, señores míos, me han proporcionado tres motivos por los cuales no debo prestarles esa suma —contestó—. El primero es que la van a invertir en un negocio inseguro; el segundo, que no me ofrecen garantía alguna, y el tercero, que la muerte los ronda muy de cerca.

Los solicitantes, cabizbajos, dirigían ya sus pasos vacilantes hacia la puerta cuando, de pronto, el banquero cerró su desalentador preámbulo con esta frase inopinada:

—No obstante, señores, estoy dispuesto a prestarles la cantidad de dinero que me piden.

Los Burladores de la Muerte ya pagaron esa deuda y otras que contrajeron después, y ahora tienen en caja más de 2,000 dólares. Hasta el día de hoy han hecho y vendido más de medio millón de crucecitas.

 

John Hix, famoso caricaturista, les ha dedicado un dibujo de la serie “Aunque parezca extraño” que les valió un aumento sensible de las ventas. Una emisora de radio llevó a Nancy Green a Hollywood, desde donde habló a todo el país, y el volumen de ventas volvió a crecer de modo notable. Una tienda de objetos religiosos, nacionalmente reconocida, repartió montones de folletos sobre la historia del grupo de Ellensburg, y los pedidos les llegaron en número abrumador.

Thomas ha recibido solicitudes de cientos de enfermos de todas partes, ansiosos de unirse a la floreciente comunidad; pero, por desgracia, el reducido tamaño de la casa de los Green limita forzosamente a 15 el número de sus moradores. En la primavera pasada un incendio destruyó la casa, y los Burladores de la Muerte viven ahora en viviendas alquiladas hasta que encuentren otra granja adecuada o puedan reedificar la antigua.

Pero de todas las cosas extraordinarias que ofrece la existencia de los Burladores de la Muerte, ninguna más singular y paradójica que su constante buen humor. Mientras, sentados en torno de una mesa, fabrican y montan sus cruces, alguno de los que no pueden participar en la tarea sintoniza la radio o lee en voz alta, y es sumamente raro que transcurra más de un cuarto de hora sin que estalle, gozosa y franca, una carcajada general. La vida misma es para ellos una broma finita, un suceso cómico que provoca risa. Y lo es más ahora que creen haberle arrebatado a la muerte algunas de sus codiciadas presas.

Está rigurosamente prohibido entre ellos hablar de sus enfermedades y achaques a no ser en caso absolutamente necesario. Cuando alguno requiere ciertos cuidados, otro de los menos impedidos se los prodiga. En el grupo están cambiándose constantemente los papeles, pues hoy está en pie el que ayer estaba postrado, y mañana guardará cama el que hoy camina con más ligereza y ánimo.

 

El Doctor Irving S. Cutter, decano de la Facultad de Medicina de la Universidad del Noroeste, en Evanston, Illinois, ha hecho el siguiente comentario a propósito de esa extraña comunidad humana:

“Cada vez que el médico le pronostica a un enfermo que ha de morir pronto, sabe bien que puede producirse en el desahuciado una reacción tan vigorosa que eche por tierra el sombrío vaticinio. Si el paciente reac-ciona desfavorablemente, la congoja que se apodera de él trastorna aún más sus funciones fisiológicas y le acorta la vida. Los Burladores de la Muerte han hallado y practican una filosofía que contribuye a alargarles la vida. Al aceptar con serenidad los decretos del destino, al empeñarse en hacer útiles sus últimos días de vida, al consolarse unos a otros en su tribulación y tener un motivo para servir a fines piadosos, practican el medio más eficaz de prolongar su existencia.

”Muchos pacientes que yacen en hospitales y asilos aguardando su hora última, inmovilizados más por la certidumbre de una muerte próxima que por la enfermedad, podrían levantarse y vivir plácidamente años enteros todavía, si se despertara y estimulara en ellos la voluntad de vivir. Así como un hombre sano puede prolongar sus días más allá del término medio de la existencia mediante una forma de vida prudente e higiénica, así también pueden los enfermos y condenados al yugo del padecimiento físico alargar y mejorar su existencia por esos medios espirituales”.

“Hemos descubierto”, dice Nancy Green, “que las cosas que producen mayor felicidad son aquellas que están precisamente más cerca de nosotros, rodeándonos y envolviéndonos. Cuando pensamos que en cualquier momento podemos perderlas, empezamos a quererlas con un cariño más profundo. Me figuro que todos tenemos que sentir bien adentro, en la carne y en el alma, el aguijón del sufrimiento para aprender a estimar la vida y gozar de sus bienes”.

 

 

Este artículo se publicó por primera vez en el número inaugural de Selecciones, la edición en español de Reader’s Digest, en diciembre de 1940.

 

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