Vivo en un paisaje de centros comerciales. En estos lugares cada día más comunes es un reto sentir conexión con la naturaleza. Para mis hijos, yo quería polvo, suelo, raíces, Madre Tierra, ecología…
No soy una esnob. No llevo un saquito con semillas alrededor del cuello ni uso zapatos de cáñamo. Soy la típica madre urbana que usa brillo labial marca Bobbi Brown y suéteres de punto. Pero de niña pasaba los veranos en la granja de mis abuelos, en la costa este de Maryland.
Iba a recoger bayas y cangrejos azules para cenar, y corría en el maizal. Sabía cómo identificar el ajo silvestre, y cuándo estaban listos los higos en las higueras para ser comidos. Con delicadeza recogía flores de madreselva y bebía su néctar.
A mis hijos les he enseñado a hacer lo mismo. “Saben muy dulces, mamá”, me dicen. Pero en vez de enseñarles cosas sobre el paisaje, decidí infundirles amor por la tierra donde viven.
Las orillas de una ciudad no son tan encantadoras como una granja junto al mar, pero yo había resuelto practicar el aprendizaje in situ. Es un método educativo —lo investigué—, así que fuimos al estacionamiento de un centro comercial abandonado y recogimos hojas de diente de león, que le dan un delicioso sabor amargo a la ensalada primavera.
No exigió mucho capitalizar los instintos de mis hijos para explorar su mundo y nutrirse de él. Heredaron eso del hombre primitivo, de modo que les he enseñado a buscar comida silvestre, tal como mi mamá me enseñó a mí, su madre le enseñó a ella, y así, hasta llegar a nuestros ancestros, los antiguos recolectores de hongos de Alsacia, Francia.
En el otoño llevé a mis hijos a un castañar y les enseñé a separar el fruto seco comestible de su cáscara espinosa. Llegamos a casa con bolsas llenas de frutos y preparé un dulce puré de castaña, que comimos con cucharas grandes.
Sentí que les había dado una valiosa lección sobre la tierra: que ella, y no las tiendas, los sustenta, que deben apreciar cada parte del suelo viviente.
Nuestra meta más reciente fue encontrar cebollín silvestre, que crece en las orillas de los caminos, y probar los frutos del cornejo florido (en una guía leí que saben a mango). Ojalá las semillas de mora que dejan caer los pájaros germinen en las grietas del asfalto y cubran el estacionamiento del centro comercial abandonado, porque tengo una excelente receta para hacer helado de mora que me heredó mi abuela.
Ha sido revolucionario estar en las orillas de la ciudad. Hemos adoptado el hábito de caminar, observar, sentir la tierra bajo los pies y, a veces, volver a casa con algo que hayamos recogido con las manos.
Los cebollines que encontramos fueron una gran guarnición, y los niños irradiaban orgullo y amor por su tierra.
¿Les has dado a tus hijos las herramientas para que el amor por la tierra crezca?
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