Milagros que asombraron a los médicos
Hay trastornos muy graves a los que pocas personas sobreviven. Estas cinco fueron excepcionalmente afortunadas.
No es fácil saber cuál de los dos estaba en peor estado: la ruinosa iglesia de 100 años de antigüedad, o el hombre de 56 años enfermo de cáncer que se sentaba a rezar en sus escalones.
Greg Thomas pasó años siguiendo el mismo ritual: cuando salía a pasear con sus perros por los caminos rurales de Minnesota, se detenía frente a una iglesia para rezar sentado en los escalones.
Pero en mayo de 2009 se enteró de que los intensos dolores de cabeza, oídos y mandíbula que lo habían atormentado en el último año se debían a unos tumores inoperables en la cabeza y el cuello. El cáncer estaba tan avanzado, que los médicos sugirieron a la familia de Greg empezar a preparar el sepelio.
“Una tarde estaba sentado en la iglesia, encomendándome a Dios, cuando de pronto me fijé en el deterioro del templo”, cuenta. “Pensé: ‘Antes de dejar este mundo, Señor, quisiera hacer algo por ti’”.
Mi oncóloga me dijo: ‘no sé qué esté haciendo usted, pero no se detenga’
Decidió restaurar los muros descascarados, el techo lleno de goteras, los escalones rotos y el piso de madera carcomido. Al día siguiente acudió al patronato de la iglesia con una propuesta: si le daban una llave de la puerta para que pudiera entrar a rezar, él repararía el templo.
Les advirtió que el trabajo sería lento porque acababa de pasar por tres ciclos de quimioterapia y 40 sesiones de radioterapia; pesaba 30 kilos menos. A pesar de eso, el patronato aceptó.
Todos los días Greg iba a la iglesia a raspar pintura y cambiar tablas, y, por increíble que parezca, empezó a recuperar las fuerzas. Cuanto más trabajaba en el templo, mejor se sentía; ya ni siquiera necesitaba los fuertes analgésicos que le habían recetado. “Mi oncóloga no podía creerlo”, cuenta. “Me dijo: ‘No sé qué esté haciendo usted, pero no se detenga’”.
Conforme Greg seguía restaurando el templo, los estudios médicos revelaban algo asombroso: los tumores se estaban encogiendo.
Cuatro años y 23 días después de haberle dado el diagnóstico, los médicos le retiraron la sonda de alimentación —que supuestamente usaría de por vida— y le permitieron volver a comer alimentos sólidos.
En la actualidad Greg ya no tiene tumores; oficialmente, está en remisión del cáncer y no requiere estudios de seguimiento.
¿Y el templo? Luego de cinco años de amorosas obras de restauración, el recinto ha recobrado su esplendor original. En el verano de 2014 Greg concluyó el trabajo principal, pero es probable que nunca deje de participar en las tareas de mantenimiento (aún desea reemplazar algunas ventanas, por ejemplo).
Poco antes de la Navidad visitó la iglesia una vez más e invitó a toda la comunidad. “Mientras yo restauraba la iglesia, Dios me restauraba a mí”, dice.
Aunque el joven llevaba cuatro días teniendo vómitos, resultó que la causa no era una infección estomacal.
El 17 de agosto de 2012 Michael Crowe, de 23 años, se “pasmó” mientras reposaba sentado en el sofá de su casa: tenía los ojos muy abiertos y la mirada perdida. Volvió en sí al poco tiempo, pero como le pasó lo mismo unos minutos después, su madre lo llevó a un hospital de inmediato.
Resultó que el corazón de Michael estaba bombeando sangre al 25 por ciento de su capacidad, un ritmo peligrosamente lento.
Una hora más tarde, el joven se encontraba en el Centro Médico Nebraska, en Omaha, y su estado se había agravado: el corazón le funcionaba al 10 por ciento. Tenía miocarditis aguda (inflamación del músculo cardiaco), y la causa era un virus. Si empeoraba aún más, necesitaría un trasplante de corazón.
Postrado en la cama y rodeado de su familia, firmó la autorización para el trasplante. “Según los médicos, la probabilidad de que mi corazón se recuperara era del 30 por ciento”, dice. Pensé: Lo voy a intentar. Aún no me saco la lotería, pero soy irlandés y voy a correr con suerte. Curiosamente, me sentía tranquilo”.
Los médicos no. “La insuficiencia cardiaca de Michael era muy grave”, dice la cardióloga Eugenia Raichlin. “Corría alto riesgo de morir”.
Lo conectaron provisionalmente a una máquina de oxigenación por membrana extracorpórea, dispositivo que suple la función cardiopulmonar.
La salud de Michael iba de mal en peor. La fiebre alta le producía convulsiones, y aunque el hielo le enfriaba el cuerpo, le reducía la oxigenación. “Hacían malabares tan sólo para mantenerme estable”, cuenta. Su necesidad del trasplante era desesperada.
Esperaron 17 días. En ese lapso el corazón se le detuvo dos veces. No murió gracias a la máquina de oxigenación. Los médicos batallaron para disolverle los coágulos sanguíneos y contenerle las hemorragias.
“Según los médicos, la probabilidad de que mi corazón se recuperara era del 30 por ciento”.
El 3 de septiembre, a las 6:30 de la mañana, los médicos recibieron la llamada que esperaban con ansia: esa noche tendrían un corazón para el trasplante. Pero pocas horas después descubrieron algo terrible: Michael había contraído una infección sanguínea. En esas condiciones, la cirugía resultaría muy peligrosa.
La doctora Raichlin de pronto notó algo extraño: por estar conectado a la máquina,Michael debía tener una presión arterial constante; sin embargo, le estaba subiendo. La médica le hizo una prueba, y observó que el lado izquierdo del corazón de Michael estaba funcionando casi a su capacidad normal. Un segundo examen confirmó la sorprendente mejoría.
Luego de pasar cuatro días conectado a otra máquina que suplía sólo la función del lado derecho del corazón, Michael dejó de necesitar el trasplante: estaba totalmente curado. Por una especie de milagro, su cuerpo había eliminado el virus. “Venció todos los obstáculos”, expresa la doctora Raichlin. “Su corazón estaba muy débil, pero se restauró solo”.
Muchos pacientes aquejados por la misma infección mueren, o bien, reciben un trasplante y sobreviven, pero con daños permanentes en los tejidos cardiacos.
Hoy día Michael cursa el tercer grado de la carrera de farmacéutica y su corazón sigue en perfecto estado. “Estoy muy agradecido por haber recibido una nueva oportunidad de vivir”, afirma.
“Tienes que pelear”. Eso le dijeron los agobiados padres a la niña antes de que los médicos le indujeran el coma.
Resultaba imposible creer que, apenas un día antes de empezar a quejarse de un dolor de cabeza terrible y unas náuseas implacables, Kali Hardig, de 12 años, hubiera estado jugando con dos amigas en un parque acuático cerca de Benton, Arkansas.
Los médicos del Hospital Infantil de Arkansas les dijeron a los afligidos padres que lo más probable era que Kali se hubiera infectado allí con una amiba. Le había entrado agua sucia por la nariz, y el parásito había pasado del nervio olfatorio al cerebro, donde estaba consumiendo los tejidos.
Este padecimiento se llama meningoen-cefalitis amibiana primaria y, al decir de los médicos, en 99 por ciento de los casos resulta letal.
“Tuvimos que decirles a los padres que era muy probable que la niña muriera en el transcurso de las 48 horas siguientes”, cuenta el infectólogo Matt Linam, quien se encargó del caso. Con todo, se pusieron en acción.
Le suministraron a Kali antimicóticos, antibióticos y un fármaco alemán en fase de ensayos clínicos; además, le redujeron la temperatura a 34 ºC y le indujeron el coma a fin de disminuirle la inflamación cerebral. Por último, la conectaron a un respirador y a una máquina de diálisis para contrarrestar la insuficiencia renal.
“Tienes que pelear”. Eso le dijeron los agobiados padres a la niña antes de que los médicos le indujeran el coma.
Durante dos semanas, trabajaron sin descanso tan sólo para mantenerla con vida; evitaban que la presión arterial le subiera demasiado, ya que eso podría agravar la inflamación cerebral.
“Había horas buenas y horas malas, pero no días enteros”, dice el doctor Linam. Poco a poco la inflamación se estabilizó. Los médicos le redujeron la dosis de sedantes a Kali y le subieron la temperatura corporal.
Nadie sabía si volvería a ser como era cuando despertara, si es que recobraba el sentido. “Sencillamente, no lo sabíamos”, admite Linam. “Pero dos días después, la niña despertó y levantó los pulgares. Entonces sus padres supieron que seguía siendo la misma”.
Kali permaneció ocho semanas en el hospital. Tuvo que reaprender muchas habilidades básicas, entre ellas deglutir la comida, pero sobrevivió a la mortífera enfermedad. En la actualidad tiene 13 años y es una jovencita normal y saludable.
Los médicos no saben con certeza cómo logró sobrevivir (en Florida, un niño de 12 años a quien le diagnosticaron el mismo padecimiento unos días después que a Kali murió a pesar de haber recibido el mismo fármaco alemán).
“Ante todo, fue la gracia de Dios”, dice Linam. “Aparte de eso, hubo incontables factores que ayudaron, una sucesión diaria de pequeños milagros que le salvaron la vida”.
Lo atacó “el asesino silencioso”, como los médicos llaman al aneurisma aórtico abdominal (AAA).
Un ensanchamiento gradual de la arteria aorta, el principal vaso sanguíneo que irriga el abdomen, la pelvis y las piernas, distingue a este trastorno. El AAA puede durar años sin producir síntomas, pero si llega a reventarse, por lo común es letal.
Era febrero de 2013, y fingir que padecía esta enfermedad era una tarea para Jim Malloy, un ingeniero jubilado que entonces tenía 75 años.
Este “actor de casos médicos” llevaba varios años interpretando a pacientes de toda clase de padecimientos ante estudiantes de la Facultad de Medicina de la Universidad de Virginia para que pudieran practicar el arte de hacer diagnósticos. Para Jim era un divertido trabajo de medio tiempo durante el retiro.
Cuando Ryan Jones, estudiante de tercer año de la carrera de medicina, entró al aula, vio a Jim metido en su papel de enfermo de AAA: se quejaba de mareo y dolor estomacal. Sin embargo, cuando Ryan palpó la parte central del abdomen de Jim, se sorprendió al sentir una masa pulsátil: parecía un aneurisma real.
“Me eché hacia atrás, confundido”, recuerda. “Le pedí al señor Malloy que dejara de actuar y me dijera si sabía que tenía un aneurisma, pero él contestó que estaba sano”.
“y si hubiera seguido actuando en esas condiciones, probablemente ya estaría muerto”.
El médico que supervisaba a Ryan le sugirió a Jim hacerse examinar por un cardiólogo, pero el actor no lo tomó en serio. “No pensé que tuviera ningún síntoma”, dice. Se sentía perfectamente bien, y apenas dos semanas antes su médico le había hecho un examen físico general y no había descubierto nada fuera de lo normal.
Cuando finalmente le hicieron una ultrasonografía, resultó que tenía un AAA de seis centímetros de diámetro, con el potencial de reventarse. Los médicos operaron a Jim de inmediato, y le insertaron un stent para desinflar el aneurisma y salvarle la vida.
“No tenía ni remota idea de lo que estaba ocurriendo en mi cuerpo”, dice Jim, “y si hubiera seguido actuando en esas condiciones, probablemente ya estaría muerto”.
Ryan, quien está a punto de iniciar una residencia en oncología radioterapéutica, opina lo mismo que Jim. “Fue una coincidencia increíble que le hubieran asignado interpretar un caso de AAA”, dice.
“Si le hubiera tocado cualquier otro papel, yo habría omitido esa parte de la exploración y no habría descubierto el aneurisma. Jim se encontraba en el lugar apropiado y en el momento justo”.
Tal vez nadie esté más consciente del vital golpe de suerte que tuvo Jim que su esposa, Louise. “Poco después de la operación que le hicieron, conocí a dos mujeres cuyos esposos tenían un aneurisma aórtico abdominal que se reventó y murieron a causa de la hemorragia”, cuenta. “Estamos muy agradecidos con Ryan”.
Cree firmemente que Dios le devolvió la vida.
Era el 23 de septiembre de 2014, y Ruby Graupera-Cassimiro, de 40 años, acababa de dar a luz a una hermosa bebé mediante una cesárea sin complicaciones; sin embargo, cuando el personal médico la trasladó a la sala de recuperación, perdió el conocimiento. De repente Ruby, quien ya tenía otro hijo, sufrió un paro cardiaco.
Jordan Knurr, anestesiólogo del Hospital Regional de Boca Ratón, en Florida, de inmediato la intubó y conectó a un respirador; luego emitió el código de emergencia, y una docena de médicos y enfermeras llegaron corriendo a la sala e iniciaron las maniobras de reanimación cardiopulmonar avanzada.
“Su frecuencia cardiaca se mantuvo en un nivel potencialmente letal durante más de dos horas”, dice Knurr. Lo más grave ocurrió cuando el pulso de Ruby se debilitó totalmente: el corazón le latía, pero no estaba bombeando sangre al resto del cuerpo.
Los médicos continuaron con las compresiones torácicas por espacio de 45 minutos, en un intento desesperado de restablecer la función cardiaca normal.
Unas dos horas después, reunieron a los familiares de la paciente en la sala para que se despidieran de ella. Los familiares lo hicieron, y luego regresaron a la sala de espera, donde, junto con algunas enfermeras, se arrodillaron e imploraron al cielo para que Ruby se salvara.
El corazón de Ruby comenzó a latir sin ayuda por primera vez en dos horas.
Entonces los médicos suspendieron las compresiones torácicas y se prepararon para registrar y declarar la hora de muerte.
“Estaba yo a punto de apagar el respirador cuando de repente una de las enfermeras gritó ‘¡Deténgase!’”, cuenta Knurr. “Aunque habíamos suspendido el suministro de fármacos y las compresiones torácicas, el corazón de Ruby comenzó a latir sin ayuda por primera vez en dos horas. Fue algo realmente indescriptible”.
Al parecer, un poco de líquido amniótico se había infiltrado en el útero de Ruby, y a través de su torrente sanguíneo pasó al corazón. Este trastorno, llamado embolia amniótica, produce un émbolo acuoso que obstruye la circulación de sangre en el músculo cardiaco.
“Esta embolia es muy rara y no se sabe mucho sobre sus causas”, señala Knurr. “Por lo general las pacientes fallecen, o sobreviven con daño cerebral grave”. Los médicos de Ruby no saben qué ocurrió con los residuos amnióticos; suponen que se disolvieron solos.
Ruby no sólo sobrevivió, sino que hoy se encuentra en perfectas condiciones de salud. “Es como si no le hubiera pasado nada”, comenta Knurr. “Es un milagro. No soy muy religioso, pero estas cosas casi nunca se ven”.
Al otro día los médicos desconectaron a Ruby del respirador. Cuatro días después, salió del hospital por su propio pie con Taily, su bebé recién nacida. Ni siquiera sufrió fracturas de costilla por las compresiones de tórax.
“Ese día alguien más se hizo cargo de mí; no me queda la menor duda”, dice Ruby. “No sé por qué Dios me eligió a mí, pero sé que me devolvió la vida por alguna razón”.
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