Familia

Mi esposa y yo decidimos donar los órganos y córneas de nuestro hijo

Unos padres devastados jamás se arrepintieron de su difícil decisión. Eligieron donar diferentes órganos para ayudar a pacientes cuyas vidas estaban en riesgo.

El niño que recibió el corazón de mi hijo murió el 7 de febrero del 2017, aunque en realidad ya no era un niño: tenía 37 años. Pero cuando mi hijo Nicholas, de siete años, recibió un disparo mientras trataban de robarnos el auto durante unas vacaciones familiares en Italia, Andrea Mongiardo tenía tan sólo 15 años.

En el hospital de Sicilia, mi esposa Maggie y yo decidimos donar los órganos y córneas de Nicholas. Los recibieron en forma directa siete personas italianas que se encontraban graves; cuatro de ellas eran adolescentes.

Andrea, que vivía en Roma, entraba y salía del hospital debido a problemas cardiacos. Se había sometido a varias cirugías que no habían podido ayudarlo. Cuando murió Nicholas, en 1994, recibía transfusiones de sangre dos veces por semana. Según el médico que lo atendía, el niño “luchaba por sobrevivir”. Sus padres estaban desesperados; sabían que un trasplante era su única oportunidad.

En esa época, el índice de donaciones de órganos en Italia se ubicaba entre los más bajos de toda Europa Occidental. Las probabilidades de que Andrea consiguiera un corazón nuevo a tiempo para salvarle la vida eran escasas, prácticamente inexistentes.

El aspecto más desgarrador para los pacientes que están en una lista de espera para recibir un trasplante es que no pueden hacer absolutamente nada para ejercer presión cuando surge la disponibilidad de un órgano, si es que esto alguna vez sucede. Su futuro depende por completo de que una familia, a la que jamás han visto, decida de manera voluntaria hacer a un lado su duelo para ayudar a un desconocido.

Cuando nos informaron a Maggie y a mí que Nicholas no tenía actividad cerebral, fue ella quien dijo, con el espíritu compasivo que la caracteriza: “Quizá deberíamos donar sus órganos”.

No teníamos idea de lo que sucedería, de quiénes podrían salvarse ni de cómo serían esas personas. Pero nos dimos cuenta de que podíamos obtener algo bueno de una tragedia que, de otro modo, hubiera sido un acto de violencia sin ningún sentido.

Lo que nunca imaginamos era qué tan bueno podía ser: la noticia de nuestra decisión se dio a conocer rápidamente, y fue tal el impacto que tuvo en Italia que, durante los 10 años siguientes, los índices de donación de órganos se triplicaron en ese país. Se trató de un aumento sin comparación con cifras de otras naciones europeas. Gracias a eso, hoy están vivas miles de personas que  podrían haber muerto.

Algunos de los receptores de los órganos de Nicholas estaban a punto de perder la vida. Uno de ellos era una paciente diabética que estaba casi ciega, no podía caminar sin ayuda y dependía completamente de otras personas. Tras recibir las células pancreáticas de Nicholas, se mudó a un departamento ella sola por primera vez en su vida.

Una joven de 19 años recibió el hígado de Nicholas. El día en que él murió ella estaba en coma, pero después del trasplante empezó a recuperar la salud. Un año más tarde se casó con su novio de la infancia y tuvieron un hijo al que llamaron Nicholas. Hoy día él es un joven alto y apuesto, sin rastros del padecimiento hepático que tanto afectó a su madre.

Andrea tardó más tiempo en sanar. Había estado enfermo por tanto tiempo que sus fuerzas se hallaban muy mermadas. En tanto que los otros seis pacientes pronto regresaron a la vida normal, él lo hizo muy lentamente. Cuando por fin lo logró, fue algo maravilloso: consiguió un empleo, empezó a jugar futbol y vivió con una intensidad como jamás lo había hecho antes.

Y así fue hasta que, un martes, recibimos un mensaje electrónico. “Su corazón aún funcionaba”, nos dijo el médico que trataba a Andrea, “pero sus pulmones desarrollaron fibrosis debido a la toxicidad del tratamiento de quimioterapia que había recibido tres años antes, luego de un diagnóstico de linfoma. La causa oficial de su muerte fue una falla respiratoria”.

Se trató de una noticia devastadora para Maggie y para mí. Algo parecido a perder a un sobrino joven inesperadamente. Sin embargo, no sentimos que Nicholas hubiera vuelto a morir, como algunos médicos creen que les sucede a los familiares de donantes. Por supuesto, no nos arrepentimos de la decisión que tomamos en 1994.

Cuando la prensa italiana le preguntó a mi esposa qué sentía al saber que el corazón de su hijo sería trasplantado a otro chico, ella respondió: “Siempre quise que Nicholas tuviera una larga vida. Lo que espero ahora es que su corazón sea el que viva durante mucho tiempo”.

Desafortunadamente, el corazón de Nicholas no llegó a vivir tanto tiempo como hubiéramos deseado. Aun así, desempeñó un papel muy noble durante tres décadas. Es algo que no me sorprende. Siempre supe que el corazón de mi hijo era de oro puro.

Juan Carlos Ramirez

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