¿Por qué debemos preocuparnos por la lluvia ácida?

No hay nada nuevo sobre el problema de la lluvia ácida. A fines del siglo XIX, Robert Smith, químico de Manchester, Inglaterra, usó el término para describir la erosión de los edificios de la ciudad causada por la contaminación atmosférica.

El bióxido de azufre se vierte a la atmósfera de manera natural por la putrefacción de las plantas y las erupciones volcánicas, pero en el aire contaminado de Europa casi el 85% se debe a la quema de combustibles fósiles, especialmente en centrales eléctricas alimentadas con carbón. Este gas no sólo contamina el aire que respiramos, sino el agua de lluvia.

Los científicos miden los niveles de acidez de acuerdo con una escala de pH, en la que el número 1 indica un nivel muy ácido y el 14, muy alcalino. La lluvia normal es ligeramente ácida; recoge del aire bióxido de carbono y otras partículas ácidas para formar una solución con un pH de 5.5. En años recientes, la lluvia de algunas partes del centro de Europa ha tenido un nivel de 4.1. En caso de niebla y esmog severos, cargados de bióxido de azufre, el aire mismo puede ser más ácido que el jugo de limón, cuyo pH es de 2.

Las consecuencias de la lluvia ácida son graves: daña los edificios, corroe la piedra y el hierro y destruye la vegetación; como penetra el subsuelo, disuelve los metales pesados y envenena los mantos acuíferos.

Ríos y lagos se tornan ácidos, los peces mueren o dejan de reproducirse y otros organismos desaparecen. En Escandinavia, los lagos y ríos que una vez albergaron grandes cardúmenes de truchas y salmones, hoy día están desiertos. Lo mismo sucede con muchos lagos en el norte de Estados Unidos y Canadá.

La lluvia ácida ataca a los árboles, en especial coníferas. Como sustrae del subsuelo algunos nutrientes, la vegetación muere de hambre. Un estudio silvícola indica que están afectados 15% de los bosques de Europa, es decir, una superficie similar a la de Alemania, están afectados, con graves consecuencias para las aves y los animales que pierden su hábitat. Además, produce erosión, lo que a su vez causa una mayor precipitación de lluvia ácida y deslaves de suelo hacia lagos y ríos.

El bióxido de azufre no es el único villano. Las emisiones de automóviles arrojan óxido nitroso a la atmósfera, donde se mezcla con la lluvia para formar ácido nítrico. Además, en días de mucho sol, este gis se transforma en ozono, que causa el esmog fotoquímico de color café que cubre algunas ciudades. El ozono acelera la creación de lluvia ácida. Una muestra del esmog de la ciudad de Los Ángeles tenía un pH de 1.7, capaz de corroer no sólo los edificios y la vegetación, sino los pulmones del hombre.

Terminar con el problema mundial de la lluvia ácida requerirá décadas de trabajo, enormes sumas de dinero y la voluntad de todo el mundo. El único aliciente es que muchos gobiernos ya han reconocido su gravedad y que grupos informados ejercen presión al respecto.

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