A los 11 años era bajita de estatura y rechoncha, sin nada de cintura. Tenía el cabello rebelde y un flequillo tupido y alto, hecho con una pinza rizadora extragrande.
A los 11 años pasé por una fase terriblemente vergonzosa y fea, y veía cómo las niñas bonitas y populares cuchicheaban y se reían disimuladamente cuando pasaba yo frente a ellas en el pasillo de la escuela.
A los 11 años estaba segura de que sería ruidosa, molesta, fea y torpe por el resto de mis días.
A los 11 años mi flequillo extraño y mi cara rolliza fueron lo último que mi padre vio. Mi voz chillona fue el último sonido que papá escuchó.
Años después de su fallecimiento, empecé a desear que estuviera vivo para que pudiera ver a la persona en la que me estaba convirtiendo.
Deseaba que estuviese allí para que viera cómo bajaba de peso y mi aspecto raro desaparecía, y cómo a los 13 años ya había dado un estirón de 30 o 35 centímetros.
Deseaba que pudiera ver que ya no llevaba ese flequillo espantoso, y que cambié la pinza rizadora por una plancha alaciadora.
Deseaba poder contarle que al final vencí en buena lid a las chicas bonitas que me molestaban, y que quizá le robé el novio a alguna.
Deseaba que estuviera allí para que supiera que por fin aprendí a tocar el piano, y que seguí con aquel pasatiempo de escribir que amaba tanto cuando era pequeña.
Deseaba que me oyera hablar sin la voz irritante que tenía antes.
Deseaba que estuviera allí para decirle que me enamoré de un hombre bueno que me recuerda a él: alto, delgado, amante del billar, de la música de los años 60 y de practicar descalzo el esquí acuático.
Si papá estuviera vivo hoy, sé que haríamos cosas increíbles juntos; era muy gracioso, creativo y talentoso. Estoy segura de que haríamos algo épico, y probablemente seríamos el dúo padre-hija más famoso desde Billy Ray y Miley Cyrus (que conste que mi papá nunca usó un peinado raro, y aunque le dio un infarto, no se debió a que fuera un vaquero bohemio. Además, yo soy más divertida que Hannah Montana).
Ojalá mi cara, ya sin flequillo hoy, y mi voz, ya no tan chillona, hubieran sido lo último que él vio y oyó. Ojalá viera a la Susannah actual, no a la niña insegura de hace 20 años.
Durante años he pensado esto: si mi padre pudiera ver a la mujer que soy ahora, se sentiría orgulloso.
Antes creía que a él le preocupaba que fuera a ser objeto de burlas toda la vida por mi cuerpo rechoncho y mi cabello encrespado, pero ahora que soy mamá mi manera de pensar ha cambiado totalmente.
Mi hija tiene seis años. Cuando de adulta vea su foto de primer grado de escuela, sin duda se horrorizará al ver que le faltaban dientes, que unos caireles le enmarcaban el rostro y que tenía mejillas abultadas. Y cuando yo vuelva a ver esa foto, pensaré que su sonrisa era divina y sus rizos preciosos; su hermosa cara siempre me quitará el aliento.
Así que lo que pienso ahora es esto: el último día de mi padre en el mundo, cuando esa niña gordita se inclinó para verlo, con su cabello despeinado y su voz chillona, él no estaba viendo algo decepcionante. Estaba viendo a su hija, a su niña perfecta, y se sentía orgulloso.
Susannah B. Lewis es una galardonada escritora y bloguera estadounidense.
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