Peligro en el mar

Una ballena gris de 40 toneladas se abalanzó sobre la cubierta del velero, parecía que esa persona se hundiría y moriría ahogado…

Doce años después de haber emprendido la vuelta al mundo en barco, Max Young estaba llegando a la recta final, el trayecto de 1,370 kilómetros entre Cabo San Lucas, México, y San Diego, California, y el de 800 kilómetros a San Francisco. Una noche sin luna, en junio de 2012, el Reflections, un velero de 15 metros de eslora, nave-gaba hacia el norte impulsado por un viento constante y guiado por el piloto automático. Max, de 67 años, iba sentado en la cabina del piloto, contemplando el cielo estrellado. A este maestro de escuela jubilado le habría gustado que su esposa, quien se había saltado esta etapa del viaje, estuviera allí para compartir tanta belleza.

Se le escapó un bostezo. Cuando navegaba solo, Max casi siempre se pasaba el día durmiendo para hacer frente bien despierto a los desafíos de la navegación nocturna. Sin embargo, ese día sólo había dormitado: el mar hervía de ballenas, supuso que grises, en su migración hacia Alaska. Había avistado decenas, más que nunca. Era maravilloso verlas flotar y agitar la cola, pero se sintió aliviado una vez que las dejó atrás. Entonces se estiró para mirar los indicadores del piloto automático: el cronómetro marcaba las 10:12 de la noche.

De pronto oyó una especie de silbido bajo el casco y sintió una descarga de adrenalina. En seguida, una ballena por lo menos tan larga como el barco saltó del agua junto a la popa, salpicando rocío plateado. Pareció quedar suspendida verticalmente sobre el Reflections, los percebes de la garganta reflejando la luz de navegación del barco. Luego, con un estrépito de metal estrujado y fibra de vidrio resquebrajada, la cabeza y la parte anterior del cetáceo, de 40 toneladas, se incrustaron en la cubierta trasera. La proa apuntó hacia el cielo. Marinero y ballena se miraron por un instante. Max cayó de bruces sobre un montón de bolsas. Mientras la criatura forcejeaba para liberarse, el velero dio un bandazo hacia la izquierda. Cuando Max alzó la vista, la ballena ya no estaba.

La torre de tres metros de altura que sostenía el generador eólico y las antenas de radio, hecha de tubería de acero de cinco centímetros de diámetro, osciló y cayó al mar. La barandilla de popa estaba destrozada, pero el barco seguía a flote. Max creía que el casco, de cuatro centímetros de espesor, había resistido el golpe.

Su primera preocupación era corregir el rumbo. En ese momento se dirigía al suroeste, hacia Polinesia. Como pensó que el golpe de la ballena había desajustado el piloto automático, trató de restablecerlo, pero el barco continuó un rumbo errático.

La avería podía estar en el timón. Max bajó a revisar los cables, pero parecían estar en buen estado. En la cabina de popa notó que el piso y el colchón estaban mojados. Luego, al subir la escalerilla, oyó un chapoteo amenazador. Al abrir una escotilla bajo la escalerilla vio con horror que había 90 centímetros de agua en la sentina, el espacio comprendido entre el entarimado y el casco. Es normal que se junte allí un poco de agua, pero un conjunto de bombas suele mantener el nivel a pocos centímetros.

Max se puso a revisar las vías de infiltración más probables: los tubos que bajaban de la cocina y los dos baños a través del casco, y el punto donde las bombas de achique desa-guaban en el mar. Todo estaba bien. Cuando volvió a revisar la sentina, el agua seguía subiendo. De nuevo en la cubierta superior, trató de gobernar el barco a mano, pero el timón giraba apenas unos cuantos centímetros.

Max se esforzó por contener el pánico. Encendió dos radiobalizas de emergencia. Por si acaso, también accionó el interruptor de su radiobaliza de bolsillo, de mucho menor alcance, pero cuya señal ofrecía a los cuerpos de salvamento información más precisa de su ubicación. Sólo las instalaciones de la Guardia Costera de Estados Unidos captaban las frecuencias de las radiobalizas, y la base más cercana estaba en San Diego, a 720 kilómetros al noreste. No sabía si la alerta llegaría tan lejos ni, en caso de que llegara, si el barco seguiría a flote cuando acudieran en su auxilio.

Esperando encontrar ayuda más cerca, tomó un radiotransmisor portátil de pocos kilómetros de alcance y gritó “¡Auxilio! ¡Auxilio!” No obtuvo respuesta. Entonces se sentó y respiró hondo. Gracias, Dios mío, por la buena vida que tuve, rezó. No soy un jovencito, pero mi 23 aniversario de bodas es dentro de dos semanas, y mi nieta cumple tres años el mismo día. Tiene leucemia, Señor. De verdad quisiera poder volver a casa.

Max Young creció en el norte de California, uno de los siete hijos de un operario de caminos y una mesera. Su padre tenía un segundo empleo como pescador comercial, y Max solía acompañarlo en sus viajes al mar. A bordo de su barca pesquera, el padre de Max narraba sus hazañas como piloto de un avión B-24 durante la Segunda Guerra Mundial, en misiones de bombardeo por todo el Pacífico Sur. A los 12 años Max anunció que iba a navegar a todos los lugares de los que hablaba su padre.

Dedicó las siguientes cinco décadas a prepararse para el viaje, a perfeccionar su pericia marinera en embarcaciones de tamaño y complejidad crecientes. Luego de casarse y obtener un título de maestría en diseño industrial, financió su pasión dando clases de oficios y ciencias en una escuela de bachillerato de las afueras de Sacramento; ganaba dinero extra remodelando casas. En 1987, cuando tenía 43 años y se había divorciado, compró el Reflections, un velero grande y elegante, a la altura de sus sueños de niño. Aprendió a navegarlo en paseos por la costa de California con su segunda esposa, Debbie, y sus hijos (dos de su primer matrimonio, uno del de ella y una hija que tuvieron juntos). En el año 2000 se jubiló e inició su odisea de circunnavegación.

Al principio siguió la ruta de su padre durante la guerra: de San Francisco a Australia pasando por Hawai, la Polinesia francesa, Samoa, Fiyi y varias islas intermedias. Debbie, que es asesora financiera, y él estuvieron dos años en Australia y luego regresaron a Sacramento para trabajar y reponer sus fondos. Desde entonces, cada vez que el tiempo y el dinero se lo permitían, Max volaba al último sitio donde había dejado el velero y navegaba otro trecho de varios miles de kilómetros en su vuelta al mundo, algunas veces con su esposa o tripulantes voluntarios, y otras solo.

Había tenido alegrías en el camino (paisajes imponentes y gratificantes amistades), pero también problemas. Acurrucado en la cabina del piloto del velero, que cabeceaba, Max recordó tormentas aterradoras. Evocó una vez que no había viento frente a la costa de Nueva Caledonia, y le llevó varios días desmontar el motor y volver a armarlo para que arrancara de nuevo. Recordó los piratas que en aguas de Malasia amenazaron con embestir su velero. Sin embargo, ninguna de esas dificultades había sido tan grave como ésta: sin timón, el barco haciendo agua y sin perspectivas de recibir ayuda.

A la 1:30 de la madrugada, mientras Max rezaba de nuevo, un avión so-brevoló la zona y su radiotransmisor volvió a la vida.

—Soy la teniente Amy Kefarl, de la Guardia Costera de Estados Unidos

—dijo una voz en medio de la interferencia—. ¿Me oye?

—¡Gracias,  Guardia Costera! —contestó Max—. ¡Creí que era el final!

Después supo que la señal de su radiobaliza de emergencia, con su ubicación aproximada y los datos de contacto de su esposa, había llegado a una base cerca de San Francisco. Un oficial llamó a Debbie, quien confirmó que Max estaba a cuatro días de navegación al norte de Cabo San Lucas. El avión se dirigió mar adentro siguiendo una señal de radar que provenía de una radiobaliza de emergencia de Max.

—Encontramos un barco carguero que va a recogerlo —le dijo Kefarl una vez que Max le contó su encuentro con la ballena—. Está a 72 kilómetros de usted. Llegará aproximadamente dentro de cinco horas y media. 

—No tengo tanto tiempo —replicó él—. El barco sigue haciendo agua.

—¿Ya comprobó si todas las bombas de achique funcionan?

No lo había hecho. Ante el bamboleo y la inclinación del barco, temió que se volcara en cualquier momento y lo atrapara debajo, pero entonces se dio cuenta de que no tenía más remedio que arriesgarse. Al abrir la escotilla vio que las bombas estaban cubiertas de una maraña de tubos y cables que el agua había arrastrado desde dos cajones. Sólo una bomba funcionaba; las otras debían de haberse apagado al asentarse la maraña en sus interruptores. Max quitó los desechos y se alegró al oír que las bombas zumbaban de nuevo. Entonces empezó a quitar recuerdos de las paredes y a guardarlos en una bolsa de basura: dibujos de los niños, fotos enmarcadas de sus aventuras. Llenó otra bolsa con recuerdos para su familia y subió ambas a la cubierta.

Al volver a la cabina del piloto, la teniente le dio más instrucciones:

—Señor Young, por favor, eche al agua su balsa salvavidas para que esté lista si tiene que usarla.

Al caminar por la cubierta, Max vio trozos de carne de ballena cerca de la popa. Eran negros por un lado y relucientes de grasa ensangrentada por el otro, y variaban en tamaño entre el de un plátano y el de una hogaza de pan. Debe de haberle dolido, pensó. Sintió compasión por el cetáceo y deseó que no estuviera malherido. Recogió el trozo más pequeño: tenía consistencia de cuero ahulado. Luego fue a la cubierta de proa, sacó la balsa salvavidas y tiró de la correa para inflarla, pero aunque repitió la operación varias veces, la balsa siguió desinflada.

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