Los parachicos, una ofrenda colectiva antiquísima
Un día llegó hasta Guatemala el rumor de que un brujo mexicano podía curarlo, así que una mujer viajó a Chiapas en busca de un milagro...
De la promesa hecha por una mujer acaudalada a los habitantes de Chiapa de Corzo nació una celebración que ha perdurado desde el siglo XVIII.
María de Angulo lo tenía todo: gracia, bondad y riqueza, pero era infeliz porque nunca había visto sonreír a su hijo, aquejado por un mal que lo mantenía paralizado. Sin embargo, un día llegó hasta Guatemala el rumor de que un brujo mexicano podía curarlo, así que la mujer viajó a Chiapas en busca de un milagro.
Según la tradición oral, cuando la acaudalada española llegó a Chiapa de Corzo, encontró un pueblo que estaba muriendo de hambre a consecuencia de una plaga de langosta que había destrozado sus cultivos. La mujer prometió suministrarles alimentos si su hijo se curaba.
El brujo sumergió al niño en el Cumbujuyú, un ojo de aguas termales en las afueras de Chiapa de Corzo. Tras nueve días de inmersiones el chico sanó, así que María cumplió su promesa. Esa muestra de agradecimiento se transformó en el eje de la celebración más importante de Chiapa de Corzo, una de las ciudades más antiguas de América.
Chiapa de Corzo no es solo una de las más bellas regiones del sureño estado de Chiapas, también es la entrada al majestuoso Cañón del Sumidero, una impresionante falla geológica y parque nacional.
Con el comienzo del año llega la Fiesta Grande, una celebración que involucra música, danza, misticismo y gastronomía, y que se convierte en el pretexto ideal para hermanar a habitantes, comunidades vecinas y a quienes han migrado, pero regresan esos días para festejar sus tradiciones. La verbena inicia el 8 de enero.
El alma del festejo son los parachicos, como se conoce a los bailarines y su danza, considerada una ofrenda colectiva para María de Angulo, así como para San Sebastián Mártir, San Antonio Abad y el Señor de Esquipulas.
El ritual de los parachicos inicia el 15 de enero con el llamado del tambor, en las primeras horas de la mañana. El punto de reunión es la casa del patrón, su líder moral; ahí se preparan espiritualmente, con gran respeto se colocan la vestimenta tradicional y oran.
La multitud que participa en la celebración, puede bailar hasta por 14 horas en una jornada. Solo descansan cuando es la hora de comer.
Después, la fervorosa procesión sale a las calles con las imágenes de los santos a cuestas.
El recorrido, que tiene como escenario al pueblo entero —por lo que se pueden admirar los diversos atractivos locales, como La Pila, una fuente mudéjar, y el Museo de la Laca—, se repite varios días, llevando diferentes imágenes santas en cada ocasión.
La procesión es colorida, bulliciosa; el atuendo de los danzantes roba las miradas. Elaboradas con telas como satín y algodón, y técnicas de bordado, tejido en telar de pedal y pintura, las ropas de los participantes son un hermoso ejemplo de la destreza de los artesanos regionales.
Los parachicos, que representan a los bailarines que entretenían al hijo enfermo de María, usan tocados de ixtle llamados monteras y una máscara. Esas piezas —fabricadas con madera de cedro, raíz de álamo, jobo y guanacaste— son trabajadas hasta por tres meses por los talladores de la zona, explica María Eugenia Sánchez, curadora del Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México.
“Hemos danzado lo mismo bajo los escombros de los temblores que las cenizas del volcán chichonal”.
Los parachicos obedecen al patrón, su máxima autoridad y quien lidera, organiza y perpetúa la tradición. En los más de 300 años de historia de esta celebración han existido 20 patrones.
Durante la Fiesta Grande, el patrón —quien porta un látigo para castigar simbólicamente el pecado y la desobediencia— guía a los danzantes con la música de su guitarra y su flauta de carrizo; se hace acompañar de una doncella, a la que llaman Luchita, y un par de tamborileros. Los parachicos, quienes tocan sonajas llamadas chinchín, responden musicalmente a las oraciones del líder.
Pero estos personajes singulares no danzan solos. En la verbena también participan las chiapanecas, complemento de los parachicos; las chuntás, hombres vestidos de mujer que anuncian por las calles el inicio de la celebración y que representan a las sirvientas de la acaudalada dama, y una mujer que personifica a María de Angulo, por lo que debe caminar por el pueblo cargando a un niño como lo hizo la benefactora hace siglos con su hijo recién sanado.
Si prestas atención, descubrirás a los abrecampo con el cuerpo tiznado o engrasado, y cargando animales vivos como iguanas o culebras para generar temor y que la gente se quite de su camino. Ellos recuerdan a los que abrían paso a la comitiva de María para poder repartir los víveres equitativamente.
Las jornadas de esta celebración son agotadoras, pues los participantes bailan hasta 14 horas diarias. Solo descansan durante la comida, cuando degustan dos platillos muy significativos: puerco con arroz y pepita con tasajo o carne de res seca. “Le llamamos la comida grande”, explica Guadalupe Rubisel Gómez Nigenda, quien desde hace 17 años ha sido patrón de los parachicos de Chiapa de Corzo.
Los danzantes recorren las calles de la localidad con sus coloridos atuendos, hechos especialmente para la ocasión.
Tras días de danzas y otros eventos como el Combate Naval en el Río Grijalva —donde se recuerdan las batallas entre españoles y nativos chiapanecos—, la Fiesta Grande llega a su fin con la entrega de la imagen de San Sebastián Mártir al nuevo mayordomo o prioste —quien la custodiará durante un año— y una misa que se oficia en la iglesia de Santo Domingo de Guzmán, de estilo barroco, donde comunidad y danzantes dan las gracias a los santos.
“La fiesta termina el 23 de enero y el 25 de enero empezamos a prepararnos para la que sigue”, cuenta Guadalupe emocionado y con orgullo. Y es que en más de 300 años nada les ha impedido realizar su ofrenda colectiva. “Hemos danzado lo mismo bajo los escombros de los temblores que de las cenizas del volcán Chichonal. Ni el movimiento zapatista nos pudo detener”, agrega.
Ni desastres naturales ni movimientos sociales han golpeado esta tradición como lo ha hecho la indiferencia. “Antes de que la Unesco la declarara como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, no había interés por los parachicos”, lamenta el patrón. Y, aunque ahora los ojos están puestos en ellos, la designación no se ha traducido en apoyo de ningún tipo para esta danza ancestral.
Guadalupe denuncia el afán de lucrar con esta fiesta, así como su distorsión por parte de agentes externos. “Queremos que nos representen, pero que nos representen bien”, afirma. El patrón de los parachicos alza la voz por una tradición que va más allá de una fecha, pues, para el oriundo de Chiapa de Corzo, convertirse en parachico es un proyecto de vida.