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Mentes curiosas

Ser un sabelotodo no es mejor que ser un ignorante. Para ganar en el juego de la vida, lo que cuenta es el deseo de aprender.

El día anterior a la Navidad de 1993 John Lloyd se despertó haciéndose una pregunta: “¿Quién soy?” No era una reflexión filosófica surgida del sueño, sino una duda que parecía taladrarle la cabeza.

No había perdido la memoria. Podía contestar la pregunta de todas las formas usuales: “Soy John Lloyd, tengo 42 años, mido 1.85 metros de estatura y soy un productor y director de televisión exitoso. Tengo una casa en Londres y otra en Oxfordshire, estoy casado y tengo tres hijos”. Pero esa mañana ninguna de estas respuestas calmaba el dolor que la pregunta le producía. “Comprendí que no sabía nada”, me contó después.

Desde luego, Lloyd sabía cosas. Sabía mucho sobre hacer anuncios y programas de televisión. Llevaba 15 años seguidos de éxito produciendo algunos de los programas cómicos más populares del Reino Unido, como Not the Nine O’Clock News (“Éstas no son las noticias de las 9”) y Blackadder (“La víbora negra”).

Nominado muchas veces para los Premios BAFTA —los Oscar británicos— por esos programas, ganó tres, y recibió otro en reconocimiento a su trayectoria antes de cumplir 40 años. Poco después empezó a irle mal: lo despidieron de las campañas publicitarias que él mismo había creado, y un director de cine hollywoodense arrojó a una piscina un guión suyo para una película. No eran las primeras decepciones de su vida, pero algo había cambiado: sus fracasos parecían tan incesantes como antes sus triunfos se habían sucedido uno tras otro.

Aquel día previo a la Navidad, Lloyd había despertado con la idea aterradora de que todo lo que había logrado hasta entonces no valía nada en absoluto. Se hundió en una profunda depresión, aun sabiendo que tenía mucho que agradecer.

Evitó algunas de las estrategias con que los hombres suelen enfrentar la crisis de la edad madura: no se sometió a psicoterapia, ni compró un auto deportivo, ni dejó a su esposa por otra mujer. En vez de eso empezó a tomar vacaciones y a dar largos paseos a pie, así como a leer. “En mis años de bonanza no leí ningún libro”, confiesa. “Nunca tenía tiempo”.

Leía sobre Sócrates y la antigua Atenas, sobre la luz y el magnetismo. No tenía método ni plan; sólo se dejaba llevar por la curiosidad. Cuando empezó a hacer anuncios de nuevo, iba en avión a sitios lejanos con un montón de libros que devoraba durante los vuelos. Cuanto más aprendía, más quería aprender.

Le enfurecía que nadie le hubiera revelado un secreto: que el mundo es asombrosamente interesante. “Si nos fijamos, todo es extraordinario: desde la naturaleza de la gravedad hasta la cabeza de un pájaro o una hoja de hierba”, dice. La escuela había sido para él una obligación, necesaria pero aburrida. La lectura era un placer que rayaba en la obsesión.

Detrás de su fascinación por todo estaba el anhelo de entender el significado de la vida, nada menos. “En realidad quería saber para qué existo, qué sentido tiene todo”.

Pocos años después a Lloyd, que aún no superaba la depresión, se le ocurrió hacer el programa de concursos de conocimientos QI. Presentado por Stephen Fry en la BBC, hoy día es una de las series más populares y duraderas de la televisión británica, y a millones de espectadores les encanta por su virtud de hacer entretenido e interesante cualquier tema, desde la física cuántica hasta la arquitectura azteca. Lloyd por fin se había anotado otro éxito, y estaba más orgulloso de él que de todos los demás.

Al presentar el proyecto de QI a los ejecutivos de la BBC, Lloyd y su equipo explicaron la filosofía que lo sustentaba. “No hay nada más importante ni más singular que la curiosidad”, les dijo. De hecho, es una condición fundamental para sentirse vivo y realizado.

Aun así, como escribió el profesor William James, de la Universidad Harvard, “nuestra inquietud intelectual” decae al hacernos adultos. “Alcanzamos un equilibrio, vivimos de lo que aprendimos cuando nuestro interés era fresco e intuitivo, y ya no enriquecemos el acervo”. Según la psicóloga del desarrollo Susan Engel, la curiosidad empieza a declinar desde los cuatro años. Al llegar a la edad adulta tenemos menos preguntas y más parámetros predeterminados.

La pérdida de la curiosidad no es necesariamente mala. Resulta esencial para ser alguien actuante en el mundo, y no un esclavo del mundo. Como escribió en 2009 la psicóloga Alison Gopnik, autora de El bebé filosófico: “Los informáticos subrayan la diferencia entre explorar y explotar: un sistema aprende más si explora muchas posibilidades, pero es más eficiente si actúa sólo conforme a la más probable. Los bebés exploran; los adultos explotan”. Cuando los bebés se hacen niños y después adultos, empiezan a explotar más los conocimientos adquiridos. Sin embargo, de adultos tendemos a excedernos en la explotación. Nos volvemos perezosos.

Para hallar el equilibrio entre ambas estrategias, hay que entender cómo funciona la curiosidad. Según una hipótesis imperante en la primera mitad del siglo XX, la curiosidad es un impulso biológico, igual que el hambre o el deseo sexual. Así como nos esforzamos para obtener comida o sexo, también lo hacemos para adquirir información, pues la necesitamos para sobrevivir y prosperar.

Esto tiene sentido en el aspecto intuitivo; no en vano decimos que a alguien lo mueve la curiosidad o la sed de conocimientos. Una objeción contra esta hipótesis es que la curiosidad opera de modo distinto que los demás impulsos. Cuando termino una comida abundante, quizá no vuelva a tener hambre por muchas horas, pero cuando leo un artículo sobre un tema que me fascina, quiero leer más en seguida. La insatisfacción es lo que hace tan satisfactoria la curiosidad.

En 1994 el economista conductual George Loewenstein, de la Universidad Carnegie Melon, en Pittsburgh, Pensilvania, postuló la hipótesis de que la curiosidad es una reacción ante cierta laguna de información, y suele adoptar forma de pregunta: ¿Qué hay en la caja? ¿Por qué está llorando ese señor? ¿Un sinónimo de “sufrimiento”, de cinco letras? Tenemos una información incompleta —hay una caja, un hombre llora, nos dan una pista en
un crucigrama—, así que queremos saber lo que falta.

La hipótesis de Loewenstein es engañosamente simple, pero en realidad nos dice algo profundo. Para comprenderlo, hay que indagar sobre el trabajo de Daniel Berlyne, un psicólogo que ha influido en Loewenstein. En los años 50 Berlyne les mostró a unos sujetos de estudio polígonos y otras figuras geométricas de distinto grado de complejidad, y observó que aquellos a quienes les enseñaba formas muy simples se aburrían tras darles apenas un vistazo, mientras que si eran más complejas, pasaban más tiempo mirándolas.

Este sencillo experimento demostró que tanto el conocimiento como el desconocimiento estimulan la curiosidad humana. Loewenstein dedujo que la información aviva nuestra curiosidad al hacernos conscientes de nuestra ignorancia, lo cual suscita el deseo de saber más.

Solemos referirnos a la curiosidad como a la emoción que sentimos al no saber algo, y rara vez reconocemos el papel que saber un poco desempeña en despertarla. Cuando no sabemos nada sobre un tema, en realidad nos cuesta mucho ponerle atención, bien porque no concebimos que pueda interesarnos, bien porque nos asusta la perspectiva de iniciar el aprendizaje de algo que por su magnitud o complejidad podría frustrarnos. A la inversa, cuando sabemos tanto sobre un asunto que creemos dominarlo, es poco probable que nos interesemos en aprender más sobre él. Entre estos dos extremos está la “zona de aprendizaje proximal” o, para abreviar, la “zona de curiosidad”.

Podemos representarla como una U invertida:

Los niños y adultos a los que se califica como faltos de curiosidad quizá tengan una limitación distinta: falta de información básica sobre el tema de que se trata. Si te cuento algo sobre Maria Callas y no sabes absolutamente nada de ópera, es improbable que te interese hablar del asunto, y lo mismo pasaría si crees que ya sabes cuanto hay que saber de ópera. Sin embargo, eso no significa que seas una persona sin curiosidad.

El problema es que la mayoría de las personas vamos por la vida creyendo que lo sabemos todo. Los psicólogos han señalado los “efectos de la confianza excesiva” en muchas esferas de la vida: casi todo el mundo se considera un automovilista, padre o amante mejor que el promedio. Esto ocurre al evaluar tanto nuestros conocimientos como nuestras demás aptitudes, lo que nos predispone a ser menos curiosos de lo que deberíamos.

En un experimento realizado en 1987, investigadores de la Universidad de Oklahoma preguntaron a estudiantes cómo dotar el campus de suficientes lugares de estacionamiento, dada la falta de espacio. Los participantes propusieron varias opciones, entre ellas reducir la demanda de lugares subiendo las cuotas, o hacer un uso más eficiente del espacio creando lugares sólo para autos chicos.

Luego se les pidió que calcularan el porcentaje de soluciones viables que creían haber aportado, y, por otra parte, se solicitó a un grupo de expertos que reuniera una base de datos de las soluciones posibles.

Cada estudiante calculó que había contribuido con cerca de 75 por ciento de las soluciones factibles, pero cuando se compararon sus respuestas con la base de datos, resultó que la contribución de cada uno había sido apenas de entre 20 y 30 por ciento, en promedio. Podríamos llamarlo el efecto del “ignorante feliz”. Cuando una persona está segura de conocer las soluciones, muestra un alegre desinterés por las alternativas.

Sin duda es mucho más fácil ir por la vida creyendo que sabemos todo lo que hay que saber. Como lo expresa el psicólogo Daniel Kahneman, ganador del Nobel: “Nuestra reconfortante convicción de que el mundo tiene sentido descansa en un fundamento seguro: nuestra casi ilimitada capacidad de ignorar nuestra ignorancia”.

Si el exceso de confianza apaga la curiosidad, la carencia total de ella tiene el mismo efecto. Los niños que crecen en ambientes de profunda incertidumbre física o emocional suelen mostrar falta de interés en la escuela, pero es porque no pueden darse el lujo de distraerse en lo que no sea sobrevivir. Deben dedicar toda su atención a evitar los daños infligidos por los adultos de cuyos cuidados dependen o a cuyo descuido están expuestos. Esto consume casi todos sus recursos cognitivos, y les quedan pocos para los juegos de exploración.

La dinámica entre el exceso y la falta de confianza se aplica también a los adultos. Por ejemplo, en las empresas donde los empleados viven con miedo de perder el empleo es improbable que el ambiente sea propicio para la curiosidad. Lo mismo puede decirse de las empresas cuyos trabajadores creen que todo marcha de maravilla y que tienen asegurados los premios. Para que la curiosidad florezca hace falta cierto grado de incertidumbre, pero no demasiada porque entonces produce el efecto contrario.

Hay así otra U invertida:

Si la curiosidad es emocionalmente compleja, es porque nosotros también lo somos. Las lagunas de información al principio son como un picor que nos incita a rascarnos. La fuerza emocional de la curiosidad es lo que nos impulsa en nuestras pesquisas intelectuales, aunque no haya urgencia de emprenderlas, y nos hace persistir en ellas aunque estemos cansados o confundidos. Esto no significa que la persona curiosa llegue a sentirse plenamente satisfecha. El filósofo inglés John Stuart Mill, tras sufrir en su niñez a un padre estricto que le inculcó a la fuerza un gran acervo de conocimientos (aprendió griego a los tres años), pudo, no obstante, disfrutar de adulto los placeres de la exploración intelectual libre. “Es mejor ser un Sócrates insatisfecho que un tonto satisfecho”, dijo. La curiosidad es la forma más dulce de insatisfacción.

 

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