Historias de Vida

Ahora esta zona es famosa por su vino sauvignon blanc

Un deleitoso recorrido de dos días por Marlborough, la afamada región vitivinícola de Nueva Zelanda.

Media mañana un viento suave ha disipado ya las nubes del amanecer y sólo quedan unos cuantos pompones blancos. Es febrero, pleno verano austral en Nueva Zelanda, y el aroma de las flores del espliego inunda el aire.

Mi esposo, Glen, y yo nos encontramos en la región vitivinícola de Marlborough, situada en la punta norte de la isla Sur, y nos disponemos a iniciar un recorrido de dos días en bicicleta por los viñedos.

—¿Listos? —nos dice Jo Hill, y nos entrega un mapa de las salas de degustación de vino cercanas.

Unas 40 de las más de 140 bodegas de vinos que hay en esta región están abiertas al público —a muchas de ellas se puede llegar en bicicleta—, pero Jo nos sugiere visitar no más de cinco al día. “Después de la quinta bodega, las papilas gustativas ya están cansadas”, explica. Ella y su esposo, Steve, son dueños de Wine Tours by Bike, una empresa ubicada en Renwick que ofrece paseos en bicicleta por los viñedos de la zona.

El pueblo se encuentra en el valle del Wairau, sede de muchas bodegas familiares y algunas comerciales, como la Cloudy Bay. En diciembre de 2014, desde nuestra casa en Nueva York, le enviamos un mensaje electrónico a Jo para preguntarle por el alquiler de bicicletas, y luego dejamos en sus experimentadas manos la planificación de la ruta.

Hoy día la región vitivinícola de Marlborough es famosa en el mundo por su vino sauvignon blanc. Pero no siempre fue así.

En su mapa está trazado un circuito de 20 kilómetros para el día de hoy. Espero poder recorrerlo completo, pues hace muchos meses que no paso tantas horas montando en bicicleta. Nuestra ruta, dice Jo, esquiva casi todas las carreteras y colinas, pero antes de marcharse añade:

—Encontrarán sólo un cerrito.

Glen y yo iniciamos el recorrido en nuestras bicicletas de tres velocidades por un sendero cubierto de grava, y seguimos por un apacible camino rural flanqueado por vides.

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Hoy día la región vitivinícola de Marlborough, que incluye el valle del Wairau, los llamados valles del Sur y el valle del Awatere, es famosa en el mundo por su vino sauvignon blanc. Pero no siempre fue así.

Ésta era una zona agrícola en 1973, cuando Frank Yukich, fundador de la bodega de vinos Montana Winery de Auckland, compró terrenos al sur de Renwick y plantó vides. Entre las variedades de uva que probó estaba la sauvignon blanc. Los días soleados de Marlborough y sus noches frescas ayudaron a crear un vino sorprendentemente acre, fuerte y aromático, que pronto hizo realidad un vaticinio de Yukich: “Los vinos de este lugar se volverán famosos en el mundo”.

En 1979, el año en que Yukich lanzó al mercado su primera cosecha de sauvignon blanc, Ernie Hunter, un joven irlandés que trabajaba en el negocio licorero en Christchurch, también decidió plantar esa uva en la región. En 1986 hizo concursar su vino en el Vintage Festival del diario The Sunday Times, en Londres, Inglaterra, y ganó tanto la medalla de oro como el voto popular.

Esta noticia azoró a los amantes del vino. “El sauvignon blanc de Nueva Zelanda era tan diferente, que sorprendió a todos”, cuenta la viuda de Ernie, Jane Hunter, quien dirige la bodega Hunter’s desde 1987, cuando su esposo murió, a los 38 años, y hoy es una viticultora respetada en el mundo.

“Era nuestro sauvignon blanc añejado en roble. En ese entonces no hacíamos el trabajo que hacemos ahora en las viñas, y el sauvignon blanc tenía un sabor a hierba muy fuerte y penetrante”. Según Jane, el añejamiento en barricas de roble permitió crear un vino más delicado y elegante. Los vinos de Hunter ganaron el concurso tres años seguidos.

Estos triunfos fueron decisivos para los vinos neozelandeses. “No había surgido nada nuevo en el mundo de los vinos durante siglos”, dice Tessa Nicholson, una reconocida crítica de vinos y editora de Nueva Zelanda, “y ahora es un fenómeno de alcance mundial. El cultivo de la vid ha pasado de cero a más de 23,000 hectáreas, y en la actualidad la exportación de vinos reditúa 1,200 millones de dólares neozelandeses”.

—¿Será este el cerrito que mencionó Jo? —me pregunto en voz alta luego de media hora de pedalear con mucha dificultad a fin de remontar la corta pero empinada pendiente que lleva a la finca Seresin Estate.

Pero vale la pena. En la cima hay un carro tirado por caballos, y Melissa Rae, quien es oriunda de la Laponia finlandesa pero lleva 10 años trabajando en esta finca, nos invita a subir en él. Nos lleva a un mirador que domina el soleado valle.

A unos seis kilómetros al norte se divisa la cordillera Richmond, rodeada de nubes de lluvia. Estas montañas y otras situadas en el sur templan el clima de la región de Marlborough y la convierten en la zona más soleada de Nueva Zelanda. De hecho, los maoríes la llamaron “el lugar ubicado bajo un hueco entre las nubes”.

Melissa dice que las plantaciones de Seresin Estate se encuentran entre las pocas de la región que han sido certificadas como viñedos biodinámicos, una categoría aún más restrictiva que la de orgánicos. “El principio consiste en que debemos devolver a la tierra todo lo que tomamos de ella”, explica. Para obtener la certificación, los viñedos se tienen que cultivar de un modo que favorezca la salud del suelo. Todo —desde el mantillo y los fertilizantes hasta los plaguicidas— se elabora en la finca.

En la pequeña sala de degustación, la gerente Fran Broad ha dispuesto cuatro vinos sobre un mostrador de madera antiguo para que los catemos. Vierte primero en copas el sauvignon blanc, y el vino deja en nuestro paladar una intensa sensación de acidez con un toque dulce; es sencillamente delicioso.

El chardonnay, el riesling y el pinot noir —este último considerado uno de los productos más prometedores de Marlborough— son también excepcionales. En esta finca también se produce aceite de oliva y miel. Fran abre una botella de aceite de oliva con toques de limón para que apreciemos su aroma.

Cuando nos encontramos ya en la parte baja del cerro, Glen de pronto se da cuenta de que no pagó una botella de aceite de oliva que decidió llevar a casa. Entonces da media vuelta en la bicicleta para subir de nuevo la empinada pendiente. Regresa riéndose. Fran le regaló el aceite.

—¡Dice que me lo gané! —exclama.

Unos 15 minutos después nos topamos con otro sendero pintoresco que, tras cruzar un arroyo flanqueado por sauces añosos, conduce hasta la sala de degustación de la bodega Bladen Wines. Se trata de un cobertizo erigido en medio de un amplio jardín. Las mesas y sillas de picnic colocados a la sombra de los árboles crean un ambiente muy acogedor.

Los propietarios de la finca, Dave y Christine Macdonald, llegaron a Marlborough en 1989, decididos a unirse a la oleada de pequeñas bodegas de vinos que se desató a raíz del éxito de Ernie Hunter.

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Christine, una alegre morena de cincuenta y tantos años, nos sirvió un gewürztraminer semiseco, más dulce que el sauvignon blanc y cremoso al paladar. “Estamos muy contentos con este gewürz”, comenta sonriendo, y agrega que Cuisine, una de las principales revistas de cocina de Nueva Zelanda, lo ubicó en el puesto número dos entre otros 33 vinos gewürztra-miner del país.

Los Macdonald rondaban los 25 años, vivían en Wellington y tenían empleos totalmente desvinculados del mundo del vino cuando, en palabras de Christine, “quedamos cautivados por la revolución que estaba ocurriendo aquí. Le compramos este terreno a un granjero; era pedregoso, seco y estaba lleno de hierba”.

Las ocho hectáreas que la pareja compró no habían sido cultivadas en mucho tiempo. A lo largo de tres años, los fines de semana, hicieron viajes de Wellington a Marlborough para plantar uvas pinot gris, semillon y gewürztraminer. “Eran las variedades que nos gustaba beber en vino”, dice Christine. Luego añadieron la riesling y la sauvignon blanc.

“El cultivo de la vid ha pasado de cero a más de 23,000 hectáreas, y en la actualidad la exportación de vinos reditúa 1,200 millones de dólares neozelandeses”.

Se aliaron con otras bodegas pequeñas en una sociedad comercial y empezaron a participar en ferias internacionales para promover los vinos de Marlborough. “Eso fue lo mejor que nos ha ocurrido a todos nosotros”, prosigue Christine. “Ha sido una experiencia única ver crecer y prosperar esta industria”.

Hasta ahora, todas las personas que hemos conocido en Marlborough han confirmado que Steve Hill tenía razón cuando nos dijo: “La belleza de esta región reside en que todo el mundo tiene fincas pequeñas, mucho interés en conocer gente y ¡una enorme pasión por lo que hace!”

Ya pasa del mediodía cuando dejamos atrás Bladen Wines y nos dirigimos hacia el norte por la carretera Rapaura Road, conocida como la “Milla de Oro” por la veintena de bodegas de vinos que hay a lo largo de ella. Se nos despierta un apetito feroz mientras recorremos el tramo de más de dos kilómetros hasta nuestra siguiente parada, la bodega
Wairau River Wines y su restaurante.

Luego de atravesar la amplia y moderna sala de degustación, entramos a un comedor repleto cuyo ambiente contemporáneo e informal parece más a tono con Manhattan que con la Nueva Zelanda rural. Nos conducen hasta una mesa en un patio cubierto que tiene vista a una zona de césped muy bien cuidado.

El menú incluye platos para satisfacer todos los paladares —curry, pizza y hamburguesas—, preparados con un toque gourmet. Pedimos la especialidad de la casa, un suflé de queso azul, una ensalada de arúgula, pera y nuez de Castilla y, por supuesto, una copa de pinot gris. El suflé estaba ligero y exquisito, y el vino maridaba a la perfección. Charlamos al calor de una segunda copa.

Los propietarios de la bodega, Phil y Chris Rose, cultivaban alfalfa en su finca en los años 70, dice la ejecutiva de mercadotecnia Gemma Lyons, y tuvieron que entablar una batalla legal a fin de obtener permiso de las autoridades del condado para plantar vides. Los agricultores se oponían a que se cambiara el uso de la tierra; la industria forestal temía ya no poder rociar plaguicidas si en las zonas cercanas se plantaban vides, y los grupos religiosos rechazaban la producción de bebidas alcohólicas.

Nos preguntamos si el condado habría dado antes el permiso de haber sabido que las tierras plantadas con vides aquí estarían valuadas hoy en 250,000 dólares neozelandeses por hectárea.

Visitamos otras dos bodegas esa tarde, y cerramos el día con una más: Te Whare Ra (“casa en el sol” en maorí). Anna Flowerday, una morena alta y delgada de 42 años, que habla velozmente, nos dio la bienvenida en la pequeña sala de degustación.

Ella y su esposo, Jason, de 38 años, ambos provenientes de familias fabricantes de vinos, compraron esta finca de 14 hectáreas hace 12 años. Desde entonces han tenido dos pares de hijos gemelos, que hoy día tienen 12 y 9 años.

“Por aquí somos muy buenos para hacer tareas múltiples”, dice Anna con una sonrisa pícara, y añade que algunas de las vides riesling, chardonnay y gewürztraminer plantadas en Te Whare Ra han dado frutos desde 1979. “Marlborough elabora un excelente sauvignon, y también produce estupendos vinos blancos aromáticos de otros tipos”, afirma.

Anna y Jason plantaron vides sauvignon blanc, pinot y syrah.

—Me siento muy orgullosa de este pinot —dice, y nos sirve un poco de
su vino tinto orgánico.

Te Whare Ra fue nombrada “Bodega del Año” en 2014 por Raymond Chan Wine Reviews, una publicación web especializada en la crítica de vinos. Chan, un neozelandés con más de 20 años de experiencia en cata, comercialización y redacción de artículos sobre vinos, se refirió a Te Whare Ra como el “rostro moderno y joven de la vinicultura en Nueva Zelanda”, y elogió sus vinos y el respeto de la bodega por el medio ambiente.

“Eso es lo que hace que me levante de la cama cada mañana”, dice Anna. “Quiero que seamos los mejores. Si los turistas tienen un solo día disponible y pueden visitar sólo cinco bodegas, quiero estar en esa lista”.

Luego de un día de recorrido en bicicleta por varias bodegas de vinos, fue un placer entrar al restaurante Arbour, donde disfrutamos la mejor comida de nuestro viaje. Ubicado en un moderno edificio de una sola planta en medio de los viñedos, el salón comedor tenía el techo alto y estaba decorado en distintos tonos de gris, verde y plateado, un ambiente elegante y confortable acentuado por las cálidas sonrisas de su amable personal.

Pedimos el menú de cuatro platos, llamado “Aliméntame”, que el chef nos recomendó. El mesero sólo nos preguntó si éramos alérgicos a algún alimento o si había algún ingrediente que no nos gustara.

El festín incluyó una combinación de verduras y salsas con salmón Ora King de criadero y almejas de la bahía Cloudy, medallones de bondiola de cerdo y solomillo de ternera, todo servido con vino, ¡claro!: primero una copa de un sauvignon blanc exquisito, y luego, un delicado pinot noir. Para cerrar con broche de oro, saboreamos un mousse de chocolate con un coulis de arándano azul y frambuesa, y una copa de oporto importado.

Nuestro segundo día iba a ser más relajado y a un ritmo más pausado que el primero. Jo nos dio un mapa nuevo que nos llevó otra vez a la Milla de Oro para visitar un par de bodegas más, y almorzar después en el bistró de la finca de Hans Herzog.

Saboreamos raya fresca y cordero en una terraza soleada bajo unos plátanos de sombra (me sentí transportada a la Provenza). Therese Herzog, de cincuenta y tantos años y siempre risueña, está a cargo del bistró y del restaurante de la bodega. Antes de mudarse a Marlborough, ella y Hans habían tenido una exitosa bodega de vinos y un restaurante premiado con estrellas Michelin en las afueras de Winterthur, Suiza, cerca de Zúrich.

“La belleza de esta región reside en que todo el mundo tiene fincas pequeñas, mucho interés en conocer gente y ¡una enorme pasión por lo que hace!”

Durante varios años habían dividido su tiempo entre los dos países. “Pero luego de dos cosechas, Hans dijo: ‘¿Por qué hacemos vinos en Suiza? Este viñedo está rindiendo más de lo que nunca imaginé’”, cuenta Therese. La pareja se mudó entonces a Nueva Zelanda en 1999, y abrió el restaurante al poco tiempo. El chef, Louis Schindler, emigró junto con ellos. “¿A quién más podríamos tener?”, dice ella. “Así es como exhibimos nuestros vinos, porque son para disfrutarse con comida. Son vinos serios”.

Después de almorzar, pedaleamos tres kilómetros hasta la finca Nautilus Estate, donde el enólogo asistente Tim Ritchie nos llevó a visitar la sala de tanques, un lugar del tamaño de un almacén lleno de enormes tanques relucientes y barricas de roble francés bastante más pequeñas y acomodadas en filas, en espera de la próxima cosecha de pinot noir. Tras el proceso de fermentación en tanques de acero inoxidable, el vino se guarda en las barricas durante 11 meses.

Tim destapó un tanque de 30,000 litros de capacidad y llenó una copita con vino blanco para que lo catáramos. No estaba listo aún, pero ya se percibía su potencial.

Luego hicimos un corto viaje hasta nuestra última parada, la bodega Framingham Wines y sus bellos jardines. Cada uno de los vinos que degustamos durante los dos días del recorrido habían sido excepcionales. En Framingham, la gerente Maureen Hamilton nos deleitó con un riesling de 10 años que resultó sorpresivamente seco y lleno de sabor, un cierre perfecto de nuestro paseo.

En el viaje de regreso al local de alquiler de bicicletas, Glen y yo llenamos nuestros ojos con el hermoso paisaje. Todo estaba en calma y en silencio. Parecía como si los viticultores y las uvas que colgaban de las vides estuvieran conteniendo la respiración antes del frenesí desbordante de la próxima cosecha, para la que faltaba menos de un mes.

Staff

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