¿Lo Sabías?

¿Por qué mi hermana se alegraba cada vez más al sentir que moría?

En la primavera de 2008, mi padre murió repentinamente en su cama de un paro cardiaco. Tenía 80 años. Al día siguiente, todos recibimos la llamada. Pero mi hermana Katharine, que estaba en Montreal, a 160 kilómetros, recibió la noticia de otra forma.

“Eran como las 4:30 a. m.”, dijo en el funeral, “y, como de costumbre, no podía dormir; de pronto empecé a tener una experiencia maravillosa. Las únicas sensaciones que tenía eran de alegría y sanación”.

Notó una presencia en su cuarto. “Sentí unas manos en la cabeza y vislumbré un futuro dichoso visión tras visión”. Sin saber que nuestro padre había muerto la noche anterior, a la mañana siguiente describió lo acontecido a su hijo mayor y escribió al respecto en su diario.

Quedamos estupefactos. ¿Había tenido Katharine una visión? Mi hermana no era proclive a vivencias espirituales. Como madre de dos adolescentes, conocía muy bien el estrés. Le encantaba reír y cualquier método para estar en forma. Tenía un intelecto fantástico; dominaba tres idiomas. Pero, en esencia, no le había prestado mucha atención a Dios.

Luego me enteré de que este tipo de experiencias tras la muerte de una persona es más común de lo que podríamos creer. Las familias protegen el acontecimiento como una delicada reliquia. Solo entonces comprendí el magnífico regalo que fue para Katharine, quien estaba a punto de enfrentar su propia muerte por cáncer de mama.

Dos meses después de que papá falleciera, Katharine ingresó a un hospital de cuidados paliativos. En sus últimos 10 días habló poco; sin embargo, parecía estar muy contenta. “¡Vaya, qué curioso!”, comentó una vez al despertarse, con una expresión de deleite en el rostro. “Soñé que me aplastaban con flores”.

Lucía hermosa, radiante. A veces platicaba, alegre y entre susurros, con alguien que yo no lograba ver. Otras, miraba fijamente al techo mientras todo un abanico de expresiones se dibujaban en su rostro: desconcierto, humor, escepticismo, sorpresa, serenidad… como el espectador de un planetario.

La hermana con la que había compartido todos los secretos no podía explicármelo. “Es muy interesante”, comenzó una mañana, pero luego le faltaron las palabras. “Ya me voy”, nos dijo 48 horas antes de morir. Lo hizo en silencio, a la luz de una vela, con mi mejilla sobre su pecho y mi mano en su corazón.

¿Por qué tuvo mi hermana una poderosa experiencia espiritual al perecer mi padre? ¿Por qué se alegraba cada vez más al sentir que moría? ¿Qué me habría dicho ella si hubiera podido?

60% de los pacientes moribundos tienen sueños y visiones reconfortantes.

Ese verano y otoño, la gente salió de la nada para compartirme sus historias. Algunos eran amigos y colegas, otros eran desconocidos sentados a mi lado en un avión. Si les contaba de mi padre y mi hermana, me correspondían. Casi siempre empezaban diciendo: “No lo he platicado con nadie, pero…” o “Solo lo hemos hablado en familia…” Y me regalaban historias fabulosas: visiones en el lecho de muerte, presencias, experiencias cercanas a la muerte, señales repentinas de un ser querido en peligro.

Un amigo mío, director de una gran empresa de música, me contó que de niño bajó a desayunar y vio a su padre, como siempre, sentado a la mesa de la cocina. Entonces su madre le informó que su papá había muerto en la noche. Se preguntó por un instante si se había vuelto loca. “Está ahí sentado”, le dijo. Fue el momento más desconcertante y perturbador de su vida.

No tenía idea de que había todo un mundo oculto a mi alrededor

Quería comprender lo que se sabía sobre estas misteriosas modalidades de conciencia. Durante cuatro años, como periodista, indagué el tema.

Un estudio de 2014 realizado por el Instituto de Cuidados Paliativos y Hospicio Búfalo, en el norte de Nueva York, encontró que, en un lapso de 18 meses, el 60 por ciento de sus pacientes moribundos tuvieron visiones y sueños reconfortantes de parientes vivos o muertos antes de irse.

Hay dolor en el duelo, y luego hay más pesar, producto de callar por miedo a ser excluidos. Cuéntaselo a alguien y te dará alguna explicación: alucinación, esperanza, coincidencia.

Fui a una fiesta de Navidad con mis amigos de la universidad. Conversé con un hombre que trabaja en un banco. Le conté lo que había pasado con Katharine. Me dijo con delicadeza: “No quiero parecer indolente, pero es muy probable que lo haya imaginado todo”. ¿Por qué creía que podía hablar con tanta certeza sobre lo que ven quienes agonizan?

La espiritualidad solía considerarse parte normal del ser humano; sin embargo, se ha transformado en un tema insólito que exige evidencias extraordinarias. ¿Por qué debe ser así? Tiene que ver con el auge del cientificismo, un prejuicio según el cual las cosas que no pueden medirse científicamente no existen.

Mis ancestros irlandeses y de las tierras altas escocesas siempre tuvieron arraigada una forma sobrehumana de saber las cosas, y no les causaba problema alguno. Una tarde de verano me reuní con mis tías y mis primas mayores, mujeres de 80 y 90 años, alrededor de la mesa en el comedor de nuestra cabaña de verano, ubicada en el lago Stoney, en Ontario.

Allí, mi abuela había pintado un dicho en la pared: “De fantasmitas y diablitos y bestias chiquititas con patitas muy largas, y esas cositas feas que asustan en la noche, que el Señor nos libre”. Un divertido guiño a las brujas de nuestras antepasadas celtas. No obstante, esta era la primera vez que nos reuníamos para tratar este tema en una charla seria.

“Hay una presión realmente fuerte  para impedir que se hable de estos temas de una forma positiva”.

Platicamos sobre la bisabuela Maude y la confianza absoluta que tenía en su forma de saber las cosas: cuando mi abuelo llamó a su madre para avisarle que el esposo de esta había sufrido un infarto en su velero, Maude contestó desconsolada: “¡Sí, lo sé!”. La tía Bea recordó: “A veces la abuelita estaba en la sala leyendo un libro y, de pronto, lo cerraba de golpe y murmuraba ‘¡Maldición! Fulano y mengano están en camino y yo no quiero verlos’.

Y, en efecto”, continuó la tía Bea, “fulano y mengano llamaban a la puerta 10 minutos más tarde”. Los noruegos incluso tienen una palabra para la sorprendente premonición de visitas: vardoger.

Nuestros ancestros escoceses decían que quienes percibían la aparición de una persona tenían una “segunda vista.” La prima Marion contó que de adolescente trabajó en un complejo turístico en Alberta, Canadá. Cierto día, el hotel se incendió; su madre, en Montreal, se despertó angustiada y la llamó.

Finalmente, mi madre, la ultrarracional, confesó que una mañana, cuando vivía en la residencia universitaria, de pronto se despertó y llamó a mi abuela porque de alguna forma supo que estaba en crisis. Así era; su amiga más querida había muerto esa noche.

Cada experiencia era distinta; no obstante, todas esas eran formas de saber, que, por un momento, pusieron al mundo de cabeza. ¿Por qué nunca habíamos tenido esta conversación?

El físico egresado de la Universidad de Cambridge y ganador del premio Nobel, Brian D. Josephson, le dijo al New York Times en 2003: “Hay una presión realmente fuerte para impedir que se hable de estos temas de una forma positiva”.

Harold Puthoff, físico del Instituto de Investigación de Stanford, que fue designado para supervisar los experimentos de visualización remota (o clarividencia) hechos por la CIA en los años 70 y 80, describió esta censura en las conversaciones que sostuvo con la psicoanalista Elizabeth Lloyd Mayer, según cuenta ella en su libro Extraordinary Knowing (“Conocimiento extraordinario”), publicado en 2007.

“La evidencia que teníamos [sobre la clarividencia] era bastante sólida. Yo lo sabía. Pero tenía un problema enorme con renunciar a mis creencias sobre cómo funcionaba el mundo, aun ante las pruebas contundentes que demostraban que estas eran erróneas”.

Los prejuicios en el mundo occidental empiezan a caer, sobre todo en el área de la terapia para la aflicción, a medida que los especialistas toman nota de otras perspectivas culturales. Un prestigioso estudio hecho con viudas japonesas detectó que su vínculo continuo con la presencia del esposo muerto (mediante altares en el hogar y ofrendas de comida e incienso) las hacía psicológicamente más resilientes que sus contrapartes inglesas.

El neuropsiquiatra Peter Fenwick, del King’s College de Londres, ha comentado sobre el fenómeno de “percibir una presencia”. “A menudo su impacto emocional es tan grande para el receptor que continúa siendo una fuente inacabable de consuelo y tiene el poder de alterar su percepción sobre lo que significa la muerte. Para ellos, que otros piensen que es ‘pura coincidencia’ no tiene importancia. Basta con que haya sucedido”.

Una sociedad que desprecia la experiencia suele privarnos del consuelo y la serenidad que proporcionan los espíritus. “No quiero parecer indolente, pero es muy probable que tu hermana lo haya imaginado todo”.

Un otoño, Anne, mi hermana, Marl, su esposo, y yo pasamos la tarde preparando la cabaña para el invierno. Mucho de lo que hacemos implica desconcertar a las ardillas, que aparentemente pasaron toda la estación escondiendo bellotas. Cada vez que quitamos las sábanas de una cama, los frutos ruedan por el piso. Anne y yo nos reímos.

Mientras cierro las contraventanas, me pregunto que habrá sucedido cuando se vuelvan a abrir a la tenue luz de la primavera. ¿Qué habrá acontecido en mi vida, en la nuestra, en la historia del mundo? ¿Quién más habrá muerto?

La bendición que siento ahora viene del consuelo que me aporta esta tribu de primas, tías, tíos, amigos. La familia extendida se ha unido aún más. Es como una huella en la arena que necesita llenarse, en la que el agua entra a raudales, de la misma manera que el amor.

Juan Carlos Ramirez

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