Palacio de Minería, entre el subsuelo y el espacio
Los habitantes del centro de la CDMX jamás imaginaron que una obra cambiaría el lenguaje estético de la zona y supondría un ejemplo del neoclasicismo.
El monumental inmueble fue diseñado para albergar a la primera escuela de ingeniería de América.
Los habitantes del centro de la Ciudad de México del siglo XVIII jamás imaginaron que en el predio en donde se alzaban diversas vecindades con su lavadero central, así como un taller de reparación de carretas, se erigiría una majestuosa obra de elegantes formas que cambiaría el lenguaje estético de la zona y supondría un ejemplo del neoclasicismo en América.
Y es que ese inmueble debía albergar, con toda la pompa que ameritaba, al Real Seminario de Minería, el espacio académico con el que soñaba la Corona española con el propósito de formar a los mejores especialistas en la extracción de los metales preciosos que la Nueva España prodigaba.
A finales del siglo XVIII, la Valenciana —ubicada en Guanajuato— era una importante mina de plata: de sus entrañas se extraía la sexta parte de lo que la Nueva España exportaba a Europa y Asia. Ante tal bonanza, la casa Borbón pensó en la necesidad de crear, en territorio novohispano, una prestigiosa escuela que formara brillantes especialistas mineros, tal y como sucedía en la Academia de Minas de Freiberg, en Sajonia.
En ese gran complejo intelectual europeo impartía cátedra el alemán Abraham Gottlob Werner, considerado como el padre de la geología moderna y la mineralogía, quien le otorgó reputación mundial al centro de enseñanza. También fue profesor de Alexander von Humboldt, una mente brillante que revolucionaría la geografía universal. En ese ambiente de excelencia se inspiró la casa Borbón para autorizar el envío de sus mejores científicos a la Nueva España.
Fue así como Fausto de Elhuyar, metalurgista, y Andrés Manuel del Río, mineralogista, llegaron a América. La Corona española no escatimaría esfuerzos ni recursos, pues además deseaba una nueva legislación en la materia: la vigente databa del siglo XVI y se consideraba obsoleta.
De Elhuyar fungió como el primer director del Real Seminario de Minería, donde Del Río —quien descubriría el vanadio en Zimapán, Hidalgo— impartiría sus lecciones. Para allanar el camino, la casa Borbón emitió las Ordenanzas de Minería, decreto que determinaba que la riqueza del subsuelo era patrimonio de la Real Corona. También creó el Tribunal de Minería, puntualiza Francisco Omar Escamilla González, físico y responsable de la Biblioteca del Acervo Histórico Ingeniero Antonio M. Anza.
En 1792 iniciaron las clases, en un inmueble arrendado en la calle de República de Guatemala que sigue en pie y que fue restaurado recientemente. Pero tiempo después, el Real Tribunal de Minería decidió que no era una sede digna ni adecuada, así que le compró a la Academia de San Carlos un terreno que perteneció al mayorazgo —institución virreinal que otorgaba el derecho al primogénito de una familia a recibir la totalidad de la herencia— de los Velázquez de la Cadena. El predio costó 30,000 pesos y se liquidó en dos pagos. Para ponerlo en perspectiva, un catedrático ganaba 2,000 pesos al año, así que equivalía a 3 lustros de sueldo.
Los hospitales de San Andrés, Betle- mitas y el Tercero de San Francisco, ahora el Palacio Postal, rodeaban la propiedad. Esas estructuras representaban la arquitectura novohispana, pero la que alzaría el conocido arquitecto, ingeniero y escultor español Manuel Tolsá sería una de las piezas maestras del neoclásico en América.
Y fue así como, entre 1797 y 1813, el ingeniero valenciano construyó el edificio que primero albergaría al Real Seminario de Minería, luego llamado Colegio de Minería, Escuela de Ingenieros y Facultad de Ingeniería, hasta obtener su nombre actual: Palacio de Minería. Se suponía que costaría 2 millones de pesos, pero se requirió el doble. “Tenía que verse el poder”, sobre todo porque existía otro grupo que pugnaba por construirlo en Guanajuato, el emporio minero, explica Escamilla González.
La obra de Tolsá también fue recinto de la Universidad Nacional y del Instituto de Física de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y aunque hoy es un museo que pertenece a la Facultad de Ingeniería de la UNAM, desde su creación ha formado especialistas en la explotación minera, la construcción y el desarrollo de México.
El Colegio de Minería —que inició con una matrícula de 25 alumnos— fue el primer colegio de ingeniería en América. “La Academia Militar West Point, la primera en su tipo en Estados Unidos, se inauguró en 1817. Mientras que la primera escuela de minería en aquel país surgió en 1874. La siguiente se estableció en Chile, en 1857”, precisa el custodio del Acervo Histórico.
Si bien el Palacio de Minería es quizá la construcción a la que Tolsá le puso más empeño, aun así tuvo errores, los cuales se atribuyen —además de al tipo de suelo de la capital— a su limitada experiencia como proyectista y director de obra. Escamilla refiere que cuando se entregó la edificación, en 1813, asistieron los más altos jefes del Colegio de Minería, quienes notaron que las escaleras ya se habían hundido 60 centímetros.
Tras la muerte del valenciano, y ante el avance de las depresiones, un arquitecto francés rehabilitó el inmueble. “Por las reparaciones, durante un año las clases se tuvieron que impartir en el Palacio de Iturbide. Dicen que fue tan minucioso el trabajo del galo, que desmontó la planta alta del patio principal, acostó todas las columnas y, cuando regresó todo a su lugar, no le sobró ni una pieza”, bromea Escamilla.
El sitio, al que eran asiduos Porfirio Díaz y su gabinete, alberga tesoros como el Archivo Histórico, que cuenta con más de 22,000 documentos sueltos, 773 libros manuscritos y colecciones de diversas índoles, así como con una biblioteca —que hizo de laboratorio de ensaye de materiales— que posee más de 184,000 volúmenes.
Esta colección resguarda curiosidades como una lista de precios de La Estrella del Oriente, mercería propiedad de Julián Slim Haddad, padre de Carlos Slim. Por cierto, Carlos estudió ingeniería civil aquí, así que se conserva su tesis, en la que ya se aprecia el espíritu empresarial de uno de los hombres más ricos del planeta.
Otra rareza es un ejemplar de los Apuntes sobre la antigua México-Tenochtitlán, de Ignacio Alcocer, que tiene un apunte del muralista Diego Rivera. “Rivera estaba elaborando los murales del Palacio Nacional, así que deseaba documentarse sobre la época. Pidió prestado un ejemplar a la biblioteca de la Sociedad Científica Antonio Alzate, pero le robaron su portafolios con la copia en prenda, así que compró otra y, en la primera página, explicó el porqué de su regreso sin los sellos”, narra Omar Escamilla.
El guardián de esta colección asegura que la verdadera joya del acervo son las Tablas mineralógicas dispuestas según los descubrimientos más recientes é ilustradas con notas, una traducción que hizo Andrés Manuel del Río del tratado de Dietrich Ludwig Gustav Karsten, consejero de minas del rey de Prusia y mineralogista, al que le agregó glosas propias.
Pero el valor del ejemplar va más allá de haber sido un efecto de Del Río: es considerado el primer libro de explotación minera escrito en el continente.
Un recinto tan magnificente, que guarda joyas y bellezas en sus casi 8,000 metros cuadrados, tenía que recibir a los visitantes con fasto: una de las exhibiciones de meteoritos más impactantes del mundo.
Luego de haber pasado milenios enterradas en el desierto de Chihuahua, estas moles se ubican en el vestíbulo del Palacio, sobre una de las calles más antiguas de América. La gente se detiene a observarlas, a tocarlas, a sacarse fotos, a persignarse, a pedirles deseos.
“Desde tiempos de Cortés, cuando incursionó hacia el norte de México, se sabía que en el desierto de Chihuahua había unos monolitos ferrosos que pensaban que eran de plata. Debido a su peso, no pudieron moverlos”, cuenta Lucero Morelos Rodríguez, del Instituto de Geología de la UNAM.
Los meteoritos —objetos sólidos que gravitan en el espacio, hechos de una materia sólida primitiva similar a la que formaba la Tierra— no fueron vistos como objeto de estudio de astrónomos y geólogos sino hasta el siglo XIX, tras una lluvia meteorítica ocurrida en París. Antes, se creía que eran arrojados por los volcanes de la Luna o que eran piedras terrestres.
Las moles como las que engalanan el Palacio de Minería son clasificadas sideritas por su composición metálica (esencialmente hierro, níquel y, a veces, silicatos básicos pesados). En conjunto pesan más de 30 toneladas, así que transportarlas hasta la Ciudad de México fue una empresa titánica que debió esperar la inauguración de la vía férrea del norte.
La idea de trasladarlas fue de Antonio del Castillo, geólogo michoacano y uno de los primeros ingenieros de minas titulados del país, así como el sucesor de Andrés Manuel del Río en la cátedra de mineralogía, la cual impartiría de manera intermitente por casi 50 años hasta su muerte.
Este hombre también fue el impulsor de las primeras cartas geológicas y minerales de México, cuyo objetivo era que la delegación mexicana participara en la Exposición Universal de París de 1889, que presentaba una torre Eiffel recién erigida. Además, gracias a sus viajes académicos por Europa, Del Castillo descubrió la creciente relevancia de los meteoritos: en 1889 publicó un catálogo de estos en francés, el primero de su tipo, y lo presentó en París.
“Estaba acompañado de un mapa topográfico que muestra una parte del desierto de Chihuahua donde se identifican los aerolitos más grandes conocidos en México y en el mundo”, revela Morelos Rodríguez.
En noviembre de 1892 concluyen las obras del Ferrocarril Central Nacional, que en uno de sus tramos conectaba Ciudad Juárez con la terminal Buenavista, en la capital del país.
Los meteoritos se mudaron entre enero y junio de 1893. Fueron cargados por una cuadrilla de militares y subidos a un vagón; este sufrió averías. “El peso aplastó las ruedas”, apunta Escamilla. Para moverlos sin que se fragmentaran desde Buenavista a su nuevo hogar, se usaron vigas con ruedas. Algunos periódicos de la época dieron cuenta de la hazaña.
“No existen fotos del suceso, pero sí imágenes de traslados similares realizados en Estados Unidos”, agrega.
Una vez en el recinto, faltaba otra tarea colosal: montarlos para su exhibición. “Se determinó que debían ser colocados en un basamento de acero”, asevera Morelos Rodríguez.
Daniel Palacios, profesor de mecánica, sería el encargado de realizar los cálculos con base en el tonelaje de los aerolitos a fin de hallar el punto de equilibrio; entonces, los colocó en sus bases sin ningún tipo de soldadura. “Es una proeza de la ingeniería”, asegura Morelos Rodríguez. Salvo una vez que los movieron por una restauración, han estado en el mismo sitio desde 1893.
“En el temblor de 1957, cuando se cayó el Ángel de la Independencia, quedaron intactos”, señala Omar Escamilla.
Al principio se exhibían cinco ejemplares: Chupaderos I, Chupaderos II, El Morito, Zacatecas y La Concepción, pero este último fue trasladado al Instituto de Astronomía, ubicado en Ciudad Universitaria.
Aunque juntos conforman una familia muy apreciada, El Morito es especial porque es el meteorito orientado (es decir, que en su superficie pueden verse marcas de su trayectoria) más grande del mundo.
“Es el más relevante no por peso, sino por su forma cónica. Se estima que la velocidad de su caída fue de 30 kilómetros por segundo: comprimió el aire que se opuso a su paso, y el calor desarrollado por la fricción ocasionó que la superficie se fundiera. Si se observa con atención, se puede ver que tiene burbujitas como los hot cakes”, puntualiza Omar Escamilla.
Algunos se deforman, otros se rompen, así que son raros los que obtienen esa forma. Bien se podría decir que El Morito, de más de 10 toneladas, fue esculpido por la atmósfera.
Además de ser un símbolo del poderío minero de la Nueva España, Minería ha sido durante más de dos siglos un espacio científico que ha reunido a mentes brillantes, un laboratorio de investigación y hogar de diversas colecciones. Ahora, fresco y renovado, fortalece la educación continua; noble y versátil, se transforma en escenario para eventos culturales, y es la sede de una feria del libro imprescindible.
Antonio del Castillo se lamentaba por la indiferencia ante la geología mexicana, más estudiada en el extranjero. Las primeras civilizaciones ignoraban el origen de las piedras caídas del cielo. En México empezaron a estudiarse tras la apertura del Real Seminario de Minería.
Los meteoritos que flanquean la entrada del Palacio son una muestra de que, tras estas puertas, vive el anhelado saber.