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Comida para el alma en la ciudad de Lyon

La ciudad francesa de Lyon goza de fama por los vivificantes placeres de su cocina tradicional.

La primera vez que vine a Lyon fue en 2011, para asistir al Bocuse d’Or, el concurso de cocina más prestigioso del mundo. Se celebra cada dos años, en un enorme auditorio lleno de espectadores que ondean banderas y tocan tambores. Frente a ellos, 24 chefs de distintos países se esfuerzan por elaborar dos platos exquisitos.

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Todo en el evento es desmesurado. Cada plato —uno de carne y otro de pescado— se presenta al jurado en bandejas extragrandes. Las porciones también son desproporcionadas, como si las fuera a comer el Increíble Hulk.

En 2011 los premios principales se otorgaron a equipos escandinavos, lo que suscitó inevitables lloriqueos por el “declive” de Francia como superpotencia culinaria.

Esa tarde, por recomendación de un amigo, fui al centro de la ciudad a comer en el café Comptoir Abel, un tipo de restaurante pequeño común en Lyon conocido como bouchon. Resultó que tenía cuatro comedores con paredes de madera adornadas con carteles, y un menú de postres escrito con tiza en un pizarrón.

Me habían aconsejado que probara la quenelle de lucio. Llegó en una fuente chisporroteante sobre una salsa de champiñón. Mediante un acto extraordinario de alquimia, el chef había convertido un lucio lleno de espinas y básicamente incomible en un manjar delicado de sabor sublime.

Le pregunté al chef, Alain Vigneron, si sus platos competían en el Bocuse d’Or, y él contestó con modestia: “Lo que hago es la cocina de la abuela”.

En el camino a casa, sentí que había redescubierto algo que los visitantes extranjeros llevan aprendiendo en Francia durante al menos un siglo: que la comida excelente no es un concurso, ni un lujo, ni una moda, sino algo más sencillo e íntimo: un acto diario de gozo.

Me percaté de que empezaba a comprender por qué Curnonsky, el célebre crítico gastronómico francés de principios del siglo XX, había declarado a Lyon la capital de la gastronomía, y me prometí volver un día junto con mi familia.

A principios de 2016, cuando consideré que mi hija, de ocho años, y mi hijo, de seis, por fin tenían edad para correr aventuras, alquilé un apartamento en un edificio del siglo XIX en el Quai Saint-Antoine, en el corazón de la ciudad.

Apenas llegamos, nos quedó claro que la vida de Lyon gira en torno a la comida. Seis mañanas a la semana hay un enorme mercado de alimentos al aire libre justo debajo de nuestro apartamento, con más de 100 puestos de verduras frescas, pescado, carne, queso, pan y charcutería.

En nuestra primera visita compramos un pollo asado, tomates provenzales, una salchicha horneada en un pan brioche, una baguette y un poco de queso para hacer un picnic en el anfiteatro romano de la colina de Fourvière.

Desde allí pudimos contemplar la ciudad y ver cada fase de su historia: las gradas del anfiteatro; las tejas de terracota, las torres y los patios del barrio medieval; los elegantes edificios de la Presqu’île de los siglos XVIII y XIX entre los ríos Ródano y Saona, y la ciudad moderna al fondo.

La comida de los bouchons es sencilla, audaz, asequible y democrática: es la cocina de la abuela, la preferida de una clase trabajadora urbana orgullosa y resuelta.

Por lo menos desde hace 2,000 años se ha elogiado la comida de Lyon. En el Museo Galo-Romano de la ciudad vimos antiguos testimonios de la calidad de su carne de cerdo, sus vinos y sus gallinas.

Su excelencia culinaria es en parte un accidente geográfico: Lyon se halla en la intersección de varias de las principales regiones vitícolas de Francia, y sus cocineros aprovechan las exquisiteces de la zona: suculentas frutas y verduras, ternera charolesa, pularda de Bresse de patas azules, cerdo, caracoles, carne de caza y pescado de agua dulce.

Pero la reputación moderna de la ciudad se originó en el siglo XIX, cuando un grupo de mujeres jóvenes abrió restaurantes y se dedicó de por vida a perfeccionar y servir una decena de platos elaborados con productos locales. Se les llegó a conocer como Les Mères (las madres).

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La más famosa de todas ellas fue Eugénie Brazier, nacida en 1895, cuya vida fue la historia de una Cenicienta culinaria. A los 19 años dio a luz a un bebé siendo soltera, así que tuvo que irse de su ciudad en la deshonra. Encontró empleo a las órdenes de Mère Fillioux, la chef más famosa de Lyon, y a la larga abrió un restaurante propio.

Su trabajo incansable, su uso de los mejores ingredientes y su talento único la llevaron a convertirse, en 1933, en la primera chef en tener seis estrellas Michelin (tres por cada uno de sus dos restaurantes). Murió en 1977. Rolliza y sonriente en las fotos que de ella quedan, sigue reflejando una tenacidad a toda prueba.

El verdadero heredero de Mère Brazier es el hombre responsable de la supremacía gastronómica de Lyon en el siglo XX: Paul Bocuse, el chef superestrella que fundó el Bocuse d’Or.

Además de que el concurso lleva su nombre, las estatuillas de oro, plata y bronce reproducen su figura. El hecho de que pueda beneficiarse con esta autopromoción es un tributo a su gentileza y una muestra del genuino aprecio que se le tiene.

Bocuse empezó su aprendizaje bajo las órdenes de Mère Brazier en 1946. Siempre ha reconocido que tiene una gran deuda con ella. A sus 88 años, hoy día Bocuse es prácticamente una deidad gastronómica.

El mercado techado de Lyon recibió su nombre en 2006. Su restaurante emblema, el Auberge du Pont de Collonges, se encuentra a orillas del Saona, a 15 minutos en auto del centro de Lyon. La tarde que fui allí, las laderas de la colina Croix-Rousse (cruz roja) se veían doradas por el reflejo de la luz del ocaso.

Mientras conducíamos colina arriba, le comenté a mi esposa que las entrevistas de trabajo me hacían sentir menos nervioso e intimidado que estar allí, a punto de entrar en aquel Valhalla culinario.

Los otros restaurantes de Bocuse siguen las innovaciones recientes y ofrecen espumas y cosas así, pero en el Auberge, un antiguo molino decorado con fotos del dueño, se sirven sus mayores creaciones.

La pularda de Bresse escalfada con tiras de trufa negra es un plato que Bocuse vio preparar a Mère Brazier. Llegó a nuestra mesa dentro de la vejiga de cerdo en la que la escalfaron, hinchada como un huevo de brontosaurio. El mesero pinchó la bolsa, sacó el ave y la trinchó con maestría.

Primero nos sirvió los muslos con una salsa dulce de colmenilla (un tipo de hongo), y luego, en un plato aparte, la pechuga con endivias aliñadas. Fue una de las comidas más extraordinarias que he disfrutado en toda mi vida.

La lección de la ciudad es que la comida es un placer diario que debe compartirse.

Mi familia y yo nos enamoramos de las grandes plazas de Lyon, de sus jardines, su eficiente sistema de transporte público, su ritmo de vida relajado y su falta de multitudes.

Dentro de la ciudad moderna se oculta otra con sus patios medievales, pozos con brocal de ladrillo y empinadas escaleras renacentistas.

En el café contiguo a nuestro apartamento, mojábamos en chocolate caliente nuestros croissants matutinos, viendo a trabajadores que bebían tazas de expreso y a otros parroquianos que ponían monedas de dos euros sobre el mostrador de cinc para tomar una copa de vino rosado a las 8 de la mañana.

Lyon es un lugar extraño y binario; tiene dos colinas contrastantes: Fourvière y Croix-Rousse, la primera dedicada tradicionalmente a la oración y la otra al trabajo; dos ríos disímbolos, el Saona, de aguas tranquilas, y el Ródano, más turbulento, y dos cocinas diferentes: la de los herederos de las tradiciones de Les Mères, y la comida popular que se sirve en los bouchons de la ciudad.

el bouchon es el ideal platónico de cierto tipo de restaurante. En el interior de estos establecimientos siempre es el año 1927. Hay maderas oscuras, manteles de cuadros rojos y blancos, cromos enmarcados y a veces un gran jarrón con rosas.

Nadie tiene prisa, pero todo se hace con rapidez y maestría. Sus mayores creaciones son sencillas: ensalada lionesa con tocino y huevo escalfado; arenque en escabeche con papas; salchichas. No suelen tener más de media docena de platos principales, y en ellos abundan el cerdo y el buche de res.

La comida de los bouchons es sencilla, audaz, asequible y democrática: es la cocina de la abuela, la preferida de una clase trabajadora urbana orgullosa y resuelta. Son platos que se saborean sin prisa, una réplica aguda a la lógica comercial que lleva a los oficinistas estresados a engullir sándwiches en sus escritorios.

Después de todo, ¿para qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si a cambio se pierde la hora del almuerzo?

Un sistema de denominación controlada otorga la etiqueta de autenticidad a algunos bouchons. Hoy día 24 reúnen los requisitos: una combinación de ambientes, lealtad a los platos tradicionales de Lyon y un alto nivel culinario. Tuvimos que desistir de comer en todos ellos. Hay un límite de tablier de sapeur (buche de res marinado, empanizado y frito) y de coq au vin (pollo al vino) que se puede comer en un solo día.

Y están también los nuevos maestros de Lyon, que ejecutan variantes de los manjares tradicionales: Patrick Henriroux, en el restaurante La Pyramide (la otra escuela de Paul Bocuse); los chefs del Arsenic; Arai Tsuyoshi, en el Au 14 Février, y Mathieu Viannay, en La Mère Brazier, el establecimiento original de Eugénie Brazier.

Un día llevamos a los niños a almorzar a La Meunière, un bouchon encantador en la Rue Neuve. Yo estaba nervioso por el choque cultural que iba a ocurrir entre la alta gastronomía francesa y dos niños inquietos del siglo XXI, pero todo transcurrió sin incidentes.

Fue un éxito en parte por la amabilidad del maestresala, y en parte por la paciencia de las dos jóvenes francesas que, como es común en los bouchons, compartieron mesa con nosotros.

Pero sobre todo fue porque dejé que mi hijo jugara con mi teléfono inteligente mientras almorzábamos. Los niños comieron grattons (chicharrón de cerdo crujiente), les encantó el pan, y probaron nuestros platos de salchichón y paletilla de cordero confitada. Al final nos despedimos amistosamente de nuestras simpáticas comensales.

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Una de nuestras últimas noches volví con mi esposa al café Comptoir Abel. Mientras caminábamos junto al río, acariciados por un vientecillo tibio, contemplamos la basílica de Notre-Dame de Fourvière, en la ribera opuesta, y pasamos frente a la vieja sinagoga en el Quai Tilsitt.

Yo cené ensalada de cangrejo de río con judías verdes y quenelles, y compartí con mi mujer un insuperable sorbete de castañas con salsa de chocolate.

En un mundo donde la comida se ha convertido en una mezcla de aspiración, esnobismo y utopía, Lyon parece la representación de un ideal alcanzable: un lugar que sigue conectado con una tradición culinaria que combina ahorro y orgullo, excelencia y sostenibilidad.

La lección de la ciudad es que la comida es un placer diario que debe compartirse.

Yo, aparte de la pularda en la vejiga de cerdo, recordaré como igual de memorables las crepas de Nutella que devoraban mis hijos casi todas las tardes; el paté de caracol que probamos en el mercado, y el chocolate caliente que mi hijo tomaba en el desayuno y cuyo rastro adornaba su camiseta todo el día.

A partir de hoy y hasta nuestra próxima visita, ésas son las comidas que perdurarán en nuestra memoria. Fueron las comidas que alimentaron nuestra alma.

Marcel Theroux, tomado de Travel & Leisure / Ingimage

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