Cuando lees y caminas, te aguardan mil sorpresas.
En el desértico oeste de Estados Unidos se tolera e incluso se fomenta un comportamiento que en otro lugar sería calificado de extraño, injustificado e incluso incomprensible. Pero a medida que mi hija de 10 años, Hannah, se interesa cada vez más en lo que es normal y se preocupa por si nuestra familia puede ser llamada así, me bombardea con preguntas que no atino a responder.
¿Por qué corrijo a los comentaristas de beisbol de la radio si no me oyen, y les cuento chistes de pollos a nuestras gallinas? ¿Por qué uso cañas de pescar para hacer volar cometas? ¿Por qué les puse sobrenombres a mi motosierra (“Tiburón terrestre”) y a mi desbrozadora (“Topo”)? ¿Y por qué, por supuesto, a menudo no uso pantalones? A veces me gustaría que mi hija me preguntara sobre cosas sencillas, como la muerte, Dios o de dónde vienen los bebés.
Hace poco Hannah me preguntó: “Papá, ¿por qué lees mientras caminas?” Cada año recorro a pie unos 2,000 kilómetros alrededor de estas agrestes tierras de las afueras de Reno, Nevada, y probablemente leo en unos 1,300 de ellos. Me convertí en un “biblioandarín” hace tanto tiempo, que ya no recuerdo por qué lo hago; pero para darle una respuesta convincente a Hannah, me puse a cavilar en las razones.
Por principio de cuentas, caminar y leer son actos similares en muchos aspectos. Ambos son formas de ejercicio: una para el cuerpo y la otra para el cerebro. Los dos son excelentes cuando se practican a solas; cada uno nos lleva de un lugar a otro y, sin embargo, el propósito principal es siempre el viaje y no el destino. Ambos aumentan nuestro conocimiento del mundo, amplían el paisaje y nos ayudan a encontrar nuestro lugar en él. Al igual que una buena caminata, un buen libro nos lleva lejos de casa, hacia una serie de sorpresas que en última instancia le dan significado al concepto de casa.
Leer y caminar tienen otra cosa en común: aunque casi todos sabemos cómo hacer las dos, rara vez las hacemos. Como dijo Mark Twain: “El hombre que no lee no tiene ninguna ventaja sobre el hombre que no sabe leer”. ¿Podemos decir lo mismo de una persona que tiene piernas sanas pero se niega a caminar?
Aunque Karl Marx hizo algunos planteamientos profundos sobre el valor de los libros, fue el Marx más sabio, Groucho, quien observó que “Aparte de un perro, un libro es el mejor amigo del hombre. Dentro de un perro está demasiado oscuro para leer”. Al igual que un perro, un libro es una buena compañía, y yo no puedo salir a dar un paseo sin llevar ambos conmigo. También me gustan los contrastes que un libro cuidadosamente elegido puede crear en el terreno por el que me muevo. No hay nada como estar en el río con Mark Twain, o en el mar con Herman Melville, o junto al estanque con Henry David Thoreau mientras camino entre los arbustos y piso el polvo. Cuando hace calor, me encanta leer Sueños árticos de Barry Lopez, o Winter de Rick Bass. Cuando hace frío y viento, la poesía de W. S. Merwin me lleva a las islas hawaianas.
Incluso el naturalista John Muir, uno de los más célebres caminantes de la historia, solía empacar libros para sus expediciones. Estaba familiarizado con el “libro de la naturaleza”, una metáfora conocida por muchas culturas, tanto antiguas como modernas. Liber naturae, el libro de la naturaleza, es la idea de que el mundo natural es una especie de texto sagrado y que la revelación de su significado depende de nuestra disposición para leerlo con extremo cuidado. Si vemos las cosas desde esta perspectiva, el mundo del libro y el libro del mundo están íntimamente relacionados.
Por supuesto, yo no soy Muir, y me parezco más a Groucho que a Karl. Me paseo en un desierto totalmente abierto con mil peligros. Es cierto que en varias ocasiones la lectura me ha metido en problemas: he pisado montículos de hormigas y madrigueras de roedores, e invadido el espacio de las serpientes de cascabel en la Gran Cuenca. Sin embargo, la mayoría de las sorpresas que surgen al leer y caminar al mismo tiempo son buenas porque mirar el mundo, luego la página y de nuevo el mundo se convierte en un juego de escondidas: en un momento no lo ves y en el siguiente sí. Una tarde alcé la vista de un libro para ver un berrendo encaramado en una cresta rocosa enfrente de mí; después, cuando oscureció y ya no pude leer, levanté la mirada para contemplar una luna creciente delgadísima, en estrecha conjunción con Venus, flotando por encima de mi tienda de campaña.
Cuando leemos una guía turística mientras recorremos una ciudad a pie, o una guía de campo de historia natural en un bosque, la gente nos considera normales. Se entiende que necesitamos el libro para reconocer y nombrar las cosas que hay en el entorno, así como para evitar extraviarnos en él. Como le expliqué a Hannah, la buena escritura desempeña el mismo papel orientador: nos ayuda a descubrir dónde estamos y a entender por qué son tan valiosas nuestras conexiones con los demás y con el mundo por el cual caminamos todos los días.
Aunque Hannah insiste en que no soy en absoluto “como los otros padres”, pareció convencida con la respuesta que le di. “Sí, papá, entiendo eso”, dijo. “Ahora explícame por qué no usas pantalones”.
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