Allá, Nápoles apenas contiene su vida desordenada; del otro lado de la bahía, Pompeya no es más que ruinas donde los visitantes creen poder revivir el modo romano. Entre las dos, el Vesuvio es el dueño del lugar.
Lo demostró trágicamente hace unos siglos; lo puede volver a demostrar ahora. Porque la verdad de la imagen –¡tan hermosa, pese a todo!– es otra: se incuba en lo más profundo de la Tierra que, sí, engaña bien al mundo. Lo engaña y lo amenaza… A cada instante, el bello equilibrio apacible puede ser destrozado por el fuego y la ceniza. En el centro de uno de los paisajes más bellos del planeta, el Vesuvio y Pompeya dan una lección de antigua sabiduría: vanidad de vanidades, todo es vanidad.
Justo en el ángulo de la callejuela, las luces tamizadas brillan sin duda toda la noche, mientras los hombres entran y salen sin cesar de esta casa angosta. Cinco camas abajo, cinco en el primer piso, y gran cantidad de inscripciones eróticas o pornográficas: ¡es uno de los 34 prostíbulos que tenía Pompeya… contra tan sólo 35 panaderías!
Todo se reduce a unos ríos de lava. Tanto la fertilidad del suelo como el cataclismo siempre posible. ¿Lo saben ellos, los notables de la ciudad, tan ocupados en los placeres de la vida? ¡Alabanza a Baco! La vendimia se anuncia abundante.
En la villa llamada de Cicerón, el artista griego Dioscórides de Samos firmó este mosaico que representa a músicos ambulantes. Este panel, hoy exhibido en el Museo Arqueológico de Nápoles, data del siglo I a. C. Pese a su nombre, nada prueba que la casa haya pertenecido al ilustre orador, aun cuando este último fecha algunas de sus cartas en Pompeya.
Es verdad que la tierra volcánica es propicia para las vides. Dichosos los buenos negocios que se anticipan; los dos hombres, poco antes, han dejado las termas del Foro para llegar a una casa que conocen bien, con paredes adornadas con frescos eróticos; como siempre, unas sensuales orientales se hallan prestas a recibirlos.
Esa noche, se encuentran en una morada discreta, pero magnífica, para participar en secreto de los ritos dionisíacos venidos de Oriente; frescos y mosaicos acaban de ser terminados; a los ojos de los profanos, guardan sus misterios…
Seguramente, es grato vivir en Pompeya. El comercio es floreciente; los puestos rebosan riquezas del Sur y de productos raros provenientes de más allá del Mediterráneo. En las calles, los perfumes de las especias o del garum –pasta de pescado macerado– abren el apetito.
En 1592, unos obreros tropiezan con cimientos de casas o de templos. Descubren inscripciones latinas, pinturas… Años después, en 1709, se presentan trozos de mármol tallado al príncipe de Elbeuf, comandante de los austríacos en Nápoles, que se apresura a rescatar los terrenos de donde fueron desenterrados. Salen a la luz columnas y estatuas provenientes de la antigua ciudad de Herculano.
Diez años después, el rey de Nápoles, Carlos III de Borbón, ordena llevar a cabo una exploración de Pompeya. El entusiasmo suscitado por el descubrimiento de las dos ciudades sepultadas ejerce una verdadera fascinación entre la elite intelectual de la época. En 1860, el rey Víctor Emanuel II nombra como director de la excavación al arqueólogo napolitano Giuseppe Fiorelli.
En 1863, desarrolla –poniendo yeso líquido en las huellas que dejaron en el suelo– el procedimiento de moldeado que permite reconstituir las posiciones de personajes y animales atrapados por la muerte. Hoy, unas cincuenta hectáreas –de las sesenta y seis que conforman el sitio– aún las siguen excavando.
Las calles de Pompeya están embaldosadas y dotadas de aceras, pero, curiosamente, son muy angostas. Es verdad: en la ciudad casi no había carrozas y éstos no pasaban de 1,35 m de ancho, si uno confía en las huellas que dejaron en el pavimento.
Para satisfacerlo, no hay necesidad de regresar a casa, las posadas son numerosas. Desde hace poco se frecuentan también los establecimientos de restauración rápida, las termopilias, con sus barras de mármol con agujeros donde se colocan los jarros para mantenerlos calientes en las brasas. Un verdadero éxito: este 24 de agosto de 79, la caja de uno de ellos alcanza 683 sestercios; ¡y el día apenas está empezando! Sin embargo, esta actividad va a verse brutalmente interrumpida.
Desde la mañana, desacostumbradas columnas de humo negro escapan del volcán. Hacia las 10, una nube sombría cubre el cielo y se produce una primera explosión. Reina el pánico: “¡No existen los dioses! ¡Es la última noche!”. Una lluvia de cenizas y de pómez se abate sobre la región; los techos se desploman, los habitantes intentan huir con almohadas sobre la cabeza para protegerse y tratar de respirar; se extienden los incendios. Las familias refugiadas en cuevas quedan atrapadas allí y mueren asfixiadas.
Al día siguiente, las avalanchas de ceniza, de fragmentos rocosos y de gases de cientos de grados descienden por las pendientes del volcán, destruyendo todo a su paso. Veinticinco horas más tarde, 7 m de cenizas cubren Pompeya. En toda la región, se cuentan ¡30.000 víctimas! A lo lejos, un hombre habrá observado todo el drama: es el sabio Plinio el Viejo, que pierde la vida en una playa tratando de salvar algunas víctimas. La muerte pone fin a su obra: durante siglos, Pompeya queda sumergida en el olvido.
En 1592, el pico de un obrero golpea unas piedras: son columnas, fragmentos de pared. ¿Un templo? No se busca más. Apenas en el siglo XVIII, después de un nuevo descubrimiento fortuito, se emprenden excavaciones metódicas: Pompeya libera poco a poco los secretos de la cotidiana vida romana.
La amenaza del volcán nunca ha cesado: 1631, 1794, 1810, 1822, 1872, 1906 –más de 200 víctimas–, 1929, 1944, estas fechas desgranan la letanía del drama; y cuanto más dura la calma, más probable es la erupción…
En el atrio de la casa de Cayo Julio Polibio, en el siglo II a. C. se pintó una puerta falsa en una pared, a fin de asegurar la simetría con la puerta verdadera situada enfrente. Una pila de cal y ánforas para transportarla: sin duda, hacían algunas obras en la casa en el momen to del drama.
Extraído del libro “Secretos de los lugares más extraordinarios del mundo”, Reader’s Digest
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