Familia

Mi hija fue feliz y ganó al nadar con calcetines

Cuando empezó la temporada de natación, Elizabeth, mi hija de 11 años, y yo hicimos un trato: ella practicaría tres veces a la semana, se esforzaría mucho y trataría de divertirse, y yo no la obligaría a participar en las competencias.

A la niña no le gustan las pruebas de natación. Se pone sumamente nerviosa, pero no porque quiera ganar: no desea, ni espera, ni le interesa ganar. Su nerviosismo proviene de la posibilidad de que haga algo terriblemente mal y decepcione a todos.

Un día, en un encuentro de natación, estuvo aterrada todo el tiempo, desde el principio hasta el final. Luego, cuando mi esposa y yo le preguntamos si se había divertido, Elizabeth contestó que no, en absoluto. Empezó a hablar de renunciar a la natación, lo cual me desilusionó porque le encanta nadar. Entonces se me ocurrió proponerle el trato, y ella aceptó gustosa.

Hace poco, el equipo al que pertenece anunció una noche especial de natación: las chicas de 11 años de edad o más nadarían 50 metros cronometrados en los cuatro estilos, y después comerían pizza.

Le dije a Elizabeth que no sería exactamente una competencia porque participarían sólo miembros del equipo, pero ella alegó que sí sería una competencia porque habría ganadoras y perdedoras.

Necesitábamos un buen abogado de contratos, pero no había ninguno disponible. Le hice ver a la niña que me encantaría que asistiera. Ella se resistió férreamente, pero al final aceptó.

Cuando llegó la noche especial de natación, Elizabeth estaba inquieta. Al acercarse a la piscina, se puso aún más nerviosa.

Al parecer, ella era la persona más joven en aquel lugar, y al menos 30 centímetros más baja de estatura que la mayoría de las otras niñas. Le dio pánico, y pasó todo el tiempo junto a mí, temblando.

Primero participó en los 50 metros estilo libre. Elizabeth nunca había dado vuelta con la técnica correcta al llegar al extremo de la piscina, de 25 metros, y esta vez lo hizo. Para nosotros, fue muy agradable verlo; sin embargo, no tocó la pared de la piscina. Tuvo que retroceder para tocarla, y eso afectó su tiempo.

Siguieron las pruebas de dorso y pecho. Me di cuenta de que mi hija no la pasó nada bien. No tuvo la menor oportunidad de ganar una medalla, y las chicas mayores ni siquiera se fijaron en ella.

En el ámbito deportivo se suele decir que los nervios se relajan al cabo de un rato, pero los de Elizabeth seguían muy tensos.

Luego llegó el momento del relevo de camisetas, el cual funciona así: una nadadora de cada equipo se pone una camiseta, un par de calcetines y una gorra de hule; nada 50 metros, sale de la piscina, se quita esas prendas y se las pone a la compañera que sigue, quien nada también 50 metros. Esto continúa así hasta que todas las nadadoras del equipo han completado una vuelta a la piscina.

Por alguna razón que desconozco, las compañeras de Elizabeth la eligieron para que fuera el último relevo.

Hacían malabares para quitarse la camiseta y ponérsela a la nadadora siguiente. Ellas batallaban, y nosotros nos divertíamos. En el último relevo, el equipo de mi hija había tomado una ventaja moderada. Entonces llegó el turno de nadar de Elizabeth.

Fue emocionante ver cómo sus compañeras trataban de ponerle la camiseta y los calcetines. Para ese momento, se habían olvidado de las estrategias; todas tiraban al mismo tiempo, intentando ponerle las prendas. Luego Elizabeth se lanzó al agua. Parecía nadar más velozmente con la camiseta y los calcetines puestos que cuando lo hacía sin ellos.

Al acercarse a los primeros 25 metros, mi hija seguía al frente. Entonces alguien se percató de que Elizabeth había perdido un calcetín, el cual estaba flotando en la piscina.

—Tiene que regresar y ponérselo antes de que acabe el recorrido —les dijo un oficial de la competencia (o quizá era un simple espectador) a las compañeras de Elizabeth—, o quedarán descalificadas.

Todas las chicas de su equipo empezaron a gritar:

—¡Elizabeth, detente! ¡Elizabeth, ponte el calcetín!

Pero mi hija no las oía. Una de sus compañeras saltó al agua, tomó el calcetín y se lo lanzó. Elizabeth no se dio cuenta. Estaba concentrada en nadar; dio vuelta y empezó a recorrer los 25 metros finales.

—¡Elizabeth! —le gritaron con más fuerza, pero ella siguió sin oírlas.

En eso, la nadadora del carril dos empezó a acercarse a mi hija. Había que tomar medidas desesperadas. Una compañera de Elizabeth saltó al agua, tomó el calcetín y nadó tras ella. Al alcanzarla, le sujetó un pie.

—¡Tienes que ponerte el calcetín! —le dijo a gritos.

Mi hija flotó unos instantes mientras su compañera le ponía la prenda a toda prisa. Para entonces, la chica del carril dos estaba a punto de rebasar a Elizabeth. Finalmente, con el calcetín puesto, mi hija nadó con todas sus fuerzas los últimos 15 metros.

Fue por muy poco, pero tocó la pared de la piscina antes que la otra niña y ganó la prueba. Hubo celebración y júbilo: abrazos, choques de palmas y aplausos. Por unos cuantos minutos, Elizabeth fue la heroína. Su triunfo había sido totalmente inesperado, con un final insólito, pero mi hija se llevó la noche.

En el auto, de camino a casa, mi hija revivió su momento de gloria una y otra vez. Dijo haberse asustado mucho cuando sintió que le sujetaban el pie, pero le divirtió nadar como pudo los últimos metros y alzarse con la victoria.

Señaló que si el relevo de camisetas fuera una prueba olímpica (y está convencida de que podría serlo), su equipo ganaría la medalla de oro. Le dije que, en mi opinión como profesional, tenía toda la razón.

¿Has pasado por alguna situación parecida con alguno de tus hijos?

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