Amor, risas y el juego audaz de un niño pequeño. Eso es lo que me gustaría para mi familia.
Isaban, de tres años de edad, caminó hasta una silla que había al otro lado del comedor, frente a la chimenea. Se quedó quieto un momento, con los ojos entrecerrados. Luego se subió a la silla y se sentó a horcajadas sobre el respaldo, que apretó entre sus piernas.
Unos leños ardientes crepitaban en la chimenea, lanzando su luz dorada por toda la habitación. El piso de piedra roja y las paredes de pino color miel hacían que la camisa blanca de Isaban resplandeciera. En el techo, una viga de roble oscuro parecía vigilar al niño.
Al subirse a la silla había sujetado el respaldo con ambas manos, y en seguida, equilibrando el torso para no caer, pasó la pierna derecha al otro lado del respaldo.
Corría riesgo de volcar la silla y darse un golpazo, pero eso no parecía preocuparle. Nos tenía muy atentos, y todos nos preguntábamos qué estaba haciendo.
Tras una lluviosa mitad de diciembre, por fin había llegado el invierno. Los 160 habitantes de Villars-sur-Fontenais, un pueblo situado en el cantón suizo de Jura, recibieron la nieve con placer. De joven siempre pasé parte de las vacaciones escolares allí, en la granja de Jacob Lehmann.
Ese invierno tenía yo 17 años. Creo que Jacob me quería como si fuera su hijo, y también como si fuera su hermano menor. Él me llevaba 13 años. Decía que mi interés por su granja lo ayudaba a ser más amable con la gente de la ciudad; por mi parte, siempre ansiaba ir a visitarlo. A esa edad, ¿quién no se ha sentido a veces más cómodo con otras personas que con sus propios familiares?
La familia de Jacob estaba preparando una buena cena para la víspera de Año Nuevo. Marie, su esposa, estaba a cargo de todo, y sus hijos la ayudaban. Nathalie, de nueve años, había puesto la mesa, y sus hermanos, Mériol y Sem, de cinco y cuatro años, encendido las velas. De pie, cerca de la puerta que daba al porche, el abuelo Japhet, de 58 años, observaba su pequeño mundo con los ojos serenos de un patriarca satisfecho. Jacob se empecinaba en su papel de cascarrabias y se resistía a participar en el rito tradicional de fin de año.
Jacob y Marie se amaban con un cariño que he buscado recrear toda mi vida. A menudo los observaba con disimulo. Él tenía una tupida barba rojiza y mirada penetrante; a ella los ojos le brillaban de alegría, y su confianza en el futuro era absoluta. Habían construido una casa que reflejaba su personalidad. Sus nombres bíblicos no indicaban que fueran creyentes devotos, pero respetaban al prójimo y a la naturaleza. Se dedicaban al cultivo de alimentos orgánicos en su granja, cuyo modesto tamaño los protegía de la necesidad y al mismo tiempo los aislaba de la opulencia.
Esa plácida noche del 31 de diciembre de 1977, no fue la cena lo que me dejó la impresión más memorable, sino los estrechos lazos que aquel pequeño clan familiar formó gracias a un juego que no se puede conseguir en ninguna juguetería.
Sentados a la mesa todavía, saboreando el budín, veíamos a Isaban montado en la silla. Marie lo miraba nerviosa, lista para intervenir. Todos queríamos saber qué pretendía el niño haciendo eso. Su intención se hizo clara cuando entrecerró los ojos para concentrarse: estaba tratando de dar un giro a la silla encaramado en ella.
Hizo un último intento y después bajó de la silla, intimidado por todos los ojos que lo miraban.
Alguien arrastró la silla hacia el centro de la habitación, donde quedó lista para que otro osado lo intentara. Nathalie se acercó. En la casa nunca se había visto un reto tan ridículo, ni escuchado risas tan alegres. Por supuesto, el equilibrio del torso y la distribución del peso corporal eran cruciales para evitar que la silla se volcara. Inclinada hacia delante, con el vientre sobre el respaldo de la silla y el trasero apuntando hacia el techo, Nathalie intentó un acto de equilibrismo inverosímil. Sus hermanos hicieron un círculo alrededor de ella, doblados de la risa.
—Baja la cabeza —la alentó Sem—. ¡Anda, bájala más!
—¡Estira las piernas y alza el trasero! —gritó Mériol, eufórica.
Nathalie estaba jadeando y riendo al mismo tiempo.
Llegó el turno de Mériol de participar en el reto, y luego el de Sem. Con las piernas apretando el respaldo de la silla y girando el torso, el niño estuvo a punto de lograrlo, pero cayó antes de completar la maniobra. Mi falta de inventiva me hizo usar la misma técnica que él, y también fallé.
Fieles a su tradición, los vecinos se visitaban unos a otros para desearse un feliz Año Nuevo. Cuando Marcel llegó, poco después de las 11 de la noche, vio a Jacob sentado a horcajadas sobre el respaldo de una silla, rodeado por su familia, con la cabeza agachada como si estuviera realizando un acto de rendición. Atónito, Marcel no tuvo tiempo de comprender lo que estaba pasando. En cuestión de segundos, los niños empezaron a corear su nombre como si estuvieran animando a un deportista en una cancha. Más acostumbrado a conducir un tractor que a las acrobacias, Marcel se sentó en cuclillas sobre la silla, y todos reímos a carcajadas al oírlo exclamar varias veces “¡Ay, no, por Dios!”
Tuvimos que echar mano de todos nuestros poderes de persuasión para hacer que el abuelo lo intentara también. Japhet se colocó en medio del grupo y se encaramó sobre la silla. Nos sonrió, y entonces extendió sus largos brazos como si quisiera envolvernos con ellos a todos. En el silencio que se produjo a continuación, a todos nos pareció sentir la calidez de su abrazo. Japhet siempre había sido un maestro en expresarse sin utilizar palabras. Los seres humanos inventan muchas formas de demostrar que valoran vivir juntos.
Aunque ninguno de nosotros consiguió domar la silla, lo divertido que resultó intentarlo y los brazos extendidos de Japhet son recuerdos imborrables de aquella víspera de Año Nuevo. Ése era nuestro mundo, y estaba lleno de risas, diversión, trabajo arduo y amor. Y aunque sé que mis hijos, en algún momento de su juventud, quizá se sientan más cómodos en el hogar de otra familia, ese tipo de mundo es el que trato de ofrecerles ahora, 36 años después.
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