En el primer año de nuestra estancia en Washington, nuestro hijo Owen desapareció. Pocos días antes de celebrar su tercer cumpleaños, el chiquillo parlanchín, curioso y preguntón que era dejó de hablar. Lloraba sin consuelo, y no dormía ni hacía contacto visual. La única palabra que decía era juice “jugo”.
Yo acababa de empezar a trabajar como reportero en The Wall Street Journal. Mi esposa, Cornelia, ex periodista, se quedaba en casa con Owen, que iba de mal en peor. Apenas podía usar el vaso para bebr, aunque ya había aprendido a beber de un vaso normal. Se movía como si tuviera los ojos cerrados. “No tiene sentido”, le decía yo a mi mujer. “Cuando creces, no vas para atrás”.
Tras acudir a varios médicos, oímos la palabra “autismo” por primera vez. Más tarde lo especificarían como “autismo regresivo”, que afecta a casi un tercio de los niños autistas. A diferencia de otros chicos que nacen con autismo, los de este grupo tienen avances hasta un punto situado entre los 18 y los 36 meses de edad, y luego dejan de evolucionar.
La única actividad de Owen con su hermano, Walt, desde que le diagnosticaron autismo, hace un año, es ver películas de Disney: La bella y la bestia, Aladino, La sirenita y algunas clásicas, como Dumbo, Pinocho y Fantasía. Las ven en la televisión de nuestro cuarto. Se sientan juntos, y Walt, de seis años, le pone el brazo sobre los hombros a su hermano.
Después Walt sale a jugar con sus amigos, y Owen se queda viendo películas, una tras otra. Rebobina ciertas partes para verlas nuevamente, y parece contento, concentrado.
Una fría y lluviosa tarde de sábado, en noviembre de 1994, nos reunimos todos arriba. Owen ya está en la cama, murmurando cosas ininteligibles: “Juice”, “juice”. Está viendo La sirenita, y nos sentamos junto a él. La cinta va en una de las mejores partes: cuando Ursula, la Bruja del Mar, le canta su canción de villana a Ariel y le ofrece convertirla en un ser humano a cambio de su voz.
Al acabar la canción, Owen toma el control remoto y rebobina la película unos 25 segundos, hasta la penúltima estrofa, cuando Ursula dice: “No te costará mucho, solo tu voz”, El niño rebobina la cinta y ve la escena dos veces más. Cuando la pasa por cuarta ocasión, Cornelia le susurra:
—No es juice, hijo. Es just… ¡Just your voice!
Tomo a Owen del brazo y le digo:
—¡Just your voice! [“Solo tu voz”] ¿Es eso lo que estás diciendo? Me mira (nuestro primer contacto visual en un año) y repite:
—¡Just your voice!
—¡Sí! —exclama Walt con alegría. ¡Owen está hablando otra vez!
La sirenita pierde la voz en el momento de la transformación, y a Owen le ocurrie lo contrario. De pronto, los niños y yo estamos saltando en la cama, mientras Cornelia, con los ojos arrasados, susurra: “Gracias, Dios mío. Mi hijo sigue allí”.
Tras acudir a varios médicos, oímos la palabra “autismo” por primera vez. Más tarde lo especificarían como “autismo regresivo”…
Les contamos a los terapeutas de Owen lo ocurrido: que el niño se ha comunicado con nosotros desde su aislado mundo. El logopeda echa por tierra nuestro entusiasmo, y lo mismo hace el pediatra, quien asegura que la ecolalia es común en niños como Owen: suelen repetir la última o las dos últimas palabras de una frase. Le preguntamos si esos niños entienden el significado de las palabras, y su respuesta es: “Normalmente, no”.
Tres semanas después nos encontramos en Disney World, en Florida. En Fantasyland hay atracciones que reproducen las películas que les gustan a Owen y a Walt. Se sientan en el galeón volador de Peter Pan para visitar el País de Nunca Jamás, mientras los Niños Perdidos juguetean en su cueva. No se diferencian de cualquier otra pareja de hermanos.
Cada vez que Cornelia y yo los vemos así, intentamos asegurarnos de no estar viendo solo lo que quisiéramos. Pero a media tarde se hace claro que Owen no está hablando solo ni agitando las manos como habitualmente lo hace. Bueno, solo un poco. Aquí se siente como en casa.
Es septiembre de 1997, y Walt cumple nueve años hoy. Owen tiene seis y medio. Después de jugar rudo con sus amigos en el jardín al final de su fiesta, Walt lloriquea un poco. Es un niño fuerte e independiente, pero suele ponerse un poco triste en sus cumpleaños. Cuando Cornelia y yo volvemos a la cocina, Owen nos sigue. Mira a los ojos a su mamá y después a mí.
—Walter no quiere crecer —nos dice—, como Peter Pan.
Asentimos sin comentar nada. Él también asiente, y luego se hunde en sus pensamientos.
Es como si un rayo hubiera pasado por la cocina. Dijo una frase completa y compleja, lo que no había hecho en cuatro años; más bien, nunca.
Sus palabras revelan un razonamiento interpretativo que en teoría es incapaz de tener: que alguien que llora en su cumpleaños es porque no quiere crecer. No solo es atípico que un niño de seis años piense eso; es una reflexión inteligente. Es como si Owen nos hubiera permitido, por un instante, echar un vistazo a su misterioso entramado interior.
No había oído su voz así, natural y fluida, desde que mi hijo tenía dos años de edad.
Cuando la cena termina y los niños se retiran a su dormitorio, Cornelia empieza a pensar qué debemos hacer ahora con Owen.
—¿Cómo volveremos a hacer contacto con él? —me pregunta.
Al poco rato voy al cuarto de los niños. Owen está sentado en su cama, hojeando un libro. Por supuesto, no sabe leer, pero le gusta ver las imágenes. En silencio, tomo su muñeco de Iago, el loro de la película Aladino de Disney, uno de sus personajes favoritos. Owen suele repetir las frases de Iago. No alza la mirada.
Gateo hasta la mitad de la cama y me detengo junto a ella; alzo el muñeco por encima de las sábanas, e imitando la voz de Iago lo mejor que puedo, le digo al niño:
—Hola, Owen, ¿Cómo te va?
Él mira al muñeco como si acabara de encontrar a un viejo amigo.
—No soy feliz —responde—. No tengo amigos. No puedo entender lo que dice la gente.
No había oído su voz así, natural y fluida, desde que mi hijo tenía dos años de edad.
—Oye, Owen, ¿cuándo nos hicimos buenos amigos tú y yo?
—Cuando empecé a ver Aladino sin parar. Me hacías reír mucho.
Mi mente se acelera. Sigue con el diálogo, me digo. Habla de cualquier cosa. Una de las escenas que lo he visto rebobinar es cuando Iago le dice a Jafar, el visir villano, cómo se puede convertir en sultán.
De nuevo soy el loro:
—¿Te divertía? Por supuesto, Owen, como cuando digo “Así que si te casas con la princesa te convertirás en el marido tonto…
Haciendo con la voz un sonido cavernoso, el niño dice:
—Me encaaanta cómo funciona tu pequeeeño cerebro de ave.
Es el parlamento de Jafar y la voz de Jafar, con un tono un poco más agudo, claro, pero con el leve acento británico del siniestro visir. Luego oigo una risilla, un hermoso sonido que no había oído en muchos años.
Una semana después, decido hacer un experimento. Nos reunimos en el sótano para ver El libro de la selva, la versión de Disney de 1967 de los cuentos de Rudyard Kipling. Vemos la película unos minutos, hasta llegar a la canción principal: Busca lo más vital. Bajo el volumen, e intentando imitar lo mejor que puedo la voz del oso Baloo, digo: “Ahora mira, amiguito, es así. Lo único que tienes que hacer es…”
Entonces todos empezamos a cantar: “Busca lo más vital, no más, lo que es necesidad, no más, y olvídate de la preocupación… y las hormigas encuentro bien, y saboreo por lo menos cien…”.
Cuando Baloo mira a Mowgli, yo miro a Owen, y en el momento exacto él me dice: “Tú comes hormigas?” Eso es justo lo que Mowgli le pregunta al oso.
Minutos después, cuando el orangután loco le canta a Mowgli sobre cómo volverse un hombre, Walt dice: “Así que ¿cuál es el secreto de ese rojo fuego?” Entonces, como Mowgli en la película, Owen responde: “Pero yo no sé cómo es el fuego”.
El director del Lab School dice que nuestro hijo simplemente no funciona allí. Llamamos a la anterior escuela de Owen…
Cornelia voltea a mirarme, y yo le sonrío. La entonación y la fluidez para hablar son posibles para Owen solo cuando ve películas. Es casi como si no fuera autista: sus ademanes, inflexiones de voz y emociones parecen completamente naturales. Cuando el niño tenía tres años, perdió la comprensión del lenguaje oral.
Cuando ve alguna película de Disney, es como si archivara en su mente sonidos y ritmos; luego empieza a usar las exageradas expresiones faciales de los personajes animados, las situaciones en que se encuentran y las maneras como interactúan para ayudarse a descifrar todos esos sonidos misteriosos. Son sonidos almacenados que ahora podemos ayudarle a contextualizar.
Así son nuestras sesiones en el sótano. A lo largo del día hacemos nuestra vida normal, y en la noche nos convertimos en personajes animados.
Es el otoño de 1999, y Owen está cursando el tercer grado en el Lab School, una escuela privada local para niños con problemas de aprendizaje. Vemos cómo mejoran sus habilidades, su rudimentaria lectura y su capacidad para hacer operaciones aritméticas sencillas.
Ya ha aprendido a leer, viendo los créditos al final de las películas. Detiene la cinta y lee los nombres —animadores, directores artísticos, dobladores de voz—, ansioso por saber quiénes siguen en la lista.
Pero dos años después, al llegar al quinto grado, empieza a tener problemas. Los otros niños, que tienen cargas menos pesadas, avanzan más aprisa. El director del Lab School dice que nuestro hijo simplemente no funciona allí. Llamamos a la anterior escuela de Owen, Ivymount, que es para niños más rezagados. Están encantados de aceptarlo otra vez.
—Te va a ir muy bien, Owie —le dice Walt a su hermano, abrazándolo—. Estoy seguro de que algunos de tus viejos amigos siguen allí.
Owen se esfuerza para esbozar su mejor sonrisa. Llama “cara feliz” a ese gesto, que se obliga a hacer cuando no quiere que lo vean llorar.
De vuelta en Ivymount en el otoño de 2002, Owen, ahora de 11 años, no afronta ningún reto académico ni social. Aún visita a sus terapeutas y realiza actividades extraescolares, pero no lo invitan mucho a jugar los otros niños. A él no parece importarle. Lo único que quiere son cuadernos para dibujar y lápices de colores.
Sabemos que le dolió mucho dejar la otra escuela, pero no tiene palabras suficientes para expresar sus sentimientos. Un sábado por la tarde veo a Owen bajar al sótano con un cuaderno, lápices y un libro en la mano. Voy de puntillas a ver qué hace. Está tendido en la alfombra, pasando las hojas del libro rápidamente. Veo que contiene material gráfico: “Aprende a dibujar a la Sirenita de Disney”.
Se detiene en los dibujos de Sebastián, el cangrejo sabio que cuida a Ariel. Se pone a observar una imagen de Sebastián de aspecto temible, con la boca abierta y los ojos de par en par; luego abre el cuaderno y toma el lápiz negro. Pasa la mirada del dibujo a la hoja en blanco varias veces, y después empieza a mover el lápiz sobre el papel. Primero traza una pata del cangrejo, y a continuación, con un movimiento firme, la pinza.
Se acomoda y reacomoda en la alfombra, y dobla el brazo libre en el mismo ángulo que la pinza de Sebastián. Cuando va a dibujar la cara, en la oscura pantalla del televisor apagado veo el reflejo de su cara, haciendo el mismo gesto que el cangrejo cuando Ariel pierde la voz.
Y después acaba todo. Owen suelta el lápiz, se pone de pie de un salto y se marcha sin notar mi presencia.
Me pongo en cuclillas y empiezo a hojear el libro. Hay muchos personajes. Las expresiones son muy vívidas, muchas de ellas temibles. Me pregunto si Owen hojea los libros en busca de expresiones que reflejen cómo se siente y luego plasma esas emociones en el cuaderno.
De pronto veo algo escrito. En la página que sigue y hasta la última, aparecen sus garabatos habituales, difíciles de leer: “Soy el Protektor de mis Kompañeros de Aventuras”. Hojeo el libro hasta el final, y allí encuentro otra frase, escrita con la letra garrapateada de un niño de primer grado de primaria: “Ningún Kompañero se queda atrás”. Me doy cuenta de que solo necesitamos el momento oportuno para hablar con él. Entonces las estrellas se alinean.
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