Cuando tenía 21 años, cerca ya de mi último semestre de universidad, mi asesor de investigación me propuso que pasara esos meses trabajando en la Universidad de Bombay, en la India.
Sin palabras para expresar mi alegría, me puse a gritar y a saltar. Me emocionaba la idea de vivir en el extranjero. ¡Podría ser la aventura de mi vida!
Les di a mis padres la maravillosa noticia, pero, por desgracia, a ellos no les pareció tan maravillosa. Pensaban que era una locura.
—¿Dónde te vas a quedar cuando estés allí? —preguntó mi madre.
—Mmh… pues no lo sé en realidad —repuse, algo avergonzada de no tener una buena respuesta.
—¿Y cuánto va a costar? ¿De qué vas a vivir?
Eso tampoco lo sabía. Sólo sabía que la idea de pasar unos meses en la India era increíble. En ese tiempo tenía sed de aventuras, emociones fuertes y experiencias nuevas. No iba a permitir que nimiedades como la comida y el alojamiento se interpusieran en mi camino. Cuando subí a bordo del avión, me sentía en la cima del mundo.
Veinte años después, estoy haciendo la maleta para un viaje de cuatro días a Toronto con mi esposo y mis dos hijos. Hice una lista detallada para no olvidar nada importante, como aspirinas, champú que no irrita los ojos y banditas.
—¿No sabes que en Canadá también hay farmacias? —me dice, burlón, mi marido.
Sonrío, pero no le hago caso. Preparar un viaje sin contratiempos me hace feliz, no como para brincar de gusto, pero sí de otra forma. Llevo ocho mudas de ropa por persona, una secadora de pelo y un cargador extra para mi celular.
Pienso en lo bien que me sentiré cuando lleguemos al hotel, donde, contenta de haber previsto todas las posibles necesidades de la familia a la que adoro, podré relajarme a mis anchas en un baño caliente. Entonces estaré en la cima del mundo.
La joven audaz de 21 años que fui no lo creería si le dijeran que, dos décadas después, le haría ilusión un baño al final del día. Esa joven por nada del mundo se quedaba en casa un sábado por la noche, aunque tuviera gripe, a menos que el delirio de la fiebre le impidiera ponerse sus pantalones de fiesta.
Algo me pasó en el camino de los 21 a los 40 años; mi concepto de felicidad se transformó: de la experiencia intensa y eufórica de una noche de juerga con amigos, a la más apacible y relajante de una madre sobrecargada de trabajo que sueña con descansar los pies en alto y disfrutar de un buen libro.
Como he aprendido en casi 20 años de investigación en psicología, los últimos en el Centro de Ciencias de la Motivación de la Universidad Columbia (del que soy directora adjunta), esta metamorfosis de la felicidad es bastante común.
Mis colegas de otras universidades han concluido lo mismo. Hace poco investigadores de la Universidad Stanford y la Universidad de Pensilvania analizaron 12 millones de blogs y observaron que en los de autores adolescentes y de veintitantos años la palabra feliz suele acompañarse por emocionado, eufórico o entusiasmado (un ejemplo: “¡Estoy muy feliz y emocionada de ir a la India!”).
En cambio, los blogueros mayores de 40 años usaban feliz junto con apacible, relajado, tranquilo o aliviado (“Me sentiré muy relajada y feliz en mi baño caliente”).
Parece, pues, que la felicidad adquiere otro sentido conforme maduramos.
Y un tipo de felicidad no es mejor ni más satisfactorio que el otro, aunque la nostalgia de los años de juventud a menudo nos lo haga creer así. Son sólo dos formas de satisfacción, derivadas de dos modos de ver la vida.
Mis colegas y yo estudiamos esta diferencia y acuñamos nombres para designar los rasgos psicológicos de cada extremo del espectro. La motivación de avance se refiere a nuestro impulso de superarnos, de ser mejores, así como a la alegría que sentimos al hacer cosas a través de las cuales creemos lograr ese objetivo.
La motivación de prevención designa nuestro interés en conservar lo que valoramos (incluidas las relaciones sociales y la salud) y la dicha de llevar una vida en paz y sin contratiempos.
Los adolescentes y los jóvenes de veintitantos años tienen mayor motivación de avance. Tienden a ser más espontáneos y a aceptar la vida como se les presenta. Estudios de la psicóloga Alexandra Freund, de la Universidad de Zúrich, indican que la motivación de avance predomina hasta los 26 años de edad.
Los jóvenes se interesan más en el futuro y las posibilidades que ofrece, y menos en las responsabilidades y en cómo evitar errores. Al madurar o asumir más obligaciones (casarnos, tener hijos, trabajar), el futuro deja de ser nuestro principal interés: tenemos mucho que proteger aquí y ahora (en mi caso, el cambio de motivación se produjo casi de la noche a la mañana, al nacer mi primer hijo).
Lo nuevo ya no nos atrae tanto porque lo que tenemos nos satisface más.
La prioridad (y la mayor fuente de placer) de las personas centradas en prevenir es proteger la seguridad y la salud de los suyos.
Mientras que antes el sábado ideal consistía en pasar toda la noche fuera y conocer gente nueva, la máxima dicha en la madurez puede ser, por ejemplo, tomar una clase de yoga y preparar una cena saludable en casa.
Consideremos el caso de Angelina Jolie. De joven era famosa por su audacia, afán de emociones y conducta provocadora. Ahora tiene seis hijos y, para vivir el mayor tiempo posible y cuidarlos, se sometió a una doble mastectomía preventiva.
También se le reconoce su labor como enviada especial del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Proyecta la confianza serena de una mujer que ha madurado y cuya motivación actual es prevenir; aprecia lo que tiene en la vida y no anda en busca de más aventuras.
Desde luego, hay quienes tienden naturalmente hacia uno u otro estilo desde niños, y quizá no experimenten un cambio tan drástico. Ambas motivaciones son los extremos de un abanico, y se puede estar en un extremo, en el otro o en cualquier punto intermedio.
Este punto varía según la experiencia de la vida; tiene una estrecha relación con la edad, pero hay excepciones: algunos jóvenes son cautos y reacios a correr riesgos, mientras que ciertos adultos mayores son intrépidos y aficionados a la aventura.
¿Qué pasaría si tuvieras una vida llena de emociones, pero nunca estuvieras relajado ni contento? ¿O si gozaras de una gran serenidad, pero te faltaran emociones? Es posible sentir que se tiene demasiado de un tipo de felicidad y muy poco del otro.
La espontaneidad y la novedad son antídotos para una vida demasiado orientada a la prevención, mientras que realizar alguna actividad saludable y relajante contrarresta una existencia agitada y centrada en el avance.
El único que puede juzgar si te falta algo eres tú. Muchas personas o tienen una marcada motivación de avance o una de prevención, y son felices así.
Si eres como yo y ves que tu vida se ha vuelto una búsqueda de paz y sosiego más que de trajín y emoción, ten la seguridad de que eres perfectamente normal. No te estás perdiendo felicidad alguna; lo que ocurre es que tu felicidad evolucionó, igual que tú. Y aunque la nueva versión parezca más moderada (de hecho, lo es), no significa que sea menos maravillosa ni menos satisfactoria.
Así que, si me buscan, voy a estar una hora en la bañera. Hagan el favor de no molestar.
¿Tú felicidad ha cambiado o evolucionado con el paso de los años?
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