¡Por una larga vida!
Al parecer, los habitantes de la isla griega de Icaria poseen el secreto de la longevidad. Cierto día de 1967, Stamatis Moraitis, un residente de Boynton Beach, Florida, sintió que le faltaba el aire....
Al parecer, los habitantes de la isla griega de Icaria poseen el secreto de la longevidad.
Cierto día de 1967, Stamatis Moraitis, un residente de Boynton Beach, Florida, sintió que le faltaba el aire. Subir escaleras se había vuelto una proeza para él, y tenía que suspender su trabajo al mediodía. Después de tomarle radiografías, sus médicos llegaron a la conclusión de que padecía cáncer de pulmón. Calcularon que le quedaban nueve meses de vida. Tenía sesenta y tantos años de edad.
Moraitis, ex combatiente nacido en Grecia que emigró a Estados Unidos en 1943, pensó en someterse a un tratamiento radical en Florida para estar cerca de su esposa, Elpiniki, y de sus tres hijos adultos; sin embargo, al final optó por volver a su isla natal, Icaria, donde podrían sepultarlo junto a sus antepasados, en un cementerio con vista al mar Egeo, a la sombra de frondosos robles. Moraitis y Elpiniki se fueron a vivir al hogar de los padres de él, una pequeña casa encalada en un viñedo de 8,000 metros cuadrados, en el norte de la isla.
Al principio Moraitis se pasaba los días en cama, pero luego redescubrió su fe. Los domingos por la mañana iba a una capilla ortodoxa griega situada en lo alto de una colina, donde su abuelo había sido sacerdote. Cuando sus amigos de la infancia empezaron a visitarlo por las tardes, charlaban durante horas, una actividad que iba aparejada siempre con el consumo de una o dos botellas de vino local. Al menos voy a morir feliz, pensaba Moraitis.
En los meses siguientes empezó a sentirse más fuerte. Un día plantó algunas verduras en el jardín. No esperaba poder vivir para cosecharlas, pero disfrutaba de estar bajo el sol y respirar la brisa marina.
Pasaron seis meses y Moraitis seguía vivo. Adaptado al ritmo de vida de la isla, se levantaba a la hora que quería, trabajaba en el viñedo hasta el mediodía, tomaba el almuerzo y luego una larga siesta. Al caer la tarde iba a la taberna del pueblo, por lo general caminando, y jugaba al dominó con sus amigos hasta pasada la medianoche. Su salud siguió mejorando. Construyó un par de habitaciones más en la casa para que sus hijos pudieran ir a visitarlos. También amplió el viñedo para hacerlo alcanzar una producción de 1,500 litros de vino al año.
Durante más de una década he organizado investigaciones de los lugares donde viven las personas más longevas. En 2008, junto con mis colegas Michel Poulain, demógrafo belga, y Gianni Pes, investigador de la Universidad de Sassari, Italia, inicié un estudio sobre la isla griega de Icaria. Con una superficie de 256 kilómetros cuadrados, es el hogar de casi 10,000 personas y está situada a unos 48 kilómetros al oeste de Turquía.
El objetivo de nuestro estudio era determinar las causas de la longevidad de los pobladores de Icaria. Después de reunir toda la información, concluimos que los habitantes de la isla tienen una probabilidad 2.5 veces mayor de llegar a los 90 años que los estadounidenses. Los hombres, en particular, tienen casi cuatro veces más probabilidades de llegar a esa edad que sus contrapartes norteamericanos. Asimismo, viven entre 8 y 10 años más antes de morir a causa de un mal cardiovascular o algún tipo de cáncer, sufren menos de depresión y su incidencia de demencia senil es cerca de 25 por ciento menor.
A fin de obtener más datos, en 2009 me reuní con el doctor Ilias Leriadis, uno de los pocos médicos que residen en Icaria. En el patio de su casa, sobre una mesa, puso aceitunas kalamata, hummus, pan y vino.
—Aquí la gente se acuesta bien entrada la noche —me contó Leriadis—. Nos levantamos tarde y siempre hacemos la siesta. —Tras beber un sorbo de vino, añadió—: En pocas palabras, no nos importa el reloj.
Durante un viaje que hice el año anterior, fui de visita a una casa con techo de tejas construida en lo alto de una colina después de haber oído hablar sobre una pareja que llevaba casada más de 75 años. Thanasis y Eirini Karimalis aparecieron juntos en la puerta de su hogar y aplaudieron emocionados por mi visita.
Ambos nacieron en un pueblo cercano, se casaron cuando tenían unos 25 años y criaron a sus cinco hijos con el sueldo de leñador de Thanasis. Su rutina diaria consistía en despertarse de manera natural (sin ayuda de un despertador), trabajar en el jardín, tomar el almuerzo a media tarde y hacer la siesta. Antes de que anocheciera iban a visitar a sus vecinos, o bien, los vecinos iban a verlos a ellos.
Su dieta también seguía un patrón habitual: un desayuno a base de leche de cabra, vino, infusión de salvia o café, miel y pan. El almuerzo casi siempre consistía en legumbres (lentejas, garbanzos, etc.), papas, verduras de hoja y hierbas (hinojo, diente de león y espinacas hervidas) y las verduras de temporada que cultivaban en el jardín. La cena, por su parte, se componía de pan y leche de cabra. En Navidad y en la Pascua mataban un cerdo y disfrutaban de pequeñas porciones de carne ahumada durante los meses siguientes.
Inmediatamente después de ponerse el sol, cuando terminamos de dar un paseo por su finca y volvimos a la casa para tomar el té, entró otra pareja de ancianos con una garrafa llena de vino casero. Los cuatro nonagenarios se sentaron alrededor de la mesa y empezaron a charlar y a beber vino; de vez en cuando prorrumpían en ruidosas carcajadas.
La doctora Ioanna Chinou, profesora de la Facultad de Farmacología de la Universidad de Atenas y una de las principales especialistas europeas en las propiedades bioactivas de las hierbas y productos naturales, me dijo que muchas de las infusiones que suelen tomar los habitantes de la isla son remedios griegos tradicionales.
Mientras tanto, mis colegas y otros investigadores se dispersaron por la isla e hicieron una encuesta entre 35 nonagenarios acerca de su estilo de vida para evaluar sus funciones físicas y cognitivas. Poco después se les unió la doctora Antonia Trichopoulou, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Atenas, experta en la dieta mediterránea. Según calculaba la doctora, la alimentación de los icarianos, comparada con la del estadounidense medio, podía aumentar hasta cuatro años la esperanza de vida de los habitantes de la isla.
Posteriormente, la doctora Christina Chrysohoou, cardióloga de la Facultad de Medicina de la Universidad de Atenas, organizó el Estudio Icaria, que incluía una encuesta sobre la dieta de 673 habitantes de la isla y sobre otros factores de estilo de vida. La médica sospechaba que los hábitos de sueño de los icarianos podrían tener algo que ver con su excepcional longevidad.
—¿Sabía usted que en griego no existe la palabra privacidad? —me comentó Thea Parikos, propietaria de una casa de huéspedes donde nos alojamos mis colegas y yo—. Cuando todo el mundo sabe lo que les sucede a los demás, surge un sentimiento de unión y seguridad entre las personas.
Anhelo de libertad
El alcalde Janis Stavrinades, de 74 años, volvió a la casa de su infancia en Icaria después de ejercer la medicina en Atenas a lo largo de casi cuatro décadas.
“Los habitantes de la isla se identifican profundamente con Ícaro, hijo de Dédalo”, explica. Es la sensación de libertad que inspira, porque aunque su cuerpo físico perece al caer al mar, su espíritu se vuelve inmortal.
“Toda mi vida he anhelado la libertad”, asegura Stavrinades.
“No es fácil, pero estoy cerca de encontrarla aquí, en este lugar donde permaneceré por siempre”.
Laurel Cossells
El mito de Ícaro
Cuando Dédalo, un arquitecto y artesano muy hábil, hizo enojar al rey Minos de Creta, él y su hijo, Ícaro, fueron encarcelados en un laberinto. Para tratar de escapar, Dédalo fabricó unas alas con plumas y cera, y advirtió a su hijo de que no volara demasiado cerca del sol porque la cera se derretiría. El joven Ícaro desobedeció, sus alas se derritieron y cayó al mar, donde las corrientes arrastraron su cuerpo hasta una isla desconocida. Hércules encontró el cadáver, reconoció a Ícaro y lo enterró; más tarde llamó Icaria a la isla.