Todo matrimonio tiene sus altibajos. Hay días en los que uno mira a su cónyuge y oye un coro de ángeles entonar aleluyas, pero también hay días en los que uno lo mira y en sus adentros le pregunta: “¿Quién es usted y qué está haciendo en mi casa?”
En esos días uno se va a jugar golf. Pescar también funciona, o escribir sonetos, o cavar hoyos para postes. Esas actividades mantienen separada a la pareja por algunas horas, y por lo general con eso les basta.
Tengo un discurso acerca del matrimonio para después de las cenas que dura alrededor de 15 minutos y que me parece un poco divertido. Dice así: “Las reglas para el matrimonio son las mismas que para usar un bote salvavidas: no hagas movimientos bruscos, no te encimes sobre la otra persona y guárdate todos tus pensamientos catastrofistas para ti solo”.
En mi calidad de hombre que se ha casado tres veces, me siento obligado a compartir estas lecciones invaluables.
Cierto día me encontraba en un taxi con rumbo al Aeropuerto LaGuardia para tomar un avión a Atlanta, Georgia, y dar un discurso (había viajado a la Ciudad de Nueva York para hablar en la Sociedad Edith Wharton, pero no sobre el matrimonio porque a esa escritora no le fue bien en el suyo).
El taxi se detuvo en la caseta de cobro del Puente Robert F. Kennedy, y yo saqué un billete de cinco dólares para que el conductor pagara el peaje, pero él no quiso tomarlo y le entregó al hombre de la caseta un billete de 50, que resultó ser falso.
“No sólo es una falsificación”, dijo el hombre, “sino que es pésima”. El billete de 50 dólares fue confiscado, me dieron a llenar varios formularios y tuve que pagar la caseta, debido a lo cual llegué al aeropuerto 30 minutos antes del despegue.
Le di al taxista 25 dólares por una corrida de 23.75, y él se puso furioso. “¿Por qué me descuenta lo que pagó de mi propina?”, gritó. Me habría gustado contestarle: “Porque sabías que tu billete era falso, bribón. Por eso. No soy ningún tonto, ¿sabes? No nací ayer”.
Corro para alcanzar el avión. Voy a dar un discurso en un almuerzo de beneficencia. Detesto esta clase de eventos porque uno tiene que soportar la gratitud de otras personas, lo que puede resultar agotador.
Esto suena a descortesía y soberbia, pero es cierto. Hablas gratis en un banquete de los Episcopalianos Cumplidores de Promesas de Poughkeepsie, o ante la Sociedad Honoraria de Economistas de Menomonie, o en la Escuela Escandinava de Buceo de Schenectady, y 30 personas te dicen lo maravillosa que es tu labor.
Eso te desgasta. Si en vez de eso una persona te contara un chiste, tú la abrazarías a ella en señal de gratitud.
Consigo subir al avión, y me toca el asiento 8D de uno de esos jets de juguete que las compañías aéreas han introducido y que están diseñados para grupos de niños de cuarto grado de primaria.
Los asientos son duros para los verticalmente dotados como yo, así que cuando el hombre que ocupa el asiento 7D lo reclina hacia atrás, casi me mata. Si Abraham Lincoln estuviera sentado en el 8D, renunciaría a su idea de “Con malicia hacia nadie” y golpearía al del 7D en su cabeza calva.
Decido morderme la lengua para no hablar, y tampoco le doy un tiro a mi vecino del 8C, un sujeto obeso vestido con suéter y mocasines caros, el cual devora el almuerzo mientras hojea el Wall Street Journal y me da un empujón con el codo cada vez que engulle un bocado.
Yo soy de una parte de Estados Unidos donde las personas se disculpan si te empujan con el codo y se aseguran de no hacerlo de nuevo; él proviene de una parte del país donde empujas a la gente a la menor provocación y te abres camino a codazos.
En Atlanta, el almuerzo de beneficencia no resulta divertido. Se trata de una organización de Gente Muy Rica que Ayuda a Gente Pobre Sin Tener que Estar con Ella en el Mismo Sitio, y está llena de machos alfa, como esos que se pasean en los aeropuertos con el teléfono pegado al oído y le gritan a alguien en Cincinnati, y de mujeres que te dicen que adoran tu programa de televisión y no se lo pierden los domingos por la noche, aunque es de radio y pasa los sábados.
Doy mi discurso de 15 minutos, y el presidente de Gente Muy Rica me entrega, como muestra de agradecimiento por mi generosidad, una horrible placa de plástico, que deposito en un bote de basura en el aeropuerto. Vuelo de regreso a Minnesota, y al llegar veo a mi elegante esposa esperándome en su auto.
Me alegra verla. Llevamos 10 años de casados y sin duda tenemos problemas, pero en este momento no recuerdo ni uno solo. Al recorrer las calles de Saint Paul pienso que no hay otro lugar en el que quisiera estar.
Sentirse mal es el secreto de la felicidad en el matrimonio. Sal a sufrir un poco, y después vuelve a casa.
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