Historias de Vida

Perdida en el bosque del Pacífico

Jean y Jack Geer se adoraron el uno al otro durante 34 años y pese a varias mudanzas: de San Francisco a Hawái para, finalmente, establecerse en Port Angeles, Washington. En diciembre de 2016, Jean salió a su encantador jardín y encontró a Jack tirado en el suelo. Aunque en apariencia gozaba de un perfecto estado de salud, había muerto de un infarto fulminante. Tenía 72 años.

En los meses posteriores, ella devoró libros sobre el dolor y la pérdida con la esperanza de hallar la fuerza de voluntad para seguir sin él. Había una tarea que, supuso, podría ayudarle: Jack le había dicho que, cuando muriera, quería que la mitad de sus cenizas se esparcieran en Hawái y la otra mitad en el Parque Nacional Olympic, a una distancia de 25 minutos en automóvil desde su hogar.

Así, en marzo de 2017, Jean voló a la isla con el propósito de dispersar la primera parte de los restos de su marido en el océano. Pero, como la idea de separarse de Jack para siempre la acongojaba, pospuso deshacerse de la otra parte hasta que estuviera lista. Ese día llegó el 17 de julio.

Jean, de 71 años, tomó la urna funeraria de Jack y a Yoda, su cruza de chihuahua de 5 años y 5.5 kilos, y subió a su camioneta Ford Explorer 2004. Eran las 4:00 p.m. La mujer delgada, de apenas 1.50 metros de altura, vestía pantalones capri, una blusa hawaiana y alpargatas. No necesitaría una chaqueta para lo que debería ser una caminata de 30 minutos. Planeaba llegar a casa a tiempo para preparar la cena.

El Parque Nacional Olympic, con sus imponentes picos y añejos bosques, tiene una extensión de casi 400,000 hectáreas. Jean se enfiló a un lugar especial junto al camino Obstruction Point, un sendero de tierra y grava de casi 13 kilómetros de largo.

Condujo aproximadamente 5 kilómetros, detuvo su vehículo en un tramo sin límites ni señales y descendió de él. Tomó su teléfono celular y la urna, dejó su bolso en el interior y cerró las puertas. Después, ella y Yoda se internaron en la espesura.

Un bosque con flores silvestres y un celular sin señal

El parque cuenta con una de las poblaciones de flores silvestres más diversas del mundo. Jean buscaba nomeolvides alpinas. Jack le había comentado que su belleza lo conmovía.

Como no encontró ninguna, avanzó hacia el interior del bosque hasta que, por fin, divisó un manto de color azul que se extendía entre un reducido claro. Aliviada, caminó hacia las flores y esparció las cenizas. Oró en silencio y dio media vuelta.

Entonces se petrificó. ¿Había llegado por ahí o por allá? ¿Dónde estaba el sendero? Jack se habría reído. Él solía molestarla por su terrible sentido de la orientación; para burlarse de su defecto, la apodaba “Jean la despistada”.

Vio una colina y se dirigió hacia ella. Si era capaz de llegar a la cima, podría observar el horizonte y localizar el camino Obstruction Point. Sus zapatos, de suelas suaves, no eran adecuados para escalar. Yoda se adelantó; Jean luchaba por conservar el equilibrio. Resbaló y la urna se le zafó de las manos: la vio rodar por la orilla de la elevación y caer en un barranco.

Ella se deslizó por el costado de la pendiente. Distinguió el recipiente oscuro de plástico, apenas visible entre la maleza. Abandonar cualquier cosa relacionada con Jack no le hacía gracia, pero la empinada ladera era muy peligrosa para descenderla. Jean alcanzó la cumbre, desde donde no vio más que árboles y colinas. Había salido de casa hacía algunas horas. Estaba oscureciendo.

Tomó su celular con la intención de pedir ayuda. No tenía señal. Necesitaba agua, estaba sedienta. Eligió una ruta al azar, abriéndose camino entre la espesura y las ramas que la cortaban y pinchaban, hasta que se topó con un pequeño arroyo. Ella y Yoda bebieron con avidez.

Jean sintió un escalofrío: pasaría la noche en el bosque

Había escuchado historias de personas que perecieron en el parque, incluyendo una que fue atacada por un oso. Solo conserva la calma, pensó, obligándose a concentrarse en su siguiente tarea. Primero lo primero: requería un lugar para dormir. Vio un árbol, de unos 2 metros de diámetro, que había caído sobre una gran roca al lado del riachuelo.

El domo accidental era lo bastante grande; podría albergarla durante la noche. Se arrastró bajo el tronco y se acostó allí. Yoda se acurrucó a su lado, calentándola mientras la temperatura descendía a 4 grados Celsius.

Si bien a Jean, campista experimentada, no le asustaban los ruidos extraños ni los bichos espeluznantes, su situación la mantuvo despierta. Con objeto de distraerse, pensó en la cena que había planeado, pero que no podría comer: sopa de fideos con carne de cerdo y verduras y, de postre, cerezas frescas.

También pensó en Jack. Recordó la primera vez que lo vio. Era 1982. Armada con una maestría en administración de empresas, Jean solicitó empleo en un banco de San Francisco, California, donde Jack era el vicepresidente. Tras ser contratada como vicepresidenta adjunta, él la invitó a almorzar con el pretexto de celebrar.

La atracción era mutua, así que empezaron a salir, se enamoraron y pronto se casaron. Pensar en Jack la tranquilizaba, lo que le permitió concluir que, si lograba sobrevivir hasta el amanecer, encontraría la salida.

Jean salió del refugio con la aurora y se abrió camino entre la maleza; ahora era Yoda el que intentaba seguirle el paso. En casa, el perro contaba con casi 2 hectáreas en las que perseguía ciervos y exploraba, pero esta aventura era distinta.

Tuvo que sortear los altos arbustos arrastrándose. No podía saltar los troncos con sus cortas extremidades. Desanimado, emitió un garlido para llamar a su dueña. Sin embargo, ella no podía llevarlo en brazos: agotaría su fuerza y podría caer. Yoda se tendría que rascar con sus propias garras.

Jean libraba su propia batalla contra el pánico

Muchas cosas podían salir mal para un excursionista joven y en plenitud física; un septuagenario enfrentaba aun mayores peligros. Al pasar sobre rocas resbaladizas, le preocupaba caerse y romperse una pierna. Evitó los barrancos sabiendo que, si caía, quizá jamás podría salir.

Antes de que se diera cuenta, otro día había transcurrido. Sus posibilidades de ser rescatada no habían incrementado. Cuando volvió a caer la noche, la pareja dio con otro árbol caído para pernoctar.

A la mañana siguiente, su tercer día perdida, Jean había renunciado a encontrar la salida. Había leído historias de personas que se enfrentaron a la naturaleza; las reglas de supervivencia eran simples: hallar una fuente de agua, evitar lastimarse, e instalarse en un área descubierta que los rescatistas pudieran ver con facilidad. Una vez satisfecho lo anterior, tendría que quedarse en ese lugar.

A media tarde, Jean había explorado el sitio al que llamaría hogar por el tiempo que fuera necesario. Halló dos árboles colapsados uno junto a otro. Construyó un techo con ramas, con las que también cerró un extremo del hueco, dejando una abertura para una “puerta”. En el interior, apiló otras tantas para bloquear el boquete por la noche. Por último, colocó musgo a fin de suavizar el suelo.

Al final de la tercera jornada, Jean y el can entraron al albergue de 2.4 por 1.5 metros. Conforme se instalaba, muchas ideas, algunas absurdas, cruzaron por su cabeza. Ella y un amigo suyo habían comprado boletos para un crucero que iría a Grecia, Italia y España. ¿Podría abordarlo? ¡Y esas cerezas! No podía dejar de pensar en ellas.

Al día siguiente, el cuarto que llevaba extraviada, la mujer siguió una rutina de preservación. Mientras hubo luz solar, bajó varias veces por una pendiente pronunciada con el propósito de beber agua. Para evitar caerse, clavaba los talones en la tierra y se aferraba a los arbustos.

Trató de encender una fogata reuniendo agujas de pino secas y frotando una pequeña rama contra una piedra con la esperanza de que las hojas se calentaran lo suficiente como para encenderse. Pese a que fracasó, no dejó de intentarlo.

Hambrienta, comió frutos silvestres, agujas de pino tiernas e incluso hormigas, que tenían un sabor a limón. Yoda, por su parte, impresionó a Jean con una nueva habilidad: atrapar moscas en el aire y desenterrar las larvas que conformaban su cena.

Para las 4 de la tarde, ambos se encontraban en su guarida. A pesar del musgo, el piso duro resultaba insoportable y el frío le calaba hasta los huesos. Pero no se rendiría. Si bien Jack la había cuidado durante tantos años, Jean evocó una época en la que no había dependido de nadie.

Poco después de la Segunda Guerra Mundial, su familia se mudó a Estados Unidos desde China. En la escuela, los niños la ofendían con insultos racistas y la incitaban a pelear. Su padre se sentó a conversar con ella y le dio el siguiente consejo:

“Eres pequeña. No eres fuerte físicamente. Tu fortaleza debe ser interna”. De alguna manera, de alguna forma, agregó, tenía que cuidarse. Hambrienta, cansada y cada vez con menos fuerza, Jean se quedó dormida repitiendo las palabras que le había dicho su padre.

La familia se preocupó

Para ese momento, en Seattle, el hermano de Jean se encontraba preocupado. Ella no había devuelto sus numerosas llamadas y, tras conducir dos horas hasta su casa, no encontró rastro de su hermana. Entró en contacto con la oficina del alguacil, que envió un reporte de persona desaparecida a todas las agencias gubernamentales, incluyendo un despacho en el Parque Nacional Olympic.

A la 1:30 de la tarde del 22 de julio, cinco días después de que iniciara la travesía de Jean, un empleado del lugar divisó la Explorer. Lo comunicó por radio y desencadenó una serie de alertas que hicieron que Zachary Gray, del escuadrón de operaciones de búsqueda y rescate del parque, reuniera a un equipo para buscar a la víctima.

El punto de reunión fue la camioneta estacionada. Las manchas de polvo y agua indicaban que el automóvil llevaba varios días ahí. Los rescatistas caminaron por el bosque, llamando varias veces a Jean. No encontraron nada. A las 7:00 p.m., la búsqueda se detuvo.

Reanudaron la misión a las 6 de la mañana del día siguiente. Gray tenía a 37 elementos bajo su mando, el cual se dividió en 4 grupos que salieron en distintas direcciones. Aun así, no podía evitar la molesta sensación de que la operación terminaría mal. A sus 71 años, Jean podría encontrarse desorientada y lesionada. Zachary había participado en 10 rescates ese año; casi todos habían concluido con el hallazgo de un cadáver.

Al mediodía, la radio de Gray crepitó. Un brigadista advirtió una urna plástica con el nombre de Jack Geer en el costado. Gray concentró a los demás escuadrones en un radio de 800 metros de donde localizaron el recipiente. Pasaron las horas. Nada.

Zachary solicitó un helicóptero

Una vez a bordo, buscó por donde habían dado con la caja. Jean, especuló, podría haber caído en el barranco y dejado la urna ahí. Herida, probablemente habría continuado caminando cuesta abajo hasta desfallecer o morir.

Volando a 91 metros sobre las copas de los árboles, Gray no veía más que un mar verde. Se le ocurrió otra cosa: si de alguna manera ella seguía con vida, necesitaría agua. Estudió el terreno. A lo lejos, vio un arroyo. El piloto dio dos vueltas. Nada. Un momento… Gray creyó ver que algo se movía. Le pidió al piloto que regresara.

Entonces divisó a un perro. Y a una mujer con cabello plateado agitando los brazos. Llamó por radio al equipo y emitió nuevas instrucciones. Desde las alturas, observó a los exploradores corriendo hacia la mujer. Los vio abrazarla. Su transmisor cobró vida: “Tenemos a Jean”.

Tras seis días en el bosque, la sobreviviente estaba demasiado débil como para salir por su propio pie. Zachary pidió un helicóptero de la Guardia Costera que pudiera subir a Jean en una canasta mientras el grupo en tierra se encargaba de Yoda.

En el hospital, los médicos se sorprendieron de que las únicas lesiones de Jean fueran rasguños en las piernas. Las pruebas revelaron que sus niveles de potasio estaban bajos por haber comido prácticamente nada durante casi una semana. La dieron de alta esa misma noche con una receta de pastillas del mineral, que acompañó con un gran tazón de cerezas.

Cuando los rescatistas repasaron la búsqueda, mencionaron la pequeña urna. Sin ella, nunca habrían ubicado a Jean. Gray estaba convencido de que el espíritu de Jack Geer había protegido a su esposa.

Jean no lo duda. Pero la mujer que cuestionó su capacidad de seguir adelante sin su marido había hallado los medios para sobrevivir. Y con eso llegó a una importante conclusión.

“Es hora de soltar, dejar que [mi] luz brille y levantarme”, le dijo al Seattle Times. “Esto me puso a prueba. Me di cuenta de que puedo estar sola y seguir con mi vida”.

Juan Carlos Ramirez

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