Ondas gravitacionales, conociendo el cosmos
En el principio el hombre alzó su mirada al cielo y trató de entender que eran esas luces que observaba en la bóveda celeste.
Hemos detectado ondas gravitacionales. ¡Lo hicimos!”, celebró el pasado 11 de febrero David Reitze, director ejecutivo de la colaboración LIGO (por Laser Interferometer Gravitational-Wave Observatory) en una conferencia de prensa que parecía una fiesta y que será recordada por mucho tiempo.
Reitze anunciaba así la primera detección directa de una onda gravitacional, un acontecimiento histórico que podría ser el inicio de una nueva era en la astronomía, una en la que incluso las regiones más oscuras del Universo podrán ser exploradas.
Einstein notó en 1916 que su teoría indica que cualquier cuerpo es capaz de producir deformaciones ondulatorias en el espacio si sufre una aceleración repentina. Esto ocurre, por ejemplo, cuando dos objetos arbitrarios chocan, o cuando dos cuerpos casi idénticos giran uno alrededor del otro, como si fueran dos canicas cayendo juntas por un embudo.
Un ejemplo menos terrenal es la colisión entre cuerpos celestes (meteoros, planetas, estrellas, galaxias). Otro más complejo es el sistema binario de planetoides Plutón-Caronte, que giran uno en torno al otro y se desplazan juntos alrededor del Sol.
La existencia de las ondas gravitacionales es, como la de los agujeros negros, una inesperada predicción de la Relatividad General. Ésta, concebida en 1915 por Albert Einstein, describe la gravedad como el resultado de la deformación del espacio por la presencia de cualquier cuerpo con masa.
Las ondas gravitacionales, al desplazarse, alargan y contraen repetitivamente el espacio por el que transitan gracias a la energía que transportan, similar a como las ondas de sonido contraen y expanden el aire o las olas en el mar lo deforman.
Einstein encontró también que las ondas gravitacionales, como las ondas de luz o radiación electromagnética, se desplazan a la velocidad de la luz. Desafortunadamente, debido a que la gravedad es la más débil de las fuerzas de la naturaleza, a pesar de que todo cuerpo puede producir ondas gravitacionales, éstas son prácticamente indetectables a menos que sean producidas por fuentes gravitatorias inmensamente masivas o energéticas, tales como estrellas de neutrones (que concentran la masa del Sol en un radio de 10 kilómetros) o agujeros negros.
Por si fuera poco, como la intensidad de las ondas es atenuada con la distancia recorrida y las posibles fuentes supermasivas no son cercanas a la Tierra, incluso en un caso óptimo, una onda que llegara a nosotros causaría deformaciones espaciales mucho más pequeñas que un núcleo atómico.
Uno de los pioneros en la búsqueda de las ondas gravitacionales fue el físico estadounidense Joseph Weber, quien diseñó cilindros de aluminio, de 2 metros de longitud y 1 metro de diámetro, que podrían absorber la energía de una onda gravitacional y vibrar en el mismo “tono” (en la misma frecuencia) de la onda detectada.
A pesar de que en 1968 Weber afirmó haber observado lo que esperaba, sus resultados fueron controvertidos porque no podían ser replicados y porque, entre otras cosas, describían la existencia de fuentes relativamente pequeñas y tan masivas como miles de galaxias juntas. Desde la predicción y hasta entonces, las ondas gravitacionales eran tan controversiales que muchos, incluyendo al mismo Einstein, dudaron de su existencia.
Poco después, entre 1974 y 1978, llegaría la reivindicación de las ondas gravitacionales. En 1974, los astrónomos Joseph H. Taylor Jr. y su ex alumno Russell A. Hulse descubrieron un sistema rotante de dos estrellas de neutrones separadas apenas por algunas veces la distancia que hay entre la Luna y la Tierra.
Cuatro años después de descubrir este sistema, Taylor notó que las estrellas rotaban cada vez más rápido, pero en una órbita cada vez más pequeña. La única explicación consistente con los datos es que el sistema, como dos canicas por un embudo, está en ruta de colisión porque pierde energía en forma de ondas gravitacionales. Ésta constituyó la primera prueba indirecta de la existencia de las ondas gravitacionales. Tras el merecido premio Nobel de 1993 a Taylor y Hulse, se convirtió en consenso que las ondas de gravedad existen, aunque nuestra tecnología debería aún desarrollarse para poder detectarlas directamente.
La colaboración LIGO fue establecida entre 1983 y 1992, en Estados Unidos, por los físicos experimentales Ronald Drever (del Instituto Tecnológico de California) y Rainer Weiss (del Instituto Tecnológico de Massachusetts), y el físico teórico Kip Thorne (también del Instituto Tecnológico de California) con la misión de detectar directamente ondas gravitacionales mediante el uso de dos interferómetros, uno que opera en Livingston, Louisiana, y otro en Hanford, Washington, a 3,002 kilómetros de distancia. Un interferómetro es un dispositivo relativamente simple, compuesto de lentes y espejos, que compara las cualidades de las ondas de luz láser originadas en un solo haz tras enviarlas por dos trayectorias distintas.
Los interferómetros usados para medir ondas gravitacionales típicamente constan de dos túneles de la misma longitud formando una “L”, están dotados con sofisticados sistemas para aislarlos lo mejor posible de las vibraciones ambientales, tales como las que produce un camión que transite en la cercanía, un pequeño temblor o hasta la caída de una hoja. Un haz láser es dividido en el vértice de la “L” y reflejado por espejos ubicados en los extremos de los brazos, para finalmente recombinar los haces reflejados y detectarlos al emerger del interferómetro con sensibles aparatos que detectan luz.
En ausencia de ondas gravitacionales (o cualquier otra vibración), estos interferómetros están diseñados para que los dos haces, al recombinarse, no produzcan ninguna señal. Cuando una onda gravitacional atraviesa el interferómetro, contrae el espacio en una dirección mientras que lo expande en la dirección perpendicular; esto es, como si fuera un globo que se alarga verticalmente al presionarlo horizontalmente.
En el caso ideal en que las ondas llueven verticalmente sobre los interferómetros, uno de los brazos se encoge mientras el otro se alarga. Esto provoca que los haces de luz emerjan desincronizados, porque uno viajó a mayor distancia que el otro, y produzcan una señal oscilatoria de tono (frecuencia) compatible con la de la onda gravitacional que provocó la deformación del interferómetro.
Este mecanismo sería muy sencillo si las deformaciones del interferómetro fueran perceptibles a simple vista. Desafortunadamente, lo que LIGO y otros experimentos similares en Italia, Alemania y Japón habían demostrado hasta 2010 es que las deformaciones debidas al tránsito de ondas gravitacionales son más pequeñas que una parte en mil trillones (1021) de la longitud de los brazos de los interferómetros.
Es decir, si la longitud de un brazo del interferómetro fuera de un metro, la deformación del brazo sería de apenas una millonésima del tamaño del núcleo atómico más sencillo, el del hidrógeno. Indetectable con la tecnología existente.
La solución de LIGO a este problema fue construir interferómetros con brazos de 4 kilómetros de largo. Un segundo problema es que semejantes deformaciones pueden deberse incluso al vuelo de un ave. Por eso LIGO construyó dos interferómetros. La misma ave no puede volar al mismo tiempo en Louisiana y en Washington, pero una misma onda gravitacional sí debería entonces dejar su misma huella en ambos detectores.
Los gigantescos interferómetros de LIGO son hoy, tras las mejoras realizadas entre 2010 y 2015, tan sensibles que pueden detectar alteraciones en la longitud de los brazos de hasta un diezmilésimo del tamaño del núcleo del hidrógeno (10–19 metros). Además, los interferómetros están optimizados para detectar ondas con frecuencias entre 10 y 10,000 hercios, un rango de frecuencias similar al de los sonidos que percibe el oído humano.
Con tal precisión, que rebasa la de todos los experimentos similares, finalmente en la madrugada (tiempo de México) del pasado 14 de septiembre de 2015, durante el periodo de pruebas y ajustes de LIGO y tras ocho años sin haber detectado nada, apareció una señal con duración de aproximadamente un quinto de segundo. La señal fue captada por ambos detectores, con 6 microsegundos de diferencia. Más allá de tal desfase, que es consistente con la velocidad a la que se desplazan las ondas gravitacionales, las señales son idénticas, un breve pero notorio pulso oscilatorio. La deformación máxima causada a los interferómetros fue de poco más de un trillonésimo de un metro (10–18).
Los más de 1,000 científicos involucrados en LIGO se dedicaron a verificar si no se trató de una “falsa alarma”. En varios meses de trabajo, lograron establecer una certeza mayor al 99.99994 por ciento (o 5.1 sigma, en el argot científico) de que la señal se debe al tránsito de una onda gravitacional.
Además, lograron concluir que muy probablemente (con un 90 por ciento de certeza) la señal se debe a la colisión y mezcla (o coalescencia) de dos agujeros negros ocurrida hace aproximadamente 1,300 millones de años en algún lugar muy distante del Universo. Se trataría de un sistema binario compuesto por agujeros negros rotantes, que giraban juntos en órbitas cada vez más pequeñas.
LIGO logró estimar que la masa de los agujeros negros debió de ser de 36 y 29 veces la masa del Sol y que, al mezclarse, produjeron un agujero negro rotante con una masa equivalente a 62 veces la del Sol. La energía liberada en forma de ondas gravitacionales durante esta colisión sería la contenida en tres soles como el nuestro.
LIGO no sólo detectó directamente por primera vez ondas gravitacionales, sino que descubrió la primera coalescencia de un sistema binario de agujeros negros, sistemas que hasta ahora sólo eran hipotéticos.
Conceptualmente, este hallazgo no representa más que la confirmación, 100 años después de la predicción de Einstein y 60 después de la muerte del genio alemán, de la más escurridiza de las predicciones de la Relatividad General: las ondas gravitacionales. Sin embargo, contar con un instrumento capaz de observar el Cosmos incluso en regiones que no emiten luz, es un avance de proporciones gigantescas.
Algunos opinan que LIGO podría pronto detectar una o dos señales de este tipo al mes y que, en 2020, cuando LIGO sea sometido a mejoras considerables, incluyendo la construcción de un tercer interferómetro en la India, y todos los demás interferómetros del mundo estén activos, este número podría aumentar de forma espectacular.
Es fácil imaginar que esta herramienta en un futuro cercano ayudará a comprender la composición del centro de nuestra galaxia y otras galaxias cercanas, o a descubrir cuerpos astrofísicos que hasta ahora han escapado a los telescopios porque no emiten ni reflejan luz alguna.
Algunos físicos teóricos —los más optimistas— consideran que esta herramienta podrá usarse para descubrir los misterios de los fenómenos más violentos en la historia del Universo, tales como inflación o la gran explosión que pudo haber originado el Cosmos. Lo cierto es que semejantes acontecimientos, por sus propiedades, aportarían señales tan débiles que muy probablemente ninguno de los interferómetros terrestres concebidos podría distinguirlas de las vibraciones ambientales. Tal vez, interferómetros espaciales como LISA, que será puesto en órbita no antes de 2034, podrá aportar información al respecto, aunque el reto no es menor.
Mientras la colaboración LIGO se prepara para recibir múltiples reconocimientos científicos, entre los que podría figurar el premio Nobel, astrónomos y cosmólogos de todo el mundo se preparan para usar los nuevos instrumentos en su hambre por comprender nuestro Universo. Ciertamente, la historia de la física nos enseña que frecuentemente las revoluciones científicas están ligadas a grandes innovaciones tecnológicas, por lo que quizá estemos presenciando el inicio de una nueva era.
Por último, la pregunta obligada: ¿de qué le sirve a la gente no científica este descubrimiento? Nadie lo sabe hoy. Pero tampoco nadie sabía hace 100 años que la complejidad de la Relatividad General un día sería empleada en el más preciso y más usado sistema de localización moderno: el GPS.
Tomado de la revista Ciencia (PP. 90-93, abril-junio, volumen 67, número 2)
*Saúl Ramos Sánchez, es investigador del Instituto de Física, catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México desde 2010 y especialista en fenomenología de la teoría de cuerdas, que incluye gravitación y física de partículas. Es miembro nivel 2 del Sistema Nacional de Investigadores de México y Asociado Junior del Centro Internacional de Física Teórica (ICTP). [email protected]
Han pasado miles de años y la raza humana descubrió las ondas gravitacionales, y con ello empezó a escuchar al universo.
El doctor Saúl Noé Ramos Sánchez investigador del Instituto de Física de la UNAM, explica en exclusiva para Selecciones que las ondas gravitacionales permiten escuchar cosas que sucedieron en el pasado del universo, “antes toda la información que teníamos es la que nos proporcionaba la luz, la cual viaja desde hace mucho tiempo y desde muy lejos… algo similar pasa con el sonido, sólo que todavía no sabemos qué nos dice el universo”.
Agrega que las ondas gravitacionales nos revelan el pasado con vibraciones que ocurrieron hace millones de años y lo que sucede en nuestro entorno cósmico con los sonidos que nos rodean. Para el científico de la UNAM, las ondas pueden dar mejor información, ya que los sonidos son datos más exactos que podemos escuchar.
“Esto es fascinante porque las ondas gravitacionales nos revelan si existe materia como la energía oscura, este es el futuro de estos estudios donde tratamos de comprender cómo funcionan los hoyos negros”.
Al tratar de explicar qué son las ondas gravitacionales, el investigador Ramos Sánchez asegura que son pequeñas perturbaciones del tejido que mantiene a todo el espacio y el tiempo donde nosotros habitamos, esto suena relativamente complejo.
“Lo que tenemos que imaginar es que el espacio y el tiempo en el que nos encontramos, sobre el que nuestro planeta gira, sobre el cual nuestra galaxia ronda a través del universo, es una especie de tejido, cada vez que nos colocamos en un lugar lo deformamos y cuando lo hacemos generamos gravedad”, señala.
Precisa que si deformamos ese tejido que se encuentra en tres dimensiones (alto, ancho y profundidad), más el tiempo, entonces podemos concebir la posibilidad de que alguien provoque oscilaciones en ese tejido como si fuera una cortina y el viento la sacudiera.
De una manera más coloquial, explica que esto es igual que colocar nuestro oído a la mesa y que alguien en otro punto de un golpe, lo que escuchamos es la vibración de la mesa que percibimos en forma de sonido, “en el caso de las ondas gravitacionales no se trata de una mesa sino de todo el espacio que ante una pequeña perturbación se producen vibraciones y se desplazan a través del universo”.
Cuestionado sobre los últimos avances de los descubrimientos de las ondas gravitacionales, explicó que en los últimos dos años se han activado experimentos para detectar estas ondas fuera de la tierra a través de satélites que orbitan en sincronía y posiciones precisas, esto permite escuchar vibraciones libres de los sonidos de la tierra.
Sobre la aplicación de estos conocimientos, el investigador del Instituto de Física de la UNAM dijo que el objetivo de estos experimentos es identificar dónde se encuentra el origen de las fuentes gravitacionales, “creemos que son agujeros negros que colisionan, que pesan hasta 70 veces la masa del sol, que chocan y forman uno solo”.
Agrega que si “logramos saber dónde están, entonces podemos estudiar este tipo de fenómenos y podríamos reconstruirlos para aprender algo más de los hoyos negros, algo más de lo que nos enseñó Einstein hace 100 años”.
“Sabemos que existe otro planeta donde podría existir vida, pero en el estudio de las ondas gravitacionales se pueden observar esas regiones donde no hay luz y donde podría ver una cantidad de cosas inimaginables, podrían existir planetas que sustenten la vida, no lo sabemos, localizar las ondas es bastante útil en cuanto a la exploración del cosmos”.
Así se escuchan las ondas gravitacionales.