Celebrar un cumpleaños con un pastel y velitas es algo que todos conocemos, pero pocos saben de dónde viene.
El acto de soplar las velas no siempre fue tan festivo; al inicio tenía un sentido más simbólico. Con el paso del tiempo, este gesto se transformó. Hoy lo hacemos casi sin pensarlo, como parte de un ritual que marca un año más de vida.
Mensaje para los dioses
La costumbre se remonta a la Antigua Grecia, donde se ofrecían pasteles redondos a Artemisa, diosa de la luna.
Encendían velas para imitar su brillo. Los griegos creían que el humo llevaba sus deseos hacia los dioses. Así, soplar se convirtió en una forma de enviar mensajes al cielo.
Alejando a los malos espíritus
Más adelante, en la Edad Media, los alemanes retomaron la tradición. Ellos celebraban el “Kinderfest”, una fiesta infantil donde colocaban velas sobre un pastel.
Cada vela representaba un año de vida del festejado. Creían que la luz ayudaba a mantener alejados a los malos espíritus.
De lo espiritual a la alegría familiar
Con el tiempo, esta costumbre viajó por Europa y llegó a América. Cantar, festejar y compartir el pastel se volvió parte esencial de la celebración, especialmente desde el siglo XIX.
Lo que antes tenía un sentido espiritual se convirtió en un momento de alegría familiar. Así nació la versión moderna del cumpleaños que conocemos.
Apagar todas las velas, instante mágico
El acto de soplar también se vinculó con la buena suerte. Si alguien lograba apagar todas las velas de un solo intento, su deseo se cumpliría. Ese pequeño reto se volvió parte del encanto. A todos nos gusta pensar que tenemos un instante mágico una vez al año.
Otros cambios
Hoy en día, esta tradición sigue cambiando. Algunas familias usan velas de números, otras velas que se reencienden, y otras prefieren opciones más ecológicas.
Lo importante es conservar el espíritu del ritual: celebrar la vida, agradecer y pedir un deseo especial.
Así, cada cumpleaños es una ocasión para valorar lo vivido. Y para seguir soplando con esperanza.