¿Y si nuestros recuerdos pudieran perdurar por siglos tras nuestra muerte? Los científicos aspiran a hacer de esa fantasía una realidad.
Unos meses antes de morir, mi abuela tomó una decisión. Bobby, como la llamaban sus amigos, no sólo sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial, sino que en ella encontró la justificación de su talento natural para acumular cosas. Guardaba sobres viejos y trozos de cartón en los que escribía notas y hacía listas, así como mantas y blusas raídas por si necesitaba hacer alguna reparación. También tenía álbumes llenos de fotos de la familia, y conservaba las cartas de amor que mi difunto abuelo le había enviado mientras viajaba por el mundo con la marina mercante.
Sin embargo, en los meses previos a su muerte, pasó de acaparar a compartir. Cada vez que iba yo a visitarla, salía de su casa con mi auto lleno de cosas: envases sin abrir de jugo de naranja, bolas de estambre, libros antiguos… Bobby también empezó a repartir recuerdos; enviaba fotos desvaídas a sus familiares y amigos, así como cartas que detallaban algunas de sus experiencias.
En la tarde de un 9 de abril, le envió una carta a un amigo de su finado esposo. En el sobre metió fotos de mi abuelo jugando con ese amigo cuando eran niños. “Deben ser tuyas”, escribió. Era una petición, pero quizá también un ruego para que esas cosas no cayeran en el olvido cuando, horas después, ella falleciera sentada en su sillón favorito.
Nuestra historia en un archivo
La esperanza de ser recordados después de morir es tan natural como universal. El poeta Carl Sandburg captó este sentimiento en su poema “Lealtades”, de 1916: “Polvo amarillo en el ala de un abejorro, luces grises en los ojos inquisitivos de una mujer, ruinas rojas a la luz cambiante de los rescoldos del ocaso. Te tomo a ti y a ese montón de recuerdos. La muerte ha de romperse las garras en algunos de los que yo atesoro”.
Desde que trazaron los primeros dibujos en las paredes de una caverna, los seres humanos han tratado de evitar la desaparición definitiva de sus recuerdos. La historia oral, los diarios, los libros de memorias, la fotografía, el cine y la poesía conforman nuestro arsenal en la guerra contra el olvido. Hoy día guardamos nuestros recuerdos en Internet. Facebook da cuenta de los sucesos de nuestra vida diaria, Instagram almacena lo que vemos y cómo nos vemos, Gmail documenta nuestras conversaciones, y YouTube registra cómo nos movemos, hablamos o cantamos. Recopilamos y atesoramos nuestros recuerdos con más fervor que nunca.
Guardamos lo que nos parece importante, pero, ¿y si se perdiera una parte del contexto esencial para entender nuestras palabras o fotos? Lo mejor sería guardarlo todo: lo que sabemos y lo que recordamos, nuestros amores y desamores, los momentos de triunfo y los de vergüenza, las mentiras que dijimos y las verdades que aprendimos. Si pudieras guardar tus recuerdos como se guardan datos en el disco duro de una computadora, ¿lo harías? Es una pregunta que podríamos plantearnos pronto. Hay ingenieros que están trabajando en una tecnología que podrá sacar copias duraderas de nuestra mente y nuestros recuerdos. Si lo logran, el avance podría tener repercusiones profundas —y tal vez inquietantes— en nuestra forma de vivir, amar y morir.
La abuela de Aaron Sunshine, un hombre californiano de 30 años, también falleció hace poco. “Me entristeció ver lo poco que queda de ella”, dijo. “Sólo unas cuantas pertenencias. Tengo una vieja camisa suya que uso en casa. Queda su casa, pero es sólo dinero sin rostro ni personalidad”.
La muerte de su abuela inspiró a Aaron para firmar con Eternime, un servicio web que busca preservar los recuerdos de una persona tras la muerte. Funciona así: mientras estás vivo, le concedes acceso al servicio a tus cuentas de Facebook, Twitter y de correo electrónico, fotos subidas a la Red, historial de ubicación geográfica e incluso a las grabaciones de las cosas que hayas visto con las gafas Google Glass. Los datos se compilan y analizan antes de ser transferidos a un avatar con inteligencia artificial que intenta emular tu aspecto y personalidad. El avatar aprende más a medida que interactúas con él, a fin de reflejar mejor tu forma de ser después de que te hayas ido de este mundo.
“La idea es crear un legado interactivo”, dice Marius Ursache, uno de los cofundadores de Eternime. “Tus bisnietos lo usarán en vez de un motor de búsqueda para acceder a la información sobre ti, desde fotos de celebraciones familiares hasta tus ideas sobre ciertos temas, o las canciones que escribiste pero nunca publicaste”.
Aaron dice que un servicio como Eternime “podría cambiar nuestra relación con la muerte creando recuerdos más reales en vez de las historias vagas que conservamos en la actualidad”. Hoy esa tecnología está en pañales, pero incluso después de que se desarrolle, Eternime podría morir también algún día, y sus usuarios tendrían una segunda muerte.
Mientras mi abuela envejecía, algunos de sus recuerdos conservaron su viveza; otros se hicieron confusos, y sus detalles cambiaban cada vez que los contaba. Eternime y otros servicios contrarrestan la falibilidad de la memoria y ofrecen una forma de subsanar los olvidos. Sin embargo, como todos los usuarios de Facebook saben, registrar la vida personal es un acto selectivo. Los detalles y el énfasis se pueden modificar, y los contactos y amigos se pueden borrar.
¿Y si en vez de seleccionar lo que queremos registrar en forma digital fuera posible grabar el contenido de una mente en su totalidad? Ese logro requeriría tres avances. Los científicos primero deben descubrir cómo preservar intacto el cerebro de una persona tras su muerte; luego, tendrían que analizar y registrar el contenido del cerebro preservado. Finalmente, habría que reproducir ese registro en un cerebro humano simulado en el que pudiera “correr” una copia de los recuerdos de la persona.
¿Somos lo que recordamos?
En este campo apenas se empieza a investigar. En Estados Unidos, la Iniciativa BRAIN se propone registrar la actividad específica de millones de neuronas, mientras que en Europa el Proyecto Cerebro Humano pretende construir modelos integrados de esa actividad. En 2008 Anders Sandberg, investigador del Instituto para el Futuro de la Humanidad, de la Universidad de Oxford, escribió un artículo titulado “Emulación de un cerebro completo: un mapa”, en el que describe un proyecto gradual para reproducir un cerebro humano. “El progreso ha sido lento, pero constante”, dice.
La creación de un registro digital de los recuerdos de un ser humano es un desafío formidable. “Nuestros recuerdos carecen del orden de los archivos en una computadora y no es posible crear un índice para localizarlos”, explica Sandberg. “La memoria consta de redes de asociaciones que se activan cuando recordamos. Una emulación del cerebro requeriría una copia de todas esas asociaciones”.
Más allá del sinfín de discusiones acerca de cómo podríamos preservar nuestra memoria, ¿alguno de nosotros quiere eso realmente? Los humanos anhelamos preservar nuestras vivencias porque nos recuerdan lo que somos. Si perdemos nuestros recuerdos, dejamos de saber quiénes éramos y qué significaba todo. Pero, al mismo tiempo, alteramos detalles de nuestros recuerdos para crear el relato de nuestra vida. Dejar registro de ellos tal como sucedieron las cosas podría no ser útil ni para nosotros ni para nuestros descendientes.
Para una persona, ¿el verdadero valor de su esfuerzo podría residir en la tranquilizadora idea de que no desaparecerá sin dejar rastro? A través de nuestros descendientes nos abrimos paso a la existencia más allá de la muerte. Todos los padres participan en una gran carrera de relevos a través del tiempo, pasando la estafeta de los genes una y otra vez a lo largo de los siglos. Nuestros rasgos físicos y psicológicos —desde los ojos hasta el temperamento— perduran de una forma diluida o alterada, y quizá lo hagan también nuestros atributos metafísicos (“lo que nos sobrevive es el amor”, como expresó Philip Larkin en un poema de 1956).
Le pregunto a Aaron Sunshine por qué quiere que su vida quede registrada. “A decir verdad, no estoy seguro”, contesta. “Las cosas realmente bellas de mi vida son demasiado efímeras para ser preservadas de manera significativa. Una parte de mi ser desea construir monumentos a mí mismo, pero otra parte quiere desaparecer por completo”. Esta reflexión podría ser válida para todos: deseamos que se nos recuerde, pero sólo las partes de nuestra vida que queremos que sean recordadas.
A pesar del cuidadoso reparto que hizo mi abuela, muchas fotos permanecieron en su casa. Esos rostros desconocidos significaron mucho para ella en vida, pero, curiosamente, se han convertido en una carga para nosotros, sus descendientes.
Mi padre le preguntó al párroco de mi abuela qué debía hacer con esas fotos; tirarlas a la basura parecía una falta de respeto. Recibió un consejo sencillo: “Toma cada foto y mírala con detenimiento; así honrarás a la persona retratada. Entonces podrás deshacerte de ella y ser libre”.
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