El concepto de honor determinaba las relaciones entre las distintas clases sociales en el siglo XVIII. Para contraer matrimonio una mujer debía ser virgen, pues de esa forma se garantizaba la pureza de la sangre en las familias.
Sin embargo, el honor de una mujer se concebía de una forma muy peculiar, pues a veces se daba el caso en que la doncella estaba embarazada antes del matrimonio. Las familias, para evitar caer en la deshonra, recurrían a toda clase de ardides.
Procuraban que los amantes se casaran inmediatamente, con lo cual el nacimiento podía pasar como “prematuro”, pero no ilegítimo. Los hijos, ilegítimos podían ser excluidos de puestos públicos, cargos eclesiásticos, militares y civiles, así es que la falta de honor impedía a los individuos mejorar su nivel social y económico.
En esa época una mujer embarazada necesitaba contraer nupcias antes de que naciera su hijo para legitimarlo. Una vieja tradición europea, proveniente del derecho romano y canónico, llamada fuero real, establecía que si ambos amantes eran solteros y no los unía ningún lazo de parentesco, podían unirse legalmente aun después de haber tenido hijos, con lo cual éstos pasaban a ser legítimos, aunque hubieran nacido muchos años antes.
Esta medida permitía a los galanes aplazar indefinidamente la boda con la consiguiente desesperación delas damas. Lo anterior daba lugar a que las familias ayudaran a ocultar los embarazos para pretender que nunca habían existido.
De esta forma, en Hispanoamérica colonial, una mujer soltera podía incluso tener varios meses de embarazo y conservar su reputación de mujer virgen y honorable. Sus parientes y amistades ayudaban a conservar ante la sociedad el prestigio familiar, pues concernía a todos.
Hasta la Iglesia católica protegía el honor de la dama, pues omitía su nombre en el acta de nacimiento. Sin embargo, si una mujer quería conservar su reputación de virgen, no podía reconocer o criar abiertamente a su hijo.
Desde tiempos muy antiguos el rito nupcial ha estado envuelto en creencias y prácticas extrañas que a veces pueden parecer ridículas.
Los pueblos de todo el mundo han inventado mil detalles y ritos que aseguren la felicidad conyugal. Estos esfuerzos obedecen, sin duda, al afán de controlar el futuro, que siempre es incierto.
Entre las costumbres más conocidas en la actualidad está la de que antes de la ceremonia la novia no debe ponerse el vestido de bodas ni el novio debe verlo, o tendrán mala suerte.
En algunas regiones de México, al enseñar a las niñas a hacer tortillas, se les dice que se casarán si las tortillas se esponjan al cocerse; de lo contrario, soltería garantizada. Si al barrer se echa el polvo a los pies de una doncella, se cree que contraerá nupcias con un viudo.
Para atraer marido o novio, las muchachas suelen poner de cabeza la figura de San Antonio, pues creen que así este santo les conseguirá rápidamente un pretendiente.
Otra costumbre mexicana muy antigua consiste en que las mujeres agiten sus faldas o enaguas al oír el silbato del afilador de cuchillos, pues se cree que esto les garantiza la fertilidad.
El que una muchacha se casara antes que sus hermanas mayores se veía mal y era muy censurado, además de que traía mala suerte. La familia llegaba incluso a prohibirlo, por lo que era frecuente que las hijas más jóvenes trataran de conseguirles novio a sus hermanas.
Durante la Edad Media, algunos pueblos europeos exigían ver la prueba de la virginidad de la novia. Así, entre los nobles se acostumbraba mostrar a los familiares la sábana nupcial al día siguiente de la boda; en ella debía verse la mancha de sangre que atestiguaba la virginidad de la novia y por lo tanto, la legitimidad de los hijos que nacieran de ese matrimonio.
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